16 de abril de 2018

Leyendas de Aldeavieja: La ermita de la Luz (y VI)


          Agosto, el calor parecía que se retraía un poco a la caída del sol y Julián sentía que volvía a renacer; en dos días sería luna llena y podría, al fin, liberarse de aquella maldición ignominiosa que le impedía salir de los alrededores del pueblo si no era a costa de dolores insufribles por las noches.
          Su madre lo notó el mismo día que volvió de Ojos Albos.


          -¿Ves?, ya te lo decía yo; se te ve otra cara; seguro que la tía Micaela te lo va a arreglar, ¿a que sí?
          -Todo lo que esa mujer toca se arregla, es como una santa.
          Y aquella fe ciega de su madre se le había contagiado; lo primero que hizo fue enterarse de cuando sería la siguiente luna llena; se fue al tío Boni, que sabía muchos de todas esas cosas y éste, enseguida, le informó:
          -De aquí a dos semanas será llena, y además de las gordas, que en este mes de agosto salen unas lunas que parece que es de día.
          Y por más que su madre le preguntaba, o que el tío Boni intentaba sonsacarle, pues todo el mundo sabía que había ido a Ojos Albos a consultar a la tía Micaela, Julián callaba, sonreía y decía:
          -Cosas entre ella y yo.
          Y de ahí no había quien pudiera sacarle.
          Hasta se atrevió a mirar a la Teresilla de otro modo, un poco como diciéndole: “Mírame, ya estoy aquí” y la chica se reía y marchaba con las otras muchachas, el cántaro apoyado en la cadera, volviéndose de vez en cuando y riendo unas y otras con esa alegría que da la juventud, riendo sólo por el hecho de vivir y sintiéndose feliz sólo porque un chico la miraba.
          Julián se sabía la frase que debía de decir de memoria, de todos modos la había apuntado en una hoja del cuadernillo donde su madre señalaba los panes que debía a la Inocencia y que se pagarían al acabar el mes.
          Todo lo tenía preparado, el tarro, aún envuelto en el mismo trapo con que lo hiciera la tía Micaela, estaba guardado en el fondo del baúl donde su madre guardaba su ropa de invierno; hasta dentro de dos o tres meses nadie andaría en él y así, entre la ropa, estaba más protegido de golpes o caídas.
          Nada le faltaba, sólo le cabía esperar… y ya era muy poco lo que debía de hacerlo, y aún así… ¡qué largos se le estaban haciendo!.
          Por fin llegó el día, Julián estaba nervioso; por la mañana había acompañado a su padre a un pedazo de huerta que tenían por la parte de la Jarrera y, así, parecía que el tiempo se le iba pasando más rápido; pero no se podía quitar de la cabeza lo que tenía que hacer esa noche; repetía en su interior la frase que debía pronunciar, una y mil veces y, a ratos, se sacaba el pedazo de papel de un bolsillo y volvía a releerlo, creyendo que se había equivocado y que había cambiado una palabra por otra. Debía de tener mucho cuidado, no tendría una segunda oportunidad, ya se lo había avisado la tía Micaela; o lo hacía bien a la primera o… aunque seguro que todo eran suposiciones de la anciana, ¿qué podía pasar si se equivocaba? ¿que no se iba a borrar la marca?; ¿por qué no iba a poder tener una segunda ocasión? ¿qué sabía ella de las reglas en estas situaciones?; por otro lado… ¿por qué se iba a equivocar? ¿por qué lo iba a hacer mal? ; no era tan difícil… sólo estar allí esa noche, de rodillas ante el Cristo, decir aquellas palabras… ¡mejor las leería, así no habría error…! y estar desnudo, sin nada que tocara su piel, excepto el duro suelo… ¿y el papel? ¿podría tocar el papel? se decía que lo hacían con trapos viejos… ¡no podría coger el papel…! bueno, pero tenía la posibilidad de colocarlo encima de un candelabro, o de la urna y así, sin tocarlo, leerlo….
          Todo era dar vueltas a lo mismo… ¿y si…? ¿podría…? ¡el ungüento!, se olvidaba del ungüento…. no debía olvidarlo, ¡no podía! en cuanto llegase a casa lo sacaría del baúl y se lo echaría a un bolsillo de la chaqueta….
          Y así una y otra vez; al fin, pasó la mañana y volvieron a la casa para almorzar; era sábado y aquella noche habría baile en la plaza, como todos los sábados en verano; ya había visto, y oído, al tío Ventura y a su hijo, tocando la dulzaina y el tamboril mientras preparaban las piezas con que iban a amenizar la danza… ¿le daría tiempo de ir? .
          Todo llega… y también llegó la noche; Julián cenó con sus padres; comió poco, apenas un trozo de pan y algo de tocino acompañados de un vaso de vino, áspero y peleón, de Cebreros; su madre le miraba… pero no le dijo nada; sabía que esperaba algo y que ese algo ocurriría esa noche; y no porque su hijo se lo hubiera dicho, no, Julián no había abierto la boca en lo relativo a su problema desde que volvió de su visita a Ojos Albos; pero, a una madre no se le escapa nada de lo que les ocurre a sus hijos y la Luisa sabía cuándo debía preguntar y cuándo no… ¡y esa noche era de las que no!.
