1 de julio de 2016

Leyendas de Aldeavieja: la calle "Amargura"

          Muchos os preguntaréis cómo es que una de las calles del pueblo se llama “Amargura”; ¿de dónde le ha venido ese nombre tan… triste?; si bien es cierto que es un nombre tradicional (pues lleva más de cien años con ese nombre), no por ello deja de ser curioso que se conserve hoy en día.
          Os voy a contar una historia, no sé si cierta o no, que le oí relatar a mi abuelo Ciriaco en numerosas ocasiones, cuando nos contaba sus andanzas en Aldeavieja en su niñez y adolescencia.
          Allá, por el año mil cuatrocientos… y pico, cuando Aldeavieja no tenía que envidiar nada a Villacastín y competía con dicho pueblo en ser cabeza de partido, vivía, en la, en esa  época, llamada calle de arriba, un matrimonio de aparceros que labraban las tierras de uno de los propietarios de aquel entonces, un Moreno, o Gordo, o López… en fin, uno de los ricos de la época; se llamaban Pablo y Catalina; como no tenían hijos, dedicaban todo su amor en quererse el uno al otro como ninguna pareja lo había hecho jamás.
          Catalina era muy hermosa y antes de casarse era la moza más perseguida y galanteada del pueblo; huérfana desde muy pequeña, vivía con unos tíos suyos que vieron con buenos ojos cómo crecía el amor entre ella y Pablo, que, también, era un buen mozo, honrado, honesto y trabajador y que, a su vez, había hecho suspirar a todas las mozas casaderas de la aldea.
          Cuentan que había un joven, Teodoro se llamaba, hijo de uno de los terratenientes que, encaprichado de Catalina, hacía lo posible, y lo imposible, para hacerse el encontradizo e intentar sacar de la bella una mirada, una sonrisa o una palabra, pues más nunca conseguía y, luego, adornaba su lance como si hubiera conseguido mucho más de lo que la decencia y el pudor podrían permitir; consiguiendo así que el corro de aduladores que siempre le aplaudía y le reía las gracias voceara por el pueblo que Catalina y Teodoro eran amantes.
          Tanto se repitió la mentira, y en tantos sitios, que llegó a oídos de Pablo; él estaba seguro de la inocencia de su mujer y aunque no creía las mentiras que de ella se decían, no por eso le gustaban; así que, ni corto ni perezoso, fue en busca del autor de las calumnias para que se retractase de lo dicho.
          Teodoro, además de fanfarrón, era cobarde; y no bien vio a Pablo que se dirigía hacia él con cara de pocos amigos, se quiso refugiar entre sus amigos… pero allí, en la taberna, nadie quería pendencias con Pablo, al que todos estimaban, y nadie quiso concederle el apoyo de la amistad o la complicidad; viéndose solo no le quedó más remedio que poner buena cara y admitir ante todos que lo dicho de Catalina era mentira, rogando a Pablo que no se molestase por aquella broma infantil. No era éste amigo de pendencias y se contentó con las palabras de Teodoro y, es más, no tuvo ningún reparo en invitarle a un vaso de buen vino para sellar aquella paz.
          A pesar de las apariencias, el alma negra de Teodoro se revolvía dentro de su cuerpo, jurando venganza por la humillación sufrida y, después de discurrir en su malvada cabeza algún plan con el que apagar su cólera, maquinó una sórdida acción: como “desagravio” mandó un jamón a la casa de Pablo y Catalina, como obsequio para apaciguar los ánimos ofendidos.
          Y así fue, Catalina abrió la puerta de su casa y recibió de manos de un criado una pieza de cerdo sin envolver, mientras vecinos y curiosos lo observaban; al llegar Pablo a casa y ver el jamón lo devolvió, ofendido, a Teodoro; el cual, al recibirlo, acusó a Pablo de judaizante, ya que devolvía el jamón porque su religión, que practicaba en la clandestinidad, se lo prohibía; fueron inútiles las protestas y los juramentos que tanto Pablo, como Catalina, como parientes y amigos, hicieron; Teodoro tenía un familiar en la Inquisición abulense y no tardó en presentarse en casa de nuestros protagonistas un alguacil, con su cohorte de soldados, acompañando a un monje dominico que detuvieron, y encadenaron a Pablo y lo condujeron, entre insultos y golpes, por toda la calle hasta la plaza mayor, donde los esperaba un carruaje cerrado, en el que fue metido, en dirección a las celdas inquisitoriales de Ávila.

          Nunca volvió Pablo al pueblo, muriendo entre atroces tormentos en una oscura y maloliente celda del monasterio de Santo Tomás (donde estaban las prisiones de la Inquisición) y aquella calle, calle de vergüenza y sufrimiento, se fue llamando por el pueblo como calle de la Amargura, por tanta como tuvieron que soportar sus vecinos, nombre que aún conserva.