19 de junio de 2022

Aldeavieja: Leyendas: La muchacha de la bodega.

 

Todas las tardes, desde que empezaba la primavera, eran iguales: esperaba que su padre llegara a casa y, ante la puerta del corral, desuncía los bueyes; él, entonces cogía la pértiga y, con ella al hombro, guiaba a la yunta en dirección a la plaza, al “pilón de las vacas” para que allí saciaran su sed después de toda la tarde de labor.


Se sentía mayor, casi un hombre, con los animales a su espalda siguiéndole dócilmente; de vez en cuando se volvía, como hacía su padre, les pasaba el palo sobre la testuz, entre los cuernos y les decía, imitando un poco la cavernosa voz del padre: -“vamos Morucha, Cariñosa…” - y volvía la vista el frente con una media sonrisa en los labios (-“sólo me falta en cigarro en la boca”- pensaba) y le venía a la mente la imagen de Antonio, con su sombrero de paja, la barba de dos días en las mejillas, la colilla medio apagada colgando del labio inferior y sabe Dios qué ideas en la cabeza que le hacían sonreir o, a veces, fruncir el ceño.

Hoy tendría que esperar, ya había otras tres parejas de bueyes abrevando en el pilón, allí estaban Pablito, Toni y Sebas con sus animales.

-Vienes más tarde, la ha echado larga hoy tu padre.

Este era Pablo, que vivía en la casa enfrente de la suya y solían ir juntos a dar de beber a los animales.

-Que se ha encontrado con Faustino y han estado de cháchara.

-Ya me parecía a mí. ¿nos veremos luego, después de cenar?

-¡Claro!

Y en aquel “¡claro!” estaba implícito el deseo, la amistad, las ganas de aventura y una serie más de sensaciones que ninguno de los dos podría nombrar o, ni siquiera, concebir.

Volvió a casa más deprisa de lo que había ido; sabía que aún quedaba tiempo para la cena, pero la promesa de que algo nuevo, y quizás maravilloso, podía suceder le hacían sentir que no quedaba tiempo para nada, que los minutos iban a pasar rápidos, más rápidos y ese tiempo no iba a ser suficiente para cenar, para coger un farol, para calmar los latidos que su corazón desbocado realizaba a más de cien por minuto.

-¿Qué pasa, hijo? ¿no tienes hambre hoy?

Y su cabeza decía no mientras su boca decía sí, y la madre le miraba y le volvía a remirar y aquella sonrisa le recordaba un tiempo ya lejano en que unos ojos muy parecidos a éstos se posaban en los suyos y sonrió para sí.

El padre no decía nada, bastante tenía con pensar en si habría tormenta o no la habría y si podría montar la parva en las eras antes de que cambiase el tiempo.

-Me voy a ir con Pablo a dar una vuelta por ahí.

-A ver qué hacéis, no trasnoches que mañana hay que preparar la parva… si no llueve.

-Pero padre, si mañana es domingo…

-El trigo no sabe que día de la semana es.

-¡Venga, Antonio, deja que el chico se divierta un poco, que ya va toda la semana que no para entre una cosa u otra.

Y, Antonio, gruñó un par de blasfemias por lo bajo y dio la callada por respuesta. A veces, Benita tenía razón, había que dejar al chico que hiciera todas las cosas que eran normales para su edad, pero no quería dar su brazo a torcer tan fácilmente, así que farfulló:

-Bueno, pero mañana a acostarse pronto.

-¡Gracias, padre!

*

Habían quedado al comienzo de la calleja, junto a la casa del tío Fronio, y allí estaba esperándole Pablo.

-¿Trajiste el farol?

-Aquí está.

Se adentraron en la oscuridad, que no era completa pues la luna era casi llena, enseguida, ante ellos, se erguía la mole de la casona, en lo alto, el escudo nobiliario brillaba.

-Tenemos que rodear la casa y entrar por detrás, por los corrales.

Y eso hicieron, el campo se extendía ante ellos, y sólo el ruido de las chicharras y el ulular de las lechuzas les acompañaba.

-Por aquí -dijo Pablo- subir va a ser fácil, faltan muchas piedras.

A cierta edad, no hay muro ni pared que se resista; cuando llegaron arriba se agacharon, más que por precaución por esa… “puesta en acción” que se requiere cuando se está haciendo algo ilegal, o “secreto”; tres metros de tejado en muy mal estado les separaba del corralón; andando con precaución para no meter el pie en ningún agujero los salvaron y, después, se dejaron caer al suelo.

