23 de enero de 2021

Aldeavieja: cuentos y leyendas. "La noche"

 

           Era una noche espléndida de verano, de esas que hay a finales de julio; la luna llena iluminaba las viejas piedras casi como si fuera de día; sentados en dos lápidas de granito, que en otro tiempo sirvieron para cubrir alguna sepultura, rodeábamos a Chito que, con gesto serio, como si lo estuviera viviendo, nos contaba una de esas historias de miedo, o simplemente de misterio, con las que acostumbrábamos a pasar el rato en aquellas maravillosas jornadas de vacaciones en el pueblo. 




          Estábamos junto a la ermita de San Cristóbal, vamos… junto a lo que quedaba de ella, paredes sin techo, con las piedras caídas a sus pies… sólo quedaba el ábside que cubría el altar mayor y unas bonitas escaleras de piedra que, un día, llevaron al coro que se levantaba a los pies de la nave principal; la luz de la luna iba iluminando, como un foco que se desplazara lento… lento, los arcos de piedra labrada que, en su momento, separaban las dos naves; en la unión de ambos arcos, un escudo de piedra, que contenía un sol, iba apareciendo poco a poco hasta parecer que cobraba vida y resplandecía con un brillo que saliera de su interior.

          Con una sonrisa, que queríamos que pareciera incrédula, seguíamos con atención las palabras que surgían, lentas y solemnes, de su boca; no hacía frío, ni siquiera esa leve brisa que a veces se agradece en esas noches que parecen de fuego; no obstante, mirábamos furtivos a los rincones en sombra y, sin darnos cuenta, íbamos estrechando el cerco en torno al narrador, mientras un leve escalofrío nos acariciaba la nuca como si una mano invisible nos acompañara.

          Chito seguía con su historia:

          “La noche no podía ser más fría, sentado a la mesa de la cocina, me afanaba, inclinado sobre el blanco papel, en intentar escribir algo notable o, por lo menos, entretenido. La verdad es que mi mirada se iba más hacia las llamas que bailoteaban en la chimenea que hacia las pocas palabras que, negro sobre blanco, había podido escribir.

          Por la ventana se colaba el silbido del aire (más bien aullido) y eso hacía que me entusiasmara más el calor de los leños ardiendo que los posibles caminos que mi hipotética historia podía utilizar; claro, un camino significa que hay un destino y, la verdad, yo no tenía ningún fin, ninguna meta, ni siquiera tenía el itinerario por el que podía discurrir ningún camino.

          De todas maneras había algo, alguna cosa o… esencia, o algo así, que impedía, junto con los fenómenos atmosféricos del exterior, el que yo me concentrase en alguna historia o idea que pudiera, más o menos pronto, desarrollar y que lograra hacer que alguien, cuantos más mejor, enfocaran su atención en ella.

          Por fin lo situé: era un ruido sobre mi cabeza; una especie de rasca-rasca en el techo, alcé la vista y… nada; ni una mosca, ni una oruga, ni… nada; nada manchaba la blancura del techo y, sin embargo, había algo allí, como un leve chirrido en la madera, ¿termitas?, ¿ratones?; no, no podía ser ninguna de esas cosas; no hacía ni un mes que habían arreglado toda la casa y las vigas, aunque de madera, no tenían ni rastro de cualquiera de esas plagas; vigas sanas y macizas.

          Dicen que la madera se contrae o se expande según la temperatura o la humedad y produce, al hacer eso, unos ruidillos que, si estás solo y en silencio, pueden volverse auténticamente peligrosos para el equilibrio mental del que los sufre; pudiera ser eso, era una opción.

          Procuré olvidarlos y concentrarme en lo que tenía entre manos, pero no, imposible, el ruidillo se metía en mi cabeza y lo llenaba todo, no había sitio para la inspiración, definitivamente, “las musas habían pasado de mí…”, como dice esa canción de Serrat.

          Me levanté, pues, y me dirigí hacia las escaleras que llevaban al desván, sabía que no iba a encontrar nada, pero… que no se dijera que no lo había intentado.

          Encendí la luz, las escaleras se me ofrecían empinadas y brillantes, ¡arriba! y mientras los escalones crujían bajo mi peso iba echando una mirada a la zona del sobrado que estaba sobre mi puesto de escritura.