          Acabada la cena, salieron los tres a tomar “la fresca” a las piedras que tenían a la puerta de casa; corría una brisilla muy agradable, las estrellas peleaban por hacerse un sitio en el cielo y, de pronto, allá sobre la sierra, empezó a mostrarse la redonda faz de la Luna; amarillenta, casi naranja, se iba elevando sobre los picos de Navacerrada y mientras lo hacía, las estrellas iban desapareciendo como abriéndola camino y su cara se iba volviendo, poco a poco, blanca y plateada iluminando de forma fantasmal las copas de los árboles y los tejados de las casas.
          Una de esas noches gloriosas de verano en que hay una luz como si fuera de día, en que no hace calor y la brisa se agradece…. las calles huelen a la mies que se amontona en las eras y las chicharras se llaman unas a otras en monótona algarabía; de vez en cuando se ven pasar los murciélagos, como borrachos alados, persiguiendo su alimento y, más espaciosamente, cruza el cielo la blanca y pausada figura de una lechuza que se dirige a su particular coto de caza en el Valle.
          Por la altura de la Luna debían de ser las once, Julián la observó un instante, callado y serio y, de pronto, se levantó y despidiéndose de sus padres marchó en dirección a la plaza.
          -¿Dónde va este chico?; no le había visto tan callado desde hace mucho.
          -¡Déjalo, Tomás! irá al baile…
          -¡Quiá! ¡éste no va a bailar, si lo sabré yo!
          Al llegar a la plaza, Julián se desvió hacia la iglesia y se ocultó entre las sombras de los árboles para ver sin ser visto; ya iban llegando los mozos y las mozas deseosos de baile y alegría, ya se oía a Ventura y a su chico tocando a lo lejos, por la calle Angosta, dirigiéndose a la plaza y llevándose detrás a toda la muchachada que iban encontrando a su paso.
          Se palpó los bolsillos de la chaqueta, en uno sintió crujir un papel, en el otro acarició la forma lisa y dura del tarro donde se guardaba el ungüento; miró con algo de envidia la escena que se iba formando y dándola la espalda marchó hacia la ermita.
          Allí estaba, su forma oscura se recortaba contra la claridad de la luna, que veteaba sus tejas de un brillo plateado; se arrimó a la pared de la derecha, guarnecido un poco por la sombra que ofrecía y que le ocultaría de cualquier curioso que pudiera pasar, aunque eso era harto difícil, pues además de haber fiesta, la zona había cobrado una mala fama que impedía que nadie se acercase si no era por necesidad; comenzó a desnudarse, no quería hacerlo dentro por si, por mala suerte, caía alguna pieza mientras recitaba su conjuro y le tocaba, mejor no dar oportunidad a que algo malo pasase si se podía evitar.
          Por un instante sintió cómo la brisa acariciaba su cuerpo desnudo, hacía una noche espléndida, y recordó cuando iba con su madre a lavar y aprovechaban para bañarse en el arroyo y después secarse, en cueros, corriendo y jugando por los prados vecinos.
          Cogió el tarro y se extendió el ungüento sobre la palma de la mano derecha, cubriendo bien el grabado del eslabón y aquella cara satánica, lo dejó junto a su ropa sobre una piedra que hacía las veces de poyete y sosteniendo el papel con la frase que le había enseñado la tía Micaela abrió la puerta de la ermita y pasó a su interior.
          Comparada con la claridad exterior, la ermita estaba en una penumbra total, sólo rota por la luz de la Luna que entraba por la puerta; sus ojos tardaron un poco en acostumbrarse a aquella oscuridad, ahora distinguía el bulto de la urna en la que descansaba el Cristo yacente, la lamparilla de aceite que normalmente iluminaba la ermita estaba apagada…
          -¿Para qué diablos he traído el papel si aquí no se ve nada?, mejor saldré y lo dejaré fuera, no sea que…
          Julián volvió a salir y dejó la nota junto al montón de ropa pero, antes, le echó un último vistazo, aprovechando que la noche estaba tan clara y leyó:
          -“La luz me guía, a ti la sombra…. y la sombra desaparece con la luz… ¡vete!”
          -Sí, lo recordaré bien…
          Y volvió al interior.
          Se hincó de rodillas ante el Cristo, del que sólo se percibía un bulto oscuro, y cerrando los ojos dijo:
          -La luz me guía, a ti la sombra… y la sombra desaparece con la luz… ¡vete!
          En ese preciso instante todo se iluminó con un fogonazo que parecía proceder del Cristo, Julián se miró la mano, el grabado comenzaba a desaparecer… algo le hizo mirar al suelo y vio…. vio que estaba arrodillado sobre uno de aquellos mantelitos bordados que las mujeres ponían bajo los candelabros y las palmatorias… un grito salió de su boca a la vez que notaba como su cuerpo se desvanecía y su alma, su espíritu…. o lo que fuese, se introducía en otro ser…