Entonces se miraron triunfales, como diciendo: “lo hemos hecho”.

Se acercaron a la casa, los negros ojos de las ventanas parecían acusarles o, cuanto menos, vigilarles; un leve escalofrío les recorrió el cuerpo al ver aquellas ventanas enrejadas y poderosas, por fortuna, no era por ellas por donde pensaban entrar; no, todo era más fácil: la puerta.

Una puerta que desde la casa conducía al corral y aquella puerta nunca estaba cerrada y si lo estaba…

Lo estaba, pero un fuerte empujón que propinaron en las maderas les hizo comprender que, con otro, se iba a abrir, y así sucedió; un crujido les indicó que la madera podrida se había desgajado y ya nada les separaba del interior de la casa.

Dentro estaba oscuro.

-Enciende el farol.

Con los nervios le costó encontrar las cerillas pero, enseguida, la llama prendió en la mecha y una luz amarillenta les mostró un estrecho y corto pasillo que terminaba en una puerta verde, a los lados otras dos puertas, ambas abiertas, daban acceso a una cocina y a una especie de despensa.

Entraron en la cocina, amplia, con una chimenea baja que ocupaba la mitad de la estancia, la campana encalada y dos bancos de piedra a los lados, cubiertos de trapos que quizás fueron, en algún momento, cómodos y  blandos almohadones.

Nada de aquello interesaba a los muchachos que, tras echar un rápido vistazo al otro cuarto, donde sólo vieron telarañas y ratones, abrieron la puerta verde que daba a otro pasillo, con dos puertas a cada lado y, enfrente se vislumbraba una estancia más grande, más abierta, que debía de encontrarse tras la puerta de entrada.

El farol les mostraba una sala ancha, con dos ventanas que debían de dar al frente de la casa, una escalera de piedra que llevaba al piso superior y otra puerta, abierta, a la izquierda, que conducía a otra sala. Un techo de vigas de madera, del que pendía una gran lámpara de hierro forjado en la que aún quedaban algunas bujías de cera.

-¡Chisstttt, calla!, ¿oíste eso?

-¿El qué?

-Como si alguien estuviera hablando.

-¿No querrás meterme miedo?

.No, ¡calla! ¿no lo has oído otra vez?

-Sigo sin oir nada, oye, si esto es una broma…

-¡Qué broma ni que puñetas! ¿no habrás escondido a alguien por aquí?

-Te digo que no, además, yo no oigo nada.

-Calla y escucha, me parece que viene del pasillo de atrás…

-Ahora calla tú, déjame escuchar…

Un sonido como de susurro de telas se dejaba oir hacia el pasillo por el que habían venido, pero no se podría discernir si eran pasos de ratones, crujidos de la madera o silbidos del viento, tan tenue era.

-Vamos a ver…

-Vé tú delante…

-Miedica…

Volvieron a salir del salón y al entrar, de nuevo, en el pequeño pasillo se pararon.

-¡Calla!, a ver si oímos algo.

Un murmullo, como si alguien estuviera tarareando una cancioncilla se dejaba oir, como si saliera de una de las paredes.

-Mira, aquí hay una puerta.

-No la había visto antes…

-Yo sí, pero como íbamos para allá…

-¿Abrimos?

Un encogimiento de hombros fue la única respuesta.

Tiró del pomo y la puerta se fue abriendo; a la luz del farol vieron unas paredes amarillentas de salitre y unas escaleras que bajaban.

Pablo alzó la luz para ver si distinguían el final de los peldaños, sí, la escalera era corta, catorce o quince escalones, era ancha, capaz de que pasaran dos hombres fornidos unos junto a otro o de dejar paso a una carga apreciable.

-¿Bajamos?

Otra vez se encogió de hombros pero, esta vez, como si quisiera decir: “a eso hemos venido, ¿no?”

Con ¿miedo? fueron bajando despacio, apoyando, sin necesidad, las manos en las resbaladizas paredes, queriendo ver lo que aún no se veía y oir lo que apenas se imaginaban.

Las escaleras terminaban en una gran estancia, ancha y capaz, de la que salían cuatro oscuros corredores, en las paredes colgaban varias antorchas apagadas y caídas por el suelo o colgando en precario equilibrio de clavos enormes distinguieron espadas, sables, morriones y escudos; con los ojos como platos y sin decirse ni una palabra, fueron encendiendo todas las luminarias que había en la sala.

