16 de abril de 2018

Leyendas de Aldeavieja: La ermita de la Luz (y VI)


          Agosto, el calor parecía que se retraía un poco a la caída del sol y Julián sentía que volvía a renacer; en dos días sería luna llena y podría, al fin, liberarse de aquella maldición ignominiosa que le impedía salir de los alrededores del pueblo si no era a costa de dolores insufribles por las noches.
          Su madre lo notó el mismo día que volvió de Ojos Albos.


          -¿Ves?, ya te lo decía yo; se te ve otra cara; seguro que la tía Micaela te lo va a arreglar, ¿a que sí?
          -Todo lo que esa mujer toca se arregla, es como una santa.
          Y aquella fe ciega de su madre se le había contagiado; lo primero que hizo fue enterarse de cuando sería la siguiente luna llena; se fue al tío Boni, que sabía muchos de todas esas cosas y éste, enseguida, le informó:
          -De aquí a dos semanas será llena, y además de las gordas, que en este mes de agosto salen unas lunas que parece que es de día.
          Y por más que su madre le preguntaba, o que el tío Boni intentaba sonsacarle, pues todo el mundo sabía que había ido a Ojos Albos a consultar a la tía Micaela, Julián callaba, sonreía y decía:
          -Cosas entre ella y yo.
          Y de ahí no había quien pudiera sacarle.
          Hasta se atrevió a mirar a la Teresilla de otro modo, un poco como diciéndole: “Mírame, ya estoy aquí” y la chica se reía y marchaba con las otras muchachas, el cántaro apoyado en la cadera, volviéndose de vez en cuando y riendo unas y otras con esa alegría que da la juventud, riendo sólo por el hecho de vivir y sintiéndose feliz sólo porque un chico la miraba.
          Julián se sabía la frase que debía de decir de memoria, de todos modos la había apuntado en una hoja del cuadernillo donde su madre señalaba los panes que debía a la Inocencia y que se pagarían al acabar el mes.
          Todo lo tenía preparado, el tarro, aún envuelto en el mismo trapo con que lo hiciera la tía Micaela, estaba guardado en el fondo del baúl donde su madre guardaba su ropa de invierno; hasta dentro de dos o tres meses nadie andaría en él y así, entre la ropa, estaba más protegido de golpes o caídas.
          Nada le faltaba, sólo le cabía esperar… y ya era muy poco lo que debía de hacerlo, y aún así… ¡qué largos se le estaban haciendo!.
          Por fin llegó el día, Julián estaba nervioso; por la mañana había acompañado a su padre a un pedazo de huerta que tenían por la parte de la Jarrera y, así, parecía que el tiempo se le iba pasando más rápido; pero no se podía quitar de la cabeza lo que tenía que hacer esa noche; repetía en su interior la frase que debía pronunciar, una y mil veces y, a ratos, se sacaba el pedazo de papel de un bolsillo y volvía a releerlo, creyendo que se había equivocado y que había cambiado una palabra por otra. Debía de tener mucho cuidado, no tendría una segunda oportunidad, ya se lo había avisado la tía Micaela; o lo hacía bien a la primera o… aunque seguro que todo eran suposiciones de la anciana, ¿qué podía pasar si se equivocaba? ¿que no se iba a borrar la marca?; ¿por qué no iba a poder tener una segunda ocasión? ¿qué sabía ella de las reglas en estas situaciones?; por otro lado… ¿por qué se iba a equivocar? ¿por qué lo iba a hacer mal? ; no era tan difícil… sólo estar allí esa noche, de rodillas ante el Cristo, decir aquellas palabras… ¡mejor las leería, así no habría error…! y estar desnudo, sin nada que tocara su piel, excepto el duro suelo… ¿y el papel? ¿podría tocar el papel? se decía que lo hacían con trapos viejos… ¡no podría coger el papel…! bueno, pero tenía la posibilidad de colocarlo encima de un candelabro, o de la urna y así, sin tocarlo, leerlo….
          Todo era dar vueltas a lo mismo… ¿y si…? ¿podría…? ¡el ungüento!, se olvidaba del ungüento…. no debía olvidarlo, ¡no podía! en cuanto llegase a casa lo sacaría del baúl y se lo echaría a un bolsillo de la chaqueta….
          Y así una y otra vez; al fin, pasó la mañana y volvieron a la casa para almorzar; era sábado y aquella noche habría baile en la plaza, como todos los sábados en verano; ya había visto, y oído, al tío Ventura y a su hijo, tocando la dulzaina y el tamboril mientras preparaban las piezas con que iban a amenizar la danza… ¿le daría tiempo de ir? .
          Todo llega… y también llegó la noche; Julián cenó con sus padres; comió poco, apenas un trozo de pan y algo de tocino acompañados de un vaso de vino, áspero y peleón, de Cebreros; su madre le miraba… pero no le dijo nada; sabía que esperaba algo y que ese algo ocurriría esa noche; y no porque su hijo se lo hubiera dicho, no, Julián no había abierto la boca en lo relativo a su problema desde que volvió de su visita a Ojos Albos; pero, a una madre no se le escapa nada de lo que les ocurre a sus hijos y la Luisa sabía cuándo debía preguntar y cuándo no… ¡y esa noche era de las que no!.