……….

          A la mañana siguiente Luisa comprobó que Julián no había dormido en su cuarto; no había rastro de él; miró en el baúl de su ropa y comprobó que aquel tarro, que el chico había guardado con tanto misterio, ya no estaba… ya sabía ella que esa noche no había ido al baile, seguro que habría acudido a la ermita a realizar algo que le habría aconsejado la tía Micaela; pero… ya tendría que haber vuelto…
          Sin decirle nada a Tomás, se puso el pañolón a la cabeza y se encaminó a la ermita del Cristo; lo primero que vio fue la ropa de Julián amontonada sobre una piedra, a su lado el frasco del ungüento y un papel; sintió un pálpito en su interior, como si el corazón se diese la vuelta y llena de miedo se acercó a la puerta… y la abrió.
          Nada, nadie, dentro no había nadie, por una parte se tranquilizó un tanto, pues había temido ver a su hijo tendido en el suelo… ¡Dios sabe en qué estado…! Pero, por otra parte… ¿dónde estaba aquel chico?, ¿dónde iba a haber ido estando desnudo?.
          Miró a su alrededor, el suelo y las paredes de la ermita, nada; nada que indicase si su hijo había estado allí o si hubiese estado cualquier otra persona; sólo el Cristo, que la miraba con los ojos medio abiertos con un gesto que a ella le llenó de piedad; unos ojos llenos de miedo, llenos de súplica, llenos de….
          Aquella tensión pudo más que ella y cayó desvanecida, los ojos llenos de espanto y la boca abierta en un mudo alarido de horror.

……….

          -¡Madre, madre, mírame, soy yo!, ¡por favor, madre, soy Julián, mírame!

……….

