10 de noviembre de 2018

Aldeavieja, Leyendas: La Cruz del Majano


          La Cruz del Majano… ¿quién no ha oído hablar de ella? hay, todavía, una zona, allá en la linde con Blascoeles, que se denomina así: Cruz del Majano; ¿por qué ese nombre? Majano es un montón de piedras que se ha ido formando al apilar en un sitio determinado las que se quitan de los campos, y sirve para delimitar, normalmente, las lindes de un municipio o de una provincia; eso es un majano; y allí, en aquel sitio se colocó, allá por el siglo XVII, una cruz y, alrededor de ella, se fueron amontonando las piedras que se quitaban de los campos de labor.


          ¿Qué fue de la cruz?, parece ser que, en algún momento, estando medio en ruinas, fue llevada a Blascoeles y allí se conserva en la zona ajardinada que rodea su iglesia parroquial.
          Lo que se conoce menos es una historia, una historia de tragedia y desamores, que está relacionada con aquel lugar, allá en el camino que desde Aldeavieja va hacia la antigua ermita de san Miguel de Cardeña.
          Había un labrador, llamémosle Ramón, que vivía en la calle Amargura, en una de las casas últimas del pueblo por aquella zona; era una vivienda humilde, de una planta, hundida, como lo eran entonces casi todas, en la tierra, con las ventanas a ras de suelo y un pequeño corral con una cuadra, donde pasaba las noches una pareja de asnos y una pocilga donde, en la primavera, un par de gorrinos se cebaban para servir de matanza a finales del año.
          Ramón tenía una esposa, Juana, y una hija, Herminia y, ambas, le ayudaban en los quehaceres de la recolección y en el cuidado de los animales; no tenían mucho pero, lo que tenían, les sobraba y bastaba para vivir de una manera honesta y suficiente.
          Una mañana, allá por el mes de julio, Ramón despertó a su hija y los dos marcharon, con el sueño aún en los ojos, hacia una tierra que tenían en el camino al Cardeña, pues ya los trigos estaban dorados y había que segarla; casi justo cuando el sol asomaba por las cumbres de Guadarrama ellos empezaban, surco a surco, a cortar la mies ya madura; iban dejando los manojos en tierra para luego ir formando los haces y no pararon más que para secarse el sudor y beber un trago del botijo rojo que habían traído con ellos hasta que, a lo lejos, sonaron las campanadas del Ángelus, que señalaba el mediodía.
          -Parece que madre tarda con el almuerzo.
          -Estará al caer, ya sabes que es puntual como la noche; siempre llega… y a su hora.
          -Creo que allá se la ve, ¿no es ella, padre?
          -Creo que sí, esos andares sólo pueden ser suyos.
          Y allí, de pie, cansados de la dura faena de toda la mañana, Ramón y su hija, esperaron a que la mujer llegase con el capacho en el que les traía el almuerzo.
          A la sombra de una zarza que crecía junto al camino dieron buena cuenta de lo que Juana les había llevado: pan, torreznos, queso y una botella de clarete para ayudar a que la comida bajase bien; como postre unas manzanas, pequeñas y amarillas recién cogidas del arbolillo que crecía en un rincón del corral.
          Y así un día y otro; la tierra se iba aclarando y los haces de mies se agrupaban junto al borde del camino para, después, ir a recogerlos con el carro; pero, por la noche, había que vigilar, estar atentos, dormir junto a lo segado, no fuera que llegase alguien a “cosechar” aquello que tanto esfuerzo les había costado.
          Herminia recordaba aquellos días con un cierto cariño y nostalgia, pues, desde muy pequeña, había acompañado a su padre a las tierras para ayudarle, bien espigando, o llevando ella el almuerzo que su madre preparaba o, como ahora, en la dura faena de la siega; pero, era en la época de la roturación, cuando araban las tierras, a la que más se iba la cabeza de Herminia cuando se introducía en aquella ensoñación en la que recordaba sus momentos más felices, cómo iba detrás de su padre y del borriquillo cuando abrían la tierra con la reja y cómo, ella, iba recogiendo las piedras que salían en el surco y las iba llevando fuera, a la linde, a aquel montón ingente que se había ido formado a lo largo de loa años, en aquel lugar donde se dividía el término y las tierras pasaban a ser de Blascoeles.
          Aquel montón que había ido creciendo y creciendo y que ahora se formaba alrededor de una cruz de madera formada por dos gruesos troncos clavados y atados que había sido colocada allí, según decía su padre, por el abuelo Teófilo y a la que miraban cuando empezaban la faena santiguándose con la cabeza baja.