          Nada extraño, el suelo estaba inmaculado; me senté justo donde suponía que nacía aquel ruidillo… nada, la luz de la luna entraba por el ventanuco iluminando de plata las estanterías de libros que se alineaban contra las paredes; miré a mi alrededor… los bultos de mesas, sillas, cuadros, surgían ante mí, todo estaba igual que lo conocía, nada fuera de su sitio; aguanté la respiración y… sí, allí estaba otra vez, el ruido no salía del suelo, no, de algún rincón, quizás del más oscuro, se intuía como un movimiento de algo que rascaba el suelo, o las paredes, no lo podía localizar exactamente, pero allí estaba.

          Ayudado por la luz encendida de la escalera me dirigí hacia aquel rincón; sí, allí se oía claramente, era como un masticar, o roer, diente contra diente o diente contra madera, o papel, o… algo así.

              Me arrodillé y agachando la cabeza intenté vislumbrar la causa del ruidillo…

          Parecía que algo se movía allí, no sé el qué, pero algo se movía, eso seguro; mascullé una maldición mientras pensaba en mi descuido al no haber cogido una linterna antes de subir; poco o nada iba a ver con aquella semi-oscuridad que no iluminaba nada; rezongando iba a levantarme para ir a buscar una luz cuando la que había en la escalera se apagó; y así me quedé, con cara de tonto, a medio levantar y no estando seguro de si al acabar de incorporarme me iba a dar un golpe en la cabeza con el techo, que allí se inclinaba peligrosamente…

          Me erguí despacio, con cuidado, he de reconocer que no me gusta demasiado la oscuridad; y mucho menos si estás en un lugar que no conoces demasiado; a lo que habría que añadir que aquel ruido, que ya no era ruidillo, iba in crescendo… no sé si el frío, el miedo, la indefensión en la que me encontraba, o qué… pero el caso es que mi cuerpo tiritó como si una corriente de aire helado me hubiera cogido en su seno…

          Quise gritar, pero… ¿para qué? estaba solo en la casa; nadie me iba a escuchar, pues nadie había en la calle a esas horas y el grosor de las paredes apagaría cualquier sonido, cualquiera menos aquel rasca-rasca amenazador, que crecía, me rodeaba, me parecía que subía en torno mío como envolviéndome… ¿correr? ¿hacia dónde?... lo más fácil era que me golpease con algún mueble o que cayese rodando por las escaleras…

          No sé si alguna vez os habéis encontrado en una situación límite en la que todo os da igual ya, en la que lo único que deseáis es que acabe de una vez, y que si ese final acaba también contigo… casi como que te da igual; así me encontraba yo en ese momento; no podía huir, o no quería, o no sabía… y, así, entré en una especie de sopor, de sueño, que apagó todos mis sentidos y en el que, finalmente…. descansé.”

 

          En ese momento la luna, que hasta entonces nos iluminaba, se fue apagando mientras unos negros nubarrones iban cubriendo el cielo; en nada de tiempo no podíamos ni distinguir las caras de los que teníamos a nuestro lado…

          -¿Habéis traído alguna linterna?

          -¿Para qué íbamos a traerla, con la luna que había?

          A la distancia se veían las luces que mal iluminaban las calles del pueblo, esas luces amarillentas de 40 watios que intentaban engañar a la oscuridad haciendo, si cabe, más ominosa la noche.

          -No os preocupéis, las nubes pasarán enseguida.

          -¿Tú crees?, pues yo creo que cada vez está más oscuro… ya no se ve ni una estrella.

          Era verdad, el cielo, que antes parecía un festival de luz, con sus galaxias, planetas, estrellas fugaces… se había convertido en un gran manchón de tinta espeso y amenazador; sólo faltaba el trueno para completar el escenario.

          -Pues nada, volvamos para el pueblo.

          -Pero… ¿nos vamos a marchar ahora, cuando la historia se puede poner más interesante?, antes no tenía gracia, pero ahora… sin luces, sin luna, ¡todo puede pasar!, ¿no os apetece… temblar un poquito?

          Mientras hablábamos vimos, o quizás sentimos, pues fue como si hubiéramos recibido una orden, algo que nos hizo volver la cabeza en dirección a la aldea… ¡las luces se habían apagado!, nada quedaba de las casas, de la mole oscura de la iglesia, de las raquíticas bombillas… era como si nos hubiéramos instalado dentro de un pozo, de un pozo estrecho y oscuro al que le hubieran tapado para impedir que nada ni nadie nos viera… instintivamente volví la cabeza hacia el lado contrario, hacia Villacastín, para comprobar que nada indicaba su situación; ni una luz, ni siquiera el trazo de los faros de un coche o de una moto, rompía la negrura del paisaje… si es que todavía había allí un paisaje.