          Con los años la ermita se derrumbó, pues nadie había querido a entrar a limpiar, a arreglar ni, por supuesto, a rezar; la talla del Cristo yacente quedó destrozada al caerle encima las vigas y los cascotes del techo; se edificó, en su lugar, una más pequeña y en ella, a falta de dinero, se puso, dentro de otra urna,  una talla de un Cristo crucificado, con su corona de espinas, cortado a la altura de la cintura; nunca se atrevieron a poner un auténtico Cristo yacente… y para librar a aquel lugar de toda influencia infernal, en lo alto del tejado colocaron una cruz de hierro, con los atributos de la pasión en los brazos, que es la que ahora, aún, podemos ver.

FIN

12 de abril de 2018

Leyendas de Aldeavieja: La ermita de la Luz (V)


          Ese mismo día, todo lo sucedido se supo en el pueblo; era la comidilla en la cola del caño y en la taberna, en el río entre las lavanderas y en las eras; todo el mundo daba su opinión y su consejo y hasta las “fuerzas vivas” hablaron de reunirse para ver de encontrar una explicación o una solución a aquellos sucesos tan extraños.


          Si antes iba poca gente a la ermita, ahora iba menos, bueno, mejor dicho, no iba nadie, y los lugareños, al pasar por el camino real y llegar frente a ella, se cambiaban de lado por estar lo más alejados posible de aquel foco de maldad; y todo ello a pesar de que el señor cura dijo, desde el púlpito, que aquel sitio era un lugar consagrado, y ninguna fuerza diabólica podía permanecer en él.
          Resucitaron, de nuevo, todas las viejas leyendas que había sobre la ermita; las historias de judíos, de moros, de embrujados y de brujas, de endemoniados y de muertos; y tal parecía que en el pueblo, sólo había habido historias de diablos y almas en pena.
          La misma arboleda, en la que se contaba que habitaba el trasgo, o demonio, que visitaba la ermita, era un lugar maldito al que nadie osaba acercarse.
          Julián tuvo que volver, al fin, al Alamillo; ya estaba restablecido (al menos, físicamente) y el amo le había mandado llamar; tenía que ir, si no quería perder su trabajo; así que, una mañana, enjaezó a “Lucero” y, por el camino del campo, cruzó la sierra y comenzó, otra vez, con sus faenas con las vacas y los caballos.
          Pero, desde la primera noche, algo extraño le ocurría: pasada la medianoche, o poco antes, comenzaba a sentir un hormigueo furioso en la mano derecha, un picor irresistible que le despertaba y que, al encender el candil, le mostraba la mano enrojecida y en la palma, como si quisiera salir de ella, la marca del eslabón palpitaba y parecía moverse… ya no sabía si eran sueños o era realidad, pero los ojos de aquella figura refulgían unos instantes, como echando chispas y su boca se abría y se cerraba como diciéndole unas palabras que, claro está, no llegaban nunca a sus oídos… después de eso, le era casi imposible volver a dormirse y pasaba el resto de la noche dando vueltas y temiendo que aquel escozor le volviera y aquella efigie volviera a mirarle con aquellos ojos inhumanos.
          El amo se percató de que Julián ya no rendía como antes, su cara reflejaba siempre un miedo y un cansancio que no era normal; sus compañeros que, al principio, se mofaban de él, ahora le rehuían y procuraban no mirarle, sobre todo cuando, al llegar la noche, le sentían despertarse y encender el candil… se daban media vuelta y se tapaban totalmente con las mantas, no queriendo ver cómo sufría, no fuera a contagiarles aquel demonio que, creían, le visitaba en la oscuridad.
          Julián tuvo que volverse al pueblo; el amo le dijo que cuando se restableciese de “aquello” volviera, que siempre tendría trabajo allí, pero que mientras siguiera con “aquello” no podía mantenerlo en su puesto, pues sus compañeros le evitaban y hasta se daba el caso de que las mismas bestias con las que trabajaba le soportaban malamente.
          Inexplicablemente, la primera noche que pasó en el pueblo durmió a pierna suelta, como si nunca lo hubiera hecho; su madre lo tuvo que llamar a las doce de la mañana siguiente, zarandeándole, por temor de que nunca fuera a despertar; Julián se levantó como nuevo, cansado todavía después de tantas noches de vigilia, pero con otro ánimo; la mano no le había molestado en ningún momento y aquello le llevaba a pensar que, quizás, aquel ser que habitaba en el eslabón, o en su mano, o en la arboleda, o donde fuera, le dejaba de molestar en cuanto había vuelto a su lugar de residencia… no podía ser de otra manera; cuanto más le daba vueltas a esa idea, más se daba cuenta de que debía de ser cierta; no obstante, pensó, con algo de miedo, que habría que esperar a pasar otras noches más, a ver si ocurría lo mismo: que no ocurriera nada.
          Después de comer salió a la calle, no se encontraba con fuerzas para encontrarse con sus amigos y que todos le preguntaran sobre su mano, sobre su trabajo, sobre el ser diabólico, sobre… y ¿qué les debía de decir? ¿acaso tendría respuestas a sus preguntas cuando no las tenía de las suyas propias?
          Salió por las traseras hacia el Barranco, tomó el camino que iba hacia Blascoeles con la intención de llegar a alguno de los prados y tenderse bajo la sombra fresca de los árboles y pensar… tenía mucho que pensar… ¿o… quizás no? ¿qué iba a sacar en claro de dar vueltas y vueltas a los mismos hechos, como hacía  desde semanas atrás? Sumido en estos pensamientos llegó a la altura de las piedras “eslizanderas”, unas niñas se dedicaban a lanzarse por el tobogán de piedra que miles de posaderas habían pulido desde tiempos inmemoriales, entre ellas las suyas; si todo fuese tan fácil como cuando se es niño…
          Se tendió bajo un fresno, la espalda apoyada en su tronco, y se miró la mano; allí, grabada a fuego estaba la imagen del eslabón, del maldito eslabón que en maldita hora descubrió en esa maldita ermita en la que una maldita noche se le ocurrió entrar…
          Estaba claro que aquello era algo diabólico, si no ¿cómo se entendía que aquello se grabara en su mano? ¿ cómo explicar la aparición y la desaparición de aquel eslabón infernal? ¿por qué le había estado vigilando todas las noches desde que había vuelto al Alamillo? ¿de qué le servían las explicaciones de don Enrique, o de don Marceliano o los cuentos del tío Boni?
          Aquello era desesperante; Julián reconoció que no iba a adelantar nada dándole vueltas en la cabeza a todas las cosas raras que le habían ocurrido, y, sin embargo, tenía que hacer algo; alguna cosa se podría hacer para acabar de una vez por todas con todo aquello; pero también entendió que a él solo le iba a ser muy difícil.
          Volvió a su casa, no quería estar fuera cuando fueran retornando sus paisanos de las tareas en los campos; su madre le vio entrar por la gran puerta trasera, de vieja y gastada madera, que daba al Barranco; daba de comer a los cerdos, un par de animales jóvenes a los que había que cebar para la matanza, mondas de patata, pan duro y algo de cebada eran devorados por aquellos gruñones.
          -¿Ya vuelves, Julián?