          Acabada la cena, salieron los tres a tomar “la fresca” a las piedras que tenían a la puerta de casa; corría una brisilla muy agradable, las estrellas peleaban por hacerse un sitio en el cielo y, de pronto, allá sobre la sierra, empezó a mostrarse la redonda faz de la Luna; amarillenta, casi naranja, se iba elevando sobre los picos de Navacerrada y mientras lo hacía, las estrellas iban desapareciendo como abriéndola camino y su cara se iba volviendo, poco a poco, blanca y plateada iluminando de forma fantasmal las copas de los árboles y los tejados de las casas.
          Una de esas noches gloriosas de verano en que hay una luz como si fuera de día, en que no hace calor y la brisa se agradece…. las calles huelen a la mies que se amontona en las eras y las chicharras se llaman unas a otras en monótona algarabía; de vez en cuando se ven pasar los murciélagos, como borrachos alados, persiguiendo su alimento y, más espaciosamente, cruza el cielo la blanca y pausada figura de una lechuza que se dirige a su particular coto de caza en el Valle.
          Por la altura de la Luna debían de ser las once, Julián la observó un instante, callado y serio y, de pronto, se levantó y despidiéndose de sus padres marchó en dirección a la plaza.
          -¿Dónde va este chico?; no le había visto tan callado desde hace mucho.
          -¡Déjalo, Tomás! irá al baile…
          -¡Quiá! ¡éste no va a bailar, si lo sabré yo!
          Al llegar a la plaza, Julián se desvió hacia la iglesia y se ocultó entre las sombras de los árboles para ver sin ser visto; ya iban llegando los mozos y las mozas deseosos de baile y alegría, ya se oía a Ventura y a su chico tocando a lo lejos, por la calle Angosta, dirigiéndose a la plaza y llevándose detrás a toda la muchachada que iban encontrando a su paso.
          Se palpó los bolsillos de la chaqueta, en uno sintió crujir un papel, en el otro acarició la forma lisa y dura del tarro donde se guardaba el ungüento; miró con algo de envidia la escena que se iba formando y dándola la espalda marchó hacia la ermita.
          Allí estaba, su forma oscura se recortaba contra la claridad de la luna, que veteaba sus tejas de un brillo plateado; se arrimó a la pared de la derecha, guarnecido un poco por la sombra que ofrecía y que le ocultaría de cualquier curioso que pudiera pasar, aunque eso era harto difícil, pues además de haber fiesta, la zona había cobrado una mala fama que impedía que nadie se acercase si no era por necesidad; comenzó a desnudarse, no quería hacerlo dentro por si, por mala suerte, caía alguna pieza mientras recitaba su conjuro y le tocaba, mejor no dar oportunidad a que algo malo pasase si se podía evitar.
          Por un instante sintió cómo la brisa acariciaba su cuerpo desnudo, hacía una noche espléndida, y recordó cuando iba con su madre a lavar y aprovechaban para bañarse en el arroyo y después secarse, en cueros, corriendo y jugando por los prados vecinos.
          Cogió el tarro y se extendió el ungüento sobre la palma de la mano derecha, cubriendo bien el grabado del eslabón y aquella cara satánica, lo dejó junto a su ropa sobre una piedra que hacía las veces de poyete y sosteniendo el papel con la frase que le había enseñado la tía Micaela abrió la puerta de la ermita y pasó a su interior.
          Comparada con la claridad exterior, la ermita estaba en una penumbra total, sólo rota por la luz de la Luna que entraba por la puerta; sus ojos tardaron un poco en acostumbrarse a aquella oscuridad, ahora distinguía el bulto de la urna en la que descansaba el Cristo yacente, la lamparilla de aceite que normalmente iluminaba la ermita estaba apagada…
          -¿Para qué diablos he traído el papel si aquí no se ve nada?, mejor saldré y lo dejaré fuera, no sea que…
          Julián volvió a salir y dejó la nota junto al montón de ropa pero, antes, le echó un último vistazo, aprovechando que la noche estaba tan clara y leyó:
          -“La luz me guía, a ti la sombra…. y la sombra desaparece con la luz… ¡vete!”
          -Sí, lo recordaré bien…
          Y volvió al interior.
          Se hincó de rodillas ante el Cristo, del que sólo se percibía un bulto oscuro, y cerrando los ojos dijo:
          -La luz me guía, a ti la sombra… y la sombra desaparece con la luz… ¡vete!
          En ese preciso instante todo se iluminó con un fogonazo que parecía proceder del Cristo, Julián se miró la mano, el grabado comenzaba a desaparecer… algo le hizo mirar al suelo y vio…. vio que estaba arrodillado sobre uno de aquellos mantelitos bordados que las mujeres ponían bajo los candelabros y las palmatorias… un grito salió de su boca a la vez que notaba como su cuerpo se desvanecía y su alma, su espíritu…. o lo que fuese, se introducía en otro ser…