          La sierra ya no se recortaba contra las luces de Madrid, o de Ávila y, hacia Segovia, parecía como si una mano hubiese extendido una manta que había cubierto todo punto de luz, toda señal de vida.

          Una lechuza ululó cerca, quizás dentro de la ermita…

          -No seáis graciosos, no me gusta nada que hagáis bromas.

          -Pero si sólo ha sido un búho, o una lechuza.

          -Pues nada, vamos bajando para el pueblo y allí ya veremos qué hacemos.

          -Si no se ve nada, nos vamos a matar tropezando con una piedra…

          -…O pisando una culebra.

          -¡No me hace ninguna gracia!

          Realmente, moverse en aquellas condiciones era un tanto peligroso; si ponías la mano delante de los ojos, no la veías; estábamos cerca unos de otros pero no nos veíamos; era irreal.

          -Cogeros de la mano, así no nos perdemos…

          -Sí, sí, por favor, démonos la mano…

          -El que vaya delante, con cuidado ¿eh?, a ver si nos vamos a caer.

          Que gran ocasión para aprovecharnos –pensaba alguno- ¿esta mano de quién será?.

          -¿Eres Merche?

          -No.

          -¿Quién eres?

          -¡Calla, a ver si nos vamos a matar!

          -¡Anda, que no tenéis miedo ni nada…! Si estamos al lado del pueblo, y somos nueve… ¿qué nos va a pasar?

          -No importa, yo lo que quiero es llegar a casa; no me gusta la oscuridad.

          De pronto, un trueno tremendo estalló sobre nuestras cabezas y un rayo, blanco y azul, iluminó, por un breve instante, el lugar por el que transitábamos…




          -¿Dónde estamos, qué es esto?

          -¡Cuidado que chocamos contra esos árboles!

          -¿Qué árboles?

          -¿Y esa pared?

          -¿Qué pared?

          Lo poco (o mucho) que pudimos ver en esos breves instantes nos dejó perplejos; estábamos a la vez dentro de la ermita y fuera (o eso nos pareció) ¿cómo habíamos entrado si íbamos en la dirección contraria? o ¿de dónde habían salido tantos árboles si entre nosotros y el pueblo apenas había dos o tres?

          -¡Estamos dentro de la ermita!

          -¡No!, ¡Ni mucho menos!, ¡Estamos fuera!, ¡No sé dónde, pero fuera!

          Se oyó un gemido.

          -Por favor, no llores…

          -¡Tengo miedo!

          -Pero… ¡si no pasa nada!, ¡lo único que ocurre es que no hay luz, pero nada más!

          -¿Nada más?

          Otro relámpago ilumino al grupo; desde fuera sólo éramos un montón de caras asustadas, ansiosas; alguno se cubría el rostro, otros miraban a su alrededor como si no entendieran qué era lo que veían…

          -Pero… ¿Dónde estamos?

          -¡En la ermita!, ¡está claro!, pero juraría que íbamos en la otra dirección…

          -¿Cómo hemos entrado?, no recuerdo haber abierto la puerta en ningún momento.

          -Será otro sitio.

          -¿Qué sitio?

          -Hay que salir de aquí; busquemos la puerta y desde allí sólo hay que ir rectos para llegar al pueblo.

          -¡Pues venga!, ¡a ver dónde está esa puerta!

          -Creo que la estoy viendo, ¡Seguidme!.

          Asidos de la mano, formando una cadena, fuimos desplazándonos lentamente, tanteando con los pies el suelo, no fuéramos a tropezar con alguna piedra o torcernos un pie con algún agujero…

          -Ya estamos, con cuidado no os deis un golpe con el marco.

          -¿Ya hemos pasado todos? ¿Jesús?

          -Sí, ya estamos todos fuera.

          -¿Estáis todos?

          -Creo que sí, ¿no?.

          -A ver… nombraros y así lo comprobamos.

          Estábamos todos, o eso parecía; comenzamos a bajar del cerro donde estaban las ruinas de la ermita; la noche continuaba oscura y espesa; nada había que nos señalase la situación exacta del pueblo, así como nada nos mostraba del lugar de donde veníamos.