          -Ya estoy de vuelta, madre.
          -¿Dónde has ido?
          -Un paseo hasta los prados…
          -¿Qué va a ser de ti, hijo?; has perdido el trabajo, pierdes la salud día a día; no comes, vagas por ahí como un alma en pena, siempre callado, triste… ¿qué vas a hacer?
           -No lo sé, madre, no lo sé…
          -Yo que tú iba a ver a la tía Micaela, la de Ojos Albos, ya sabes… dicen que es un poco bruja… pero yo la he visto arreglar casos más raros que el tuyo, hijo; ¡dime que irás a verla! ¡hazlo por mi!
          -La haré caso, madre; total, no tengo nada que perder… y mal no me hará.
          Aquella noche, Julián volvió a dormir bien, sin sobresaltos, de un tirón; a pesar del temor a que le pasase lo que le ocurría cuando estaba en el Alamillo, parecía como si el estar en su pueblo, o el estar cerca de la ermita, confiriera una especie de paz o de tranquilidad a lo que fuera que tuviera dentro.
          Cuando despertó, y tal como le había prometido a su madre, preparó a su burro y poco después tomaba el camino de la sierra que, a través de Silla Jineta, le conduciría al cercano pueblo de Ojos Albos.
          Mientras se encaminaba hacia la aldea, Julián iba pensando en lo que sabía de la tía Micaela; era algo familia, como lo eran todos en los pueblos de alrededor, hermana de la madre de su padre… o algo así; era ya muy vieja, nunca se había casado y vivía de unas colmenas que cuidaba como a las niñas de sus ojos; se decía que era bruja y que hablaba con los animales; era verdad que era fácil sorprenderla diciendo cosas a los insectos mientras éstos se posaban en sus manos o libaban el polen de las flores que ella multiplicaba en su corral. Tenía fama de curandera y ella administraba, a quien se lo pidiera, remedios hechos con la miel que cosechaba o con cera o polen; nunca cobraba nada por sus favores; siempre con una sonrisa en la boca y una palabra amable y dulce para con todos los que se acercaban a ella; era, en fin, como una viejecita buena de los cuentos infantiles, pero con un punto de misterio que impedía a las gentes intimar con ella; tal vez porque el espacio entre la brujería y la curandería, la soledad y la bondad, el misterio y el esoterismo es muy estrecho y, a veces, son sólo la otra cara de la magia negra, el ocultismo y la brujería.
          Las mujeres se acercaban a ella cuando querían tener hijos y parecía que no podían; las enamoradas y los enamorados le pedían consejos y bebedizos para curar sus males; siempre se acudía a ella cuando se sospechaba que alguien había echado mal de ojo a alguno y también cuando se quería un remedio contra la fiebre, o el dolor menstrual o cuando el niño tenía lombrices y el médico no estaba o no se tenía el dinero suficiente para llamarle.
          En estas cosas iba pensando Julián cuando llegó al pueblo; no tuvo que adentrarse en él, pues la casa de la tía Micaela estaba al borde del camino, un poco separada de las demás  y al abrigo de una gran peña que se alzaba tras la vivienda como un guardián, protegiéndola de los aires y del frío.
          La encontró en el corral, ataviada con un delantal y un pañolón negro se ocupaba de regar los macizos de flores en los que zumbaban verdaderos enjambres de abejas; apenas había abierto la puerta cuando ella alzó la cabeza y le dedicó una sonrisa que parecía que llevaba dentro toda la serenidad y bondad del mundo.
          -¡Hombre, ya has venido, Julián! ¡has tardado bastante!
          -Buenos días tía Micaela….
          -Te esperaba desde hace una semana, pero… en fin, ¡ya estás aquí!
          -¿Cómo sabía que vendría?
          -Hijo, cuando se tiene mi edad y se sabe lo que pasa por los alrededores, y más un caso como el tuyo que está en boca de todos… se sabe que se termina por venir a visitar a esta pobre vieja.
          Dejando la botija con la que regaba en el suelo, le indicó a Julián un banco de piedra que estaba bajo un emparrado mientras ella se metía en la casa.
          Julián se sentó mirando con curiosidad aquel corral, no muy grande pero muy bien aprovechado, muy cuidado y en el que, realmente, se estaba muy a gusto.
          Al poco salió la dueña de la casa con una bandeja en la que reposaban dos vasos de grueso cristal llenos de aguamiel.
          -Enséñame esa mano, Julián.
          El mozo alargó la mano y la tía Micaela la tomó entre las suyas; pasó uno de sus rugosos dedos por encima de la marca del eslabón, se la acercó a los ojos para verla mejor y, finalmente, la soltó sobre la mesa.
          -El problema, o por lo menos parte de él, está en este grabado. En el momento en que se marcó en tu carne pasaste a formar parte, de alguna manera, de la sustancia del ser que te encontraste en la ermita y, está muy claro, no es un ser benévolo precisamente.
          -Entonces, si consiguiera borrarlo… ¿todo volvería a ser como antes?
          -Sí.
          -Y… ¿usted cree que habría alguna manera de hacerlo?
          -Casi nada es imposible, pero puede ser muy complicado y laborioso.
          -Haría cualquier cosa…. ¡Lo que fuera necesario!.
          -¡Escucha…! Te voy a dar una crema hecha de plantas que sólo yo conozco y te la extenderás por la palma de la mano; lo tendrás que hacer una noche de luna llena, dentro de una iglesia con culto y arrodillado a los pies de una imagen de un Cristo de la Buena Muerte, esto es… de un Cristo muerto, como el de la ermita donde te pasó todo; es más, para que te sea más fácil, podrá ser en la misma ermita…
          -¿Tan sólo eso?
          -¡No!, hay más.
          -¿Qué más?
          -No podrás decir nada de esto a nadie, ni padre, ni madre, ni amigos, ni cura… ¡ni nadie!
          -Eso está hecho!
          -Cuando lo hagas estarás desnudo, ni una sola prenda de vestir sobre ti, ni en contacto con tu piel… tal cual como cuando naciste; ni boina, ni abarcas, ni cinto, ni pañuelo…. ¡nada!
          -Entendido, como mi madre me echó al mundo.
          -Y dirás: “la luz me guía, a ti la sombra…. y la sombra desaparece con la luz… ¡vete!”
          -¿Algo más?
          -Nada más; pero…. ¡recuerda! Lo tendrás que hacer tal y como te he dicho; si no te acuerdas… ¡apúntalo en algún trozo de papel!.
          -Me acordaré.
          -Más te vale, pues en caso contrario….
          -¿Qué pasaría?
          -Realmente, no sé qué pasaría, pero yo no jugaría con esa posibilidad. ¡Hazlo como te he dicho y no te tendrás que preocupar de nada!
          -Lo haré.
          -¿Recordarás todo?
          -Lo recordaré.
           La anciana entró de nuevo en su casita y salió al poco llevando un tarro de vidrio que iba envolviendo en un trapo; se lo entregó al muchacho y le dijo:
          -¡Toma, ésta es el unguento que necesitas! ¡Vete con Dios!
          Julián se lo agradeció y saliendo del corral, guardó el tarro en las alforjas de ”Lucero”; luego, se subió al animal y volviéndose se despidió de la tía Micaela.
          -¡Adiós y gracias, tía! La recordaré en mis oraciones.
          -Anda muchacho, vete ya… y dale recuerdos a tu madre; dile a la Luisa que me acuerdo mucho de ella.