          Una de aquellas noches de verano en que el aire huele a vida y la luna ilumina con esa claridad blanca y perfecta todas y cada una de las hojas de un árbol o las tejas de una casa o los pensamientos de una muchacha… Herminia salió de su casa rumbo a la tierra del Majano; iba a quedarse aquella noche guardando la cosecha recién segada mientras su padre volvía al pueblo y cenaba; más tarde él mismo volvería y la zagala retornaría a casa con su madre.
          -Buenas noches, padre, ya se puede ir usted, que la cena le está esperando.
          -Buenas noches, hija…. ¿no te da reparo quedarte sola?
          -Hay buena luna; es como si fuera de día; marche usted sin cuidado.
          -Vale, procuraré no entretenerme demasiado.
          -¡Vaya con Dios, padre, y no se preocupe!
          Y allí quedó Herminia, sola, sentada sobre el montón de piedras, bajo la sombra que la luna llena había formado de la cruz de madera; vio alejarse a su padre por el camino que, aquella noche, parecía de plata; las chicharras habían comenzado su concierto nocturno y, de vez en cuando, el ulular de las lechuzas llegaba desde algún árbol lejano.
          -¿Qué sería de su vida?- se preguntaba la muchacha recordando el último domingo en el que, a los sones del tambor y de la dulzaina, había bailado con Antonio, el de la Milagros, y se habían mirado a los ojos en una muda promesa de amor; ¿sería él su futuro?, comentándoselo a la Tere, su amiga le había asegurado que también a él se le iban los ojos, y las manos, tras ella; que no se apurase, que aquello era seguro, que Antonio bebía los vientos por ella.
          Pensando en estas cosas miraba a la luna, grande, hermosa, que parecía que, desde allá arriba, le sonreía y le aseguraba todos y cada uno de los sueños que se iban formando en su cabeza…
          De pronto le pareció oir un ruido, como de pisadas cautas, como si alguien se acercase despacio, parándose, volviendo a echar a andar y… sí, se acercaban; con el corazón en un puño bajó de su asiento y se escondió tras la cruz… ¿sería Antonio, que sabía que estaba allí sola e iba a hacerle compañía? ¿quizás algún animal extraviado?. Forzó la vista en el camino, un bulto se acercaba y, efectivamente, era una persona… un hombre… bajo una camisa blanca que resplandecía a la luz de la luna dos piernas oscuras se movían en su dirección….
          -¿Antonio? – susurró con voz queda mientras el corazón le latía con fuerza.
          Herminia sólo escuchó una risa ahogada antes de sentir como unos brazos fuertes la sujetaban y la tendían en el suelo; después….nada más que oscuridad…
……….
          Ramón caminaba despacio, sin prisa, la noche era cálida y el aire traía aromas de tomillos y de mejorana; sentía en la boca el sabor del café de puchero que había tomado antes de salir de casa, acompañado de una copita de aguardiente; Herminia le estaría esperando para volverse a la casa y dormir; no sabía que habría hecho con la cosecha si la chica no le hubiera ayudado como lo había hecho; era casi tan buena como un hombre… -si hubiera sido un chico….-, se decía, -no habría habido otro como él-.
          Cuando llegó a la altura de la cruz, llamó:
          -¡Herminia, Herminia! ¿dónde te has metido, chica? ¡venga! ¡que madre te está esperando para acostarse….!
          Ni rastro de la muchacha, por más que llamó y llamó no obtuvo respuesta.
……….
          No se volvió a saber nada de la joven, no apareció por ningún lado, ni viva ni muerta; Ramón y su mujer revolvieron el cielo con la tierra, pero nada ni nadie les supo dar respuesta a sus preguntas, a sus lamentos, a sus lágrimas… algo la tenía que haber pasado, ella no se iba a haber ido así, sin más ni más, sin decirles nada.
……….
          Años después, cuando los vecinos del pueblo decidieron cambiar aquella cruz de madera por una de piedra y retiraron las piedras que formaban el majano, vieron, con horror y espanto, unos huesos cubiertos por unas destrozadas ropas de mujer y alguien, de entre los más viejos, recordó la historia de aquella muchacha, Herminia, que desapareció una noche de verano junto a aquellas piedras.
……….
          Durante muchos años, algunos dicen que aún ocurre, se oyó (o puede que se sigan oyendo),  ruidos como de gemidos, de sollozos al pasar, de anochecida, por el lugar donde estuvo la cruz; allí donde una muchacha soñó con su futuro porque no sabía que no tendría ninguno.