Entonces el espectáculo fue magnífico; a la luz de los fuegos, las armas y las piezas metálicas reflejaban colores cobrizos debido al orín que las cubría en parte o plateados en las zonas que se mantenían limpias; también entonces pudieron ver toscos sillones de madera y una mesa sobre la que descansaban copas y platos, todo ello de metal, caídos unos sobre otros y cubiertos casi totalmente de polvo y telarañas.

-¡Calla! ¿no oyes?

Proveniente de uno de los corredores se oía como un rumor de pasos que se acercaba.

-¡Vámonos!

-¿Por qué?

-¿No oyes?, ¡alguien viene!

-Yo no oigo nada.

-¡Cómo que no oyes nada! ¡escucha! ¡escucha!

-¡Ya escucho, abobao, y no oigo nada!

-¿No oyes o no quieres oir?

-¡Te voy a dar una hostia!

-¿Tú y cuántos como tú?, ¡venga, date prisa! ¡nos van a ver!

-¡Tú lo que eres es un cagueta! ¡que tienes más miedo que vergüenza!

-¡Venga! ¡vámonos!

-¡Que me dejes, te digo!

No bien se hubo dicho esto, por unos de los corredores apareció una muchacha, de catorce o quince años, vestida de un modo antiguo. Muy bonita, con una gran sonrisa en la cara…

-¡Ya es tarde, nos ha visto!

-Nos ha visto ¿quién?

-¿No lo ves? ¡Esa chica!

Y al decirlo señaló con la mano un rincón desde el que, para su susto, se acercaba aquella muchacha…

-Buen mozo ¿traéis las provisiones que se han encargado? ¿dónde están?

-No, yo…

-¿Con quién hablas? ¿estás tonto?

-Pues… con quien va a ser. ¡Con ella!

-¿Qué ella?

-¿Es que no la ves? Está ahí delante de ti.

-¿No soy digna de que os dirijáis a mi?

-¡Oh, no, mi señora! Digo… ¡claro que sí! ¡muy digna!

-¿Otra vez hablando con los muebles?

-¿De verdad que no la ves? Mira, si está aquí… ¡cuidado, que la vas a empujar!

Con los ojos abiertos de par en par y la boca desencajada, vio cómo Pablo traspasaba con su brazo el cuerpo de la joven, que no se dio por enterada mientras el joven movía sus manos dentro de lo que, en teoría, era el pecho de la muchacha.

-¿Con quién habláis, joven?

-Pero… es imposible, es un fantasma; estás atravesando su cuerpo y no se entera, no se entera de nada…

-¿Fantasma, dices?

-¡Qué decís de fantasmas?

-¡Pablo, de verdad, vámonos! ¡me voy a volver loco!

-¡Vale!, pero antes apaguemos las antorchas…

Los dos muchachos se dieron prisa en apagar los fuegos, Pablo mirando de vez en cuando a su amigo al que no se le iba la cara de susto y echando un ojo, en cuanto podía, a aquellas maravillosas armas que se veían allí tiradas.

La muchacha seguía a nuestro amigo:

-Por favor, doncel, a qué vienen esas prisas, quedaos un poco más…

-Vämonos, vámonos Pablo… o nunca podremos salir de aquí.

Cuando la última antorcha se apagó, corrieron escaleras arriba hasta salir al pasillo, Pablo con una espada de grandes dimensiones en una mano y el farol encendido en la otra, su amigo con el rostro pálido y desencajado.

-¿Por dónde salimos ahora?

-Sin problema, había una escalera por donde entramos, caída en el suelo.

-Pues vamos para allá.

Mientras subían por la escala oyeron al reloj de la iglesia que daba las campanadas…

-¿Las doce? Pues ¿a qué hora vinimos?

-Daban las doce en…

-¿Cuánto tiempo hemos estado aquí?

-¿Un día?

- O nada…

*

Se cuentan muchas historias de esta casona, pero la de la muchacha encerrada en la bodega es una de las más usuales; es más, yo he conocido a muchachos de mi edad que habían entrado, a escondidas, en la casa y se les había aparecido; muchos de ellos no superaron nunca la impresión recibida y cuando, por algún hecho extraño, se avienen a contar sus experiencias no puedes dejar de observar que la mirada se les vuelve lejana y distraída y sus manos adquieren un casi imperceptible temblor y gotas de sudor aparecen sobre sus labios.