(continuará)

6 de abril de 2018

Leyendas de Aldeavieja: La ermita de la Luz (IV)


          Con algo de miedo, o de precaución, lo cogió de nuevo; estaba frío… ¿habría sido una alucinación suya? ¡no, categóricamente no!; allí, en sus dedos, estaban las marcas, las quemaduras que el eslabón le había producido cuando salió con él a la luz del sol… lo miró con más detenimiento… le dio la vuelta, aquellas volutas se habían convertido en una cara que le observaba… de los círculos que parecían ojos salía una luminiscencia que, le pareció, se movía con vida propia… y más abajo, una boca en forma de lágrima se abría como queriéndole decir algo…


          Arriba, en lo que sería el pelo o, mejor, una especie de tocado, había algo escrito… se lo acercó a los ojos… Julián no leía demasiado bien, pero sabía juntar las letras y, mal que bien, descifrar lo escrito….
          -Lux… lux regit… lux regit me, sí dice eso, ¿qué quiere decir?
          Pensativo le dio la vuelta, también allí la cara le miraba, como una invitación, y ¡sí!, también allí, arriba, había unas palabras…
          -Te…. Te umbra.
          -¿Qué querrá decir esto, serán latinajos como los que dice el cura?
          Julián se quedó pensativo… lo que le había pasado hacía un momento era real, tenía las marcas en los dedos para saberlo, pero… ¿cómo enseñar lo que había descubierto si no lo podía sacar?.
          -A veces parezco tonto –se dijo- iré a ver a don Marceliano y le convenceré para que venga aquí y lo vea.
          Satisfecho consigo mismo se enderezó, había dejado el eslabón donde lo había encontrado y, después de cerrar la puerta de la ermita, se dirigió a la plaza, hacia la casa rectoral.
          El sacerdote se encontraba preparando el sermón del domingo siguiente cuando Vicenta, su ama, le comunicó que Julián, el de la Tomasa, estaba en la puerta y preguntaba si el señor cura podía recibirle.
          -Dile que pase, a ver qué quiere ese zagal, luego seguiré pensando en este sermón.
          -¿Se puede, don Marceliano?
          -Pasa, Julián, pasa… ¿qué te trae por aquí?
          -Pues, mire… no sé cómo decirle…
          -Tú siempre por el principio, que es lo más fácil.
          -Tiene usted razón… pues… ya sabrá lo que me pasó en la ermita del Cristo…
          -Sí, ya me contaron.
          -Pues… resulta que hoy me he acercado para ver si encontraba algo que me explicase, un poco, lo que me pasó el otro día….
          -Y, claro, no has encontrado nada.
          -¡Que va!, ¡claro que he encontrado…! ¡mire usted estos dedos…!
          -Pero, ¡muchacho! ¿qué te ha pasado? ¿con que te has quemado?
          Y Julián refirió al señor cura lo que le había acaecido en la ermita con pelos y señales.
          -¿No habrás bebido?
          -¡Quiá! No soy de esos…
          -Pues… ¡nada! Espera que guarde estos papeles y me acerco contigo a ver que sacamos en limpio de todo esto…
          Allá fueron el cura y nuestro amigo, pasando por delante de la iglesia, santiguándose al pasar ante la cruz de piedra, y desde allí, subir la pequeña cuesta que llevaba al camino real y a la ermita.
          Al llegar, Julián abrió la puerta y entraron, los dos, en ella.
          -Mire aquí, don Marceliano, bajo la urna del Cristo… ¿lo ve?
          -Sí, dámelo.
          Julián se agachó y recogió el eslabón, que tendió de inmediato al cura.
          -Es una obra muy fina, no se ven muchos así…
          Lo sopesó, le dio la vuelta y, por último, se lo acercó a los ojos, para ver si descifraba lo escrito.
          -Lux regit me… y en el otro lado… te umbra…
          -¿Qué quiere decir, don Marceliano?
          -Pues…, si no me equivoco, esto dice: La luz me guía, y luego…. A ti la sombra.
          -La luz me guía, a ti la sombra… ¿a quién guía la luz? ¿qué luz? y… ¿la sombra? ¿qué sombra? ¿qué quiere decir?
          -Tranquilo Julián, tranquilo; ten paciencia… esto hay que pensarlo un poco.
          -Perdone, don Marceliano, es que me devoran los nervios…
          -Es seguro de que la luz es Dios y de que la sombra es el Diablo; creo que eso está fuera de toda duda; pero…
          -Ya sabía yo que habría algún pero.
          -Pero…., Julián, la pregunta es ¿a quién guía Dios, a quién el Diablo?; si es verdad que este eslabón es de la criatura que tú dices que viste aquella noche… parece ser que es a ese ser al que alude como guiado por el Diablo; por otro lado a quien guía Dios…. es a la propia luz, pues la luz, en sí, es buena, obra de Nuestro Señor,  para ahuyentar las tinieblas y la maldad…
          -¿Usted cree?
          -¡Dime, si no, qué es lo que quiere decir!
          -No… yo…. yo no sé.
          -Pues si tú no sabes, es que es lo que yo digo… ¡y no se hable más!
          -Lo que usted diga…
          -Como, si así por las buenas, nos lo intentamos llevar, nos puede pasar lo que a ti…vamos a hacer una cosa… nos vamos un momento a la iglesia a por el hisopo y la cruz, bendecimos este chisme maldito y, así, una vez bendito, quedará fuera de las garras del demonio y lo podremos estudiar fuera… o llevar al señor obispo, que de esto tiene que saber mucho más que nosotros.
          -Vamos…
          -¡No, tú no!
          -¿Yo no?
          -¡No!, tú te quedas aquí vigilando, no sea que alguien, o algo, venga, y se lleve el eslabón… tómalo y espérame…
          -¡Ah, no!, ¡eso no!, yo no me quedo aquí dentro solo con este chisme una vez que sabemos que es del diablo.
          -Serás…., vale, déjalo encima de la urna y sal fuera… te quedas junto a la puerta y no dejas entrar a nadie, ni siquiera a asomarse, ¿entendido?
-Vale, fuera sí que me quedo; pero, no tarde…
          Don Marceliano apretó el paso camino de la iglesia,  a esas horas estaría abierta, pues Jerónimo, el sacristán, solía ir a limpiar un poco el altar mayor y revisaba si en las pilas había agua y si había, en la sacristía, suficiente vino para la misa.
          -Sí que es un misterio, si es verdad lo que me ha contado Julián; pero tampoco te puedes fiar mucho de estos muchachos, pues les ves así, tan grandotes, tan fuertes, que parece que de un golpe van a tumbar una mula y luego… en cuanto oyen algún cuento de viejas, se vuelven como críos, miedosos y cobardicas…. Claro que… tampoco yo me he arriesgado a sacar el eslabón así, por las buenas, de la ermita, nunca se sabe… ante todo hay que ser precavido… que hombre avisado vale por dos… y no está de más bendecir algo que no sabemos muy bien qué puede ser… así que… no me voy a comparar yo, ahora, con ese mozo, que yo no soy cobarde… sino prudente…
          Así, con estos pensamientos, el bueno de don Marceliano bajó casi corriendo la cuestecilla que iba a la iglesia y como, efectivamente, la puerta estaba abierta, pasó sin dilación hasta la sacristía, donde recogió el hisopo y el acetre, comprobó que este último tenía agua y poniéndose la sobrepelliz con la estola de difuntos por encima, salió de nuevo sin mirar si Jerónimo estaba o no estaba.
          -No ha tardado usted nada.
          -Jerónimo ya estaba en la iglesia, así que sólo he tenido que recoger las cosas.
          -Pues, vamos dentro…
          Entraron, y cuando sus ojos se acostumbraron otra vez a la semi penumbra de la ermita, Julián fue a recoger el eslabón de donde lo había dejado.
          -No está donde le dejé…
          -Se habrá caído, quizás.
          Julián se puso a cuatro patas y miró por debajo de las andas que sostenían la urna; pasó la mano por el suelo, pero sus dedos no tocaban aquello que estaba buscando.
          -No está, don Marceliano, ¡no está!
          -Déjame ver.
          Y el sacerdote se agachó a su vez y miró por bajo del Cristo, sólo vio, al otro lado, la cara pasmada de Julián.
          -Aquí ha entrado alguien y se lo ha llevado.
          -¡Que no, señor cura! ¡que no me he movido de la puerta ni para mear, y eso que tenía ganas!.
          -Pues tú me explicarás…
          -¡No puedo explicar nada!
          -Las cosas no desaparecen solas.
          -Pues parece que algunas sí lo hacen.
          -Vas a decir que ha sido un milagro.
          -¡No, don Marceliano, eso no! Los milagros se producen para hacer algo bueno, y esto… no sé si es malo o bueno.
          -Pues si tú no te has movido de la puerta y nadie ha entrado… tiene que estar aquí dentro… en algún rincón. ¡Miremos otra vez!.
          Se echaron los dos al suelo de nuevo, mirando en todos y cada uno de los rincones  de la ermita…. goterones de cera, bichos muertos…. o no tan muertos, piedrecillas, un clavo, hasta un real encontraron, pero del eslabón ni rastro.
          Salieron los dos, pensativos y cabizbajos; el cura con su hisopo y los bajos de la sotana llenos de polvo, Julián con la mirada perdida y mirándose las manos…
          -Mi mano….
          -¿Qué le pasa a tu mano?
          -Me pica, tengo un escozor…
          -Te habrá picado alguna araña.
          -No creo… ¡mire!
          Y le enseñó la mano derecha, aquella con la que había cogido el eslabón…. Allí, en la palma, claramente, se veía el dibujo de volutas como si hubiera sido grabado a fuego.
          Una leve brisa se levantó en ese momento, alborotando un poco las hojas de los árboles cercanos, y algo, parecido a una risa, se fue oyendo, mientras parecía que se alejaba, en dirección a la arboleda.