……….

          A la mañana siguiente Luisa comprobó que Julián no había dormido en su cuarto; no había rastro de él; miró en el baúl de su ropa y comprobó que aquel tarro, que el chico había guardado con tanto misterio, ya no estaba… ya sabía ella que esa noche no había ido al baile, seguro que habría acudido a la ermita a realizar algo que le habría aconsejado la tía Micaela; pero… ya tendría que haber vuelto…
          Sin decirle nada a Tomás, se puso el pañolón a la cabeza y se encaminó a la ermita del Cristo; lo primero que vio fue la ropa de Julián amontonada sobre una piedra, a su lado el frasco del ungüento y un papel; sintió un pálpito en su interior, como si el corazón se diese la vuelta y llena de miedo se acercó a la puerta… y la abrió.
          Nada, nadie, dentro no había nadie, por una parte se tranquilizó un tanto, pues había temido ver a su hijo tendido en el suelo… ¡Dios sabe en qué estado…! Pero, por otra parte… ¿dónde estaba aquel chico?, ¿dónde iba a haber ido estando desnudo?.
          Miró a su alrededor, el suelo y las paredes de la ermita, nada; nada que indicase si su hijo había estado allí o si hubiese estado cualquier otra persona; sólo el Cristo, que la miraba con los ojos medio abiertos con un gesto que a ella le llenó de piedad; unos ojos llenos de miedo, llenos de súplica, llenos de….
          Aquella tensión pudo más que ella y cayó desvanecida, los ojos llenos de espanto y la boca abierta en un mudo alarido de horror.

……….

          -¡Madre, madre, mírame, soy yo!, ¡por favor, madre, soy Julián, mírame!

……….

          Con los años la ermita se derrumbó, pues nadie había querido a entrar a limpiar, a arreglar ni, por supuesto, a rezar; la talla del Cristo yacente quedó destrozada al caerle encima las vigas y los cascotes del techo; se edificó, en su lugar, una más pequeña y en ella, a falta de dinero, se puso, dentro de otra urna,  una talla de un Cristo crucificado, con su corona de espinas, cortado a la altura de la cintura; nunca se atrevieron a poner un auténtico Cristo yacente… y para librar a aquel lugar de toda influencia infernal, en lo alto del tejado colocaron una cruz de hierro, con los atributos de la pasión en los brazos, que es la que ahora, aún, podemos ver.

FIN

No hay comentarios:

Publicar un comentario