          Paso a paso, lentamente, continuábamos la penosa marcha; no por la dificultad del terreno, no, que era más bien liso y sin piedras o zarzas que nos molestaran, era por la inseguridad que nos llevaba a sentir la humedad, producida por la ansiedad y el miedo, de las manos de compañeros.

          -¿Vamos bien?

          -Pues claro, vamos en línea recta, enseguida vamos a estar junto al árbol del Prao Roble y una vez allí…

          En ese mismo instante se iluminó todo de nuevo ante la descarga de otro rayo y el trueno nos ensordeció casi al mismo tiempo…

          Se oyó un grito angustioso y una blasfemia mientras alguien estalló en sollozos…

          -Pero… ¿qué broma es ésta?.

          -¡No!, ¡Otra vez no!

          -¡Por favor, por favor!

          -Tranquilizaos, por Dios; la oscuridad nos está jugando una mala pasada; sólo es que estamos andando en círculos…

          Esta vez no era uno sólo el que lloraba, y las maldiciones, los suspiros, el sentimiento de miedo, de pavor incluso, se fue adueñando del grupo.

          -¿Cómo hemos vuelto otra vez a la ermita?

          -¡Vamos a salir otra vez!, vamos a ir bien pegados unos a otros; cuando encontremos la puerta seguiremos en línea recta, aunque tengamos que ir más despacio; pero tenemos que asegurarnos que vamos rectos; ya que no podemos ver, intentaremos que el olor nos guíe; en la calleja que va al pueblo están los muladares… a ver si el olor a mierda nos señala el camino. ¡Venga, vamos fuera otra vez!

          Tanteamos las paredes hasta encontrar el vano de la puerta; una vez allí nos cogimos de las manos, con fuerza, con ansiedad, con miedo…

          Echamos a andar cuesta abajo, despacio, con cuidado, intentado que la brisa producida por la tormenta nos diera siempre en la cara… ¡sí, ahora sí!, el olor a los muladares nos pegaba en la nariz, ¡ya estábamos cerca!, el mal sueño iba a desaparecer, hasta nos parecía oir el ladrido de los perros avisando que alguien se acercaba a las casas…

          Y, de nuevo, el cielo se abrió, iluminando el paisaje que nos rodeaba…

          Nos dejamos caer, derrotados, gimiendo a nuestro pesar mientras las caras giraban intentando traspasar las tinieblas… ¡estábamos, otra vez, dentro de la ermita!.

……….

          A veces, en algunas noches de verano, cuando las estrellas de pronto se apagan como si una mano misteriosa las borrara del firmamento, a los que pasean por los alrededores de la ermita de San Cristóbal les parece oir voces, lamentos, como si dentro de la ermita hubiera alguien intentando buscar una salida de entre sus muros; si os paráis y permanecéis quietos, como formando parte de los árboles o de las cercas, os parecerá ver unas sombras que forman como una cadena humana saliendo y entrando de entre las paredes; a veces es sólo una sensación… pero yo me lo pensaría dos veces y huiría, luego, rápidamente del lugar pues… lo que pasó una vez, puede volver a pasar.

5 de enero de 2021

El monumento, en Madrid, a "Los últimos de Filipinas"

 

     Va a hacer, el próximo día 13, un año desde que se inauguró en Madrid una estatua en homenaje a “los últimos de Filipinas”, y traigo la noticia a estas páginas por lo que nos toca al ser uno de estos “últimos”, vecino y natural de nuestro pueblo, ya sabéis, Domingo Castro Camarena.



     El monumento está colocado en la plaza del Conde del Valle de Súchil, en pleno barrio de Chamberí; su autor es el escultor Salvador Amaya, sobre un boceto del pintor de temas militares Augusto Ferrer-Dalmau.



     Representa al teniente Martín Cerezo, uno de los jefes del destacamento español, pistola en mano, sobre un pedestal de más de 6 metros de altura y que pesa más de una tonelada; en dos de los laterales del pedestal aparecen los nombres de todos los soldados que participaron en el famoso asedio, de ahí el que este hecho aparezca en estas páginas dedicadas a las gentes y lugares de Aldeavieja.



     No voy a entrar en los oscuros intereses políticos a favor o en contra de la erección de este monumento, sólo considerar a tantos y tantos españoles de a pie que se vieron obligados a luchar por intereses colonialistas privados enmascarados en patriotismo; ellos son los auténticos héroes, no quienes les dirigieron ni les mandaron a luchar en lejanas tierras a defender no se sabe muy bien qué.