(continuará)

1 de abril de 2018

Leyendas de Aldeavieja: La ermita de la Luz (III)


          Julián se alejó pensativo después de su charla con el tío Boni; sí, era cierto que éste le había contado las viejas historias que circularon sobre la ermita y las cosas raras que pudieron suceder en ella…. pero eso fue hace ya mucho tiempo; no es que no creyese en lo que le había contado, pero, en parte, le parecían cuentos de viejas, destinados a asustar a los niños o para contarlos en las noches de invierno, al calor de la lumbre, mientras el viento gemía entre las vigas de los altillos y las maderas del techo chirriaban con la humedad, el frío y los ratones.



          Decidió ir a ver al médico; don Enrique era un hombre de ciencia, un sabio,  y seguro que le explicaría, razonablemente, las cosas que pasaban y las que no pasaban; él le había cuidado y sabría el por qué y el cómo de las dolencias que le habían aquejado.
           Una vez tomada en su cabeza aquella decisión, encaminó sus pasos hacia la calle Segovia, donde tenía su domicilio el doctor y vería si tenía tiempo libre para explicarle las cosas.
          Don Enrique estaba sentado en el banco de piedra que estaba a un lado de la puerta de su casa; hojeaba un número de la “Gaceta de Avisos” atrasado cuando, al levantar la vista, se encontró con Julián que, de pie ante él, esperaba que acabase para poder preguntarle.
          -¡Hombre, Julián, cuánto bueno…! Qué, ¿ya estás bien?, ¿cómo te encuentras?
          -Pues ya muy mejorcito, don Enrique, ya me ve…
          -¿Te atreves ya a dar paseos por el pueblo?, ¡eso es bueno!, ¡anda, ven, siéntate a mi lado, que tampoco te conviene mucho estar ahí quieto, como un pasmarote!
          Julián obedeció, se quitó la boina que llevaba y se sentó a la izquierda del médico.
          -¿Te hace un cigarrillo?
          -¡Hombre, si se empeña!
          -No me empeño, pero, si lo quieres….
          -Le cogeré uno…
          -No sé si te gustará cómo los hago yo, le aprieto bien el tabaco para que dure…
          -Así estará bien, don Enrique.
          -Pues tú dirás…, porque no creo que hayas venido sólo a desearme buenas tardes.
          -Es usted un lince, don Enrique… pues en efecto, he venido para que me diga, si usted quiere, claro… para que usted me explique qué es lo que me ha pasado…
          -Me lo imaginaba.
          -Es que fue todo muy raro; y, luego, además, he estado con el tío Boni… y, ya sabe usted cómo es, me ha empezado a contar unas historias del tiempo de Maricastaña y… bueno, no las tengo todas conmigo, esa es la verdad.
          -¡Ya, claro!
          -….
          -Te diré la verdad, no tengo ni idea de qué es lo que te ha pasado… ¡bueno, por partes!, sé lo que te ha pasado: has estado inconsciente, te ha subido la fiebre y ésta te ha atacado tan fuerte que ha hecho que tu cuerpo, como si le hubieran dado una paliza, necesitara un montón de días para recuperarse; una vez que te ha bajado la fiebre (gracias a mis remedios, por supuesto) sólo has necesitado recuperar las fuerzas y… ¡nada más!
          -Vale.
          -Pero…. si me preguntas cual ha sido la causa de que perdieras la conciencia y de esa debilidad suma que te ha ocasionado…. Ahí me has pillado; ¡no tengo ni idea!, no tienes rastros de fiebres, ni de gripes, ni de infección alguna… nada que pueda haber sido el causante de todo lo que te ha ocurrido; está claro que hay una base emotiva, psicológica, ese susto o miedo que te ha atacado de repente y que ha acabado contigo en el suelo; si me preguntas si el agente de ese…pavor, ha sido sobrenatural… yo te diría que no, categóricamente, pues esas cosas, como fantasmas, aparecidos, muertos vivientes, brujas… o lo que sea… no existen…, o, por lo menos, yo no creo en ellas… pienso que puede haber habido un motivo, como te decía, psicológico; de la cabeza, vamos… y no quiero decir con eso que estés loco, ni mucho menos, pero que algo se te ha cruzado ahí dentro, en esa mollera tan dura que tienes, que ha hecho que vieras, o te pareciera ver algo… que te ha aterrado y que ha deshecho todas las defensas de tu organismo…
          -….
          -¿Me entiendes?
          -Creo que sí, pero… yo estaba bien y, sabe usted, yo tampoco creo en aparecidos y nada me da miedo…¡pachasco!, no vea usted en las noches oscuras, negras como boca de lobo, que paso en el Alamillo, yo solo vigilando el ganado, ¡que oyes hasta lo que no oyes!, y nada me ha asustado, nunca… pero, lo que sentí al entrar en la ermita y ver aquello…
          -¿Qué viste realmente, Julián?
          -No sé si se lo podré explicar…
          -Inténtalo.
          -Pues…. verá: al asomarme sólo divisé un bulto oscuro, agachado o arrodillado a un lado de la urna del Cristo, pegado a la pared de la derecha; se oía un ruido como de respiración entrecortada, como cuando uno está muy cansado y respira muy deprisa y haciendo mucho ruido y luego el raspar del eslabón contra el pedernal, las chispas que saltaban y, de pronto, la llama prendiendo la yesca…. Aquel ser debió de oírme, o de sentirme, más bien, pues yo estaba paralizado por la sorpresa y el temor… no había hecho ni el ruido que puede hacer un ratón al correr por el campo… al resplandor del fuego pude verle… aún hoy me estremezco al recordarlo, era una cara pálida, redonda, con los ojos saltones de un intenso color amarillo y sus pupilas…. sus pupilas eran una franja vertical negra, como la de las víboras…. Abrió la boca, no sé si como amenaza o por la sorpresa de verme, y pude vislumbrar sus dientes, grandes y afilados, como los de un gato montés y luego sonó su voz…. un chirrido agudo, como el silbido de una culebra pero más fuerte, más fuerte, que penetró en mis oídos, en mi cabeza, llenándola, oprimiendo mis sesos, que me dolían como si me fueran a estallar y, entonces, perdí la conciencia, y caí…
          -¡Ya…!, Julián, yo, explicarte tus dolencias sí sé…., pero, explicarte lo que viste… eso, eso sí que no puedo hacerlo; no tienes marcas, ni señales de golpes, ni de lucha, ni nada extraño en tu cuerpo; no sé qué decirte sobre lo demás.
          -Gracias de todas maneras, don Enrique, no sabe el bien que me ha hecho el poder contar lo que me pasó a alguien, alguien que no me mire como si estuviera loco, o que se ría de mí…
          -No me puedo reir, Julián, no puedo porque no puedo explicar qué es lo que te ha pasado.
          -Bueno, me acercaré a la ermita, a ver si al volver allí, veo las cosas más claras… o más oscuras. Hasta luego, don Enrique.
          -¿Quieres que vaya contigo?
          -No, ahora no; hoy quiero ir solo… si necesito algo, ya se lo diría; adiós don Enrique.
          -Adiós Julián…. y…. ¡suerte!
          Julián se encaminó hacia el camino real, no quiso cruzar la plaza, ni dejarse ver por la gente que por allí pudiera estar y cogió la calle del Rodeo; dejó a su izquierda el cementerio nuevo, y después de pasar por delante del camino que iba al Cubillo y a la sierra se dirigió hacia la ermita con paso lento.
          Enseguida llegó, todavía no había nadie en las eras cercanas, a uno y otro lado del camino y echando un último vistazo hacia el pueblo, a las mozas que llenaban sus cántaros en la fuente y a los viejos que, sentados en los bancos de piedra, tomaban el sol, se acercó a la puerta.
          Estaba abierta, como siempre, la luz que entraba dejaba ver al Cristo muerto dentro de la urna de cristal, una urna que había regalado uno de aquellos indianos que habían vuelto de las Américas forrados de dineros; una pequeña lamparilla, en un platillo con aceite, iluminaba escasamente, mudo testigo de la soledad de la ermita; casi nunca había nadie, sólo cuando alguien enfermaba de gravedad, venían las mujerucas a encender velas al Cristo yacente, rogando por una buena muerte o, mejor, por una milagrosa curación; sólo en esas ocasiones o cuando en Semana Santa venían para sacar la imagen en procesión, se alegraba la estancia con la gente… si no, era una ermita triste, ante la que se santiguaban los viajeros cuando pasaban ante ella y poco más.
          Se acercó al Cristo, los ojos cerrados, la boca entreabierta, la sangre que resbalaba por su frente en grandes goterones… a Julián le pareció más triste y más fúnebre que nunca; la palidez cadavérica del rostro… el cuerpo estaba tapado por unos lienzos blancos primorosamente bordados, quizás ya un poco sucios del polvo que, a pesar de la urna, se filtraba.
          Luego miró, por vez primera, al rincón donde había visto la aparición… a la derecha de la talla; se acercó, se puso de rodillas para mirar mejor y comprobar si había quedado huella de su estancia allí… quizás, quizás aquello parecía una huella de un pie descalzo…, quizás… o quizás no… ¿qué era aquello que asomaba bajo las andas que soportaban la imagen?; se agachó, era algo metálico, no sabía qué hacer… por fin, alargó la mano y lo cogió, estaba frío, era un eslabón…
          Se incorporó y examinó el objeto; era un eslabón de acero, fabricado con delicadeza, llevaba unas volutas que formaban como flores para sostenerlo y, luego, junto a la parte que se aplicaba al pedernal, gastada por el uso, le pareció ver una inscripción.
          Con él en la mano salió fuera, para examinarlo a la luz; apenas había dado un paso fuera de la ermita, cuando un rayo de sol incidió en el metal del eslabón, se vio como un resplandor que le cegó momentáneamente, algo le abrasó los dedos como si los hubieran tocado con un hierro candente y el eslabón desapareció como si nunca hubiera estado allí.
          Se miró la mano asustado, le dolía, incrédulo comprobó que en la palma estaban grabadas, como a fuego, las volutas que adornaban al eslabón; miró a su alrededor, movió con los pies la hierba que crecía en el suelo… nada, no estaba allí; se agachó, mirando con cuidado, no podía estar muy lejos; tenía que haber caído por allí, cerca, en torno suyo… pero no estaba, por más que miró siguió sin verlo.
          Se irguió, algo en su interior le decía dónde estaba, se dio la vuelta y penetró de nuevo en la ermita; la penumbra le impidió ver nada después de estar a pleno sol, cuando su vista se acostumbró se agachó, y sí, allí estaba el eslabón, bajo la urna, en el mismo sitio de donde lo había recogido un momento antes.

(continuará)