6 de agosto de 2018

Leyendas de Aldeavieja: Bares y Tabernas.


          Llevo un tiempo dándole vueltas en la cabeza a la idea de escribir sobre los bares y tabernas que he conocido en Aldeavieja y me salen un total de ocho establecimientos que, durante más o menos tiempo, han recibido ese nombre; los lugares en los que se podía tomar un vaso de vino o comprar un cuartillo de Cebreros o beber una cerveza.


          El más antiguo que recuerdo llevaba el nombre de “Casa Pablo” y su dueño era Pablo Magdaleno, uno de los numerosos hijos que Quintín Magdaleno (el tío Quintín), que fue panadero durante muchos años en los principios del pasado siglo XX, tuvo. “Casa Pablo” era un local pequeño y oscuro en el que, al entrar, te encontrabas con el mostrador de zinc en el que corría el agua y se limpiaban los vasos donde se servía el áspero vino de Cebreros; ante él (y sobre él) cajas de arenques, tarros con olivas, servían de adorno, y detrás, en las estanterías, botellas de anís “Machaquito” o “La Castellana” se codeaban con otras de coñac “Fundador” o “Tres Cepas”; a la derecha, tres o cuatro mesas servían para que la clientela jugara al mus o al dominó mientras se vaciaban los “chatos” y se fumaban aquellos cigarrillos de picadura liados a mano; era un lugar entrañable donde el tío Pablo (y su hija, Concha) llenaban vasos y botellas junto a aquellas tiras de papel amarillento “cazamoscas” y la poca luz que daban aquellas bombillas de 40 W.
          Cuando el tío Pablo murió, le sucedió su hija, Concha, que ya por entonces se había casado con Tinito, aquel heroico transportista que lo mismo te traía un saco de cemento para un arreglo o un kilo de carne de Villacastín; rotularon el establecimiento como “Hijos de Pablo” y reformaron el local, dándole más luz y dedicando más espacio a la venta de, como se decía entonces, ultramarinos y coloniales; llegó un momento en que pasó a llamarse “Casa Concha” y, entonces, desapareció como bar y quedó, sólo, como tienda de comestibles, hasta su cierre total.
          Contemporáneo de éste era el pequeño bar que se encontraba en el Parador; en un oscuro rincón, junto al teléfono público que se instaló allí, un pequeño mostrador atendía al viajero o al vecino, que se acercaba a hacer un alto en el camino o en el trabajo, para refrescarse con un botellín o con un chato de tinto; y allí estaba Ramiro para atenderlo.


          En la plaza, en ese edificio restaurado hace poco, junto a esa acacia que sombrea los bancos de piedra, estaba otro establecimiento que lo mismo hacía las veces de estanco, como de tienda de ultramarinos, como de pequeño bar; al entrar en la casa, te encontrabas con dos habitaciones a derecha e izquierda de la puerta; en una, creo que la de la derecha, sobre un mostrador en el que reposaba el aparato de medir y servir el aceite, se dispensaban las legumbres, las latas de conserva, o lo que fuera menester; en la otra te vendían un sello, o papel de escribir o podías adquirir aquellos paquetes azules, o verdes, de picadura de tabaco, piedras de mechero o, como se decía entonces, labores nacionales como el “Celtas”, los “Ideales” o cosas más elaboradas como el “Bisonte”, marca señera en tabaco rubio o los primeros paquetes de cigarrillos emboquillados: “Celtas” o “Bisonte”; más adelante los “Jean”, “Rex”….hasta llegar al universal “Ducados”, con o sin filtro.
          Allí compramos nuestros primeros cigarrillos que luego íbamos a fumar, a escondidas, en algún rincón de la arboleda o los sellos de peseta, o de dos pesetas, para franquear la carta al amigo o al familiar. Y creo que era en este mostrador, a la izquierda, donde servían también los chatos de vino o el tinto a granel con el que llenábamos las botellas que llevábamos desde casa.
          En la calle Ancha, frente a nuestra casa, bajo el escudo nobiliario de piedra, se podía leer: “vinos y licores” y una chapa metálica de “La Casera” adornaba la jamba izquierda; allí vivían el tío Frutos y su familia: mujer, hija, nietos… nada más entrar al sombrío y fresco portalón, a la izquierda, había una especie de quiosco de madera, con mostrador, donde te servían un vino tinto y fresquito que sacaban en frascas o la gaseosa con la que lo acompañábamos en las comidas; un poco más allá, en una sala grande con ventanas a la calle y al gran corral, estaban unos veladores de mármol, como en los cafés antiguos, donde por las noches, algunos vecinos iban a tomar el café o la copa de anís… allí, en esa sala, se colocó uno de los primeros televisores que hubo en el pueblo y a él acudíamos cuando se transmitía algún hecho destacado o, simplemente, por el hecho de ver aquel nuevo invento (que muchos aún no teníamos en casa) de la televisión; corridas de toros, partidos de fútbol, etc…
          En aquella casa estaba, también, uno de los dos salones de baile del pueblo: a la derecha de la puerta de entrada, una pequeña puerta te introducía en un gran salón en el que presidía una pianola u organillo que, al principio, a fuerza de dar vueltas a la manivela, llenaba de música bailable el local, más tarde compraron un pick-up (que así se llamaba a los tocadiscos, españolizándolo como picú, así, como suena), y Antonio Molina, Juanito Valderrama o cualquier músico o cantante patrio, sonaba por los altavoces.


          Aún recuerdo la ilusión que nos hizo cuando Faustino el molinero abrió su bar; en la antigua casa de mi tío Julián, al fondo de un oscuro pasillo, en una habitación que daba al corral, levantó un mostrador de ladrillo, puso unas mesas y, lo más importante, en medio del local colocó un futbolín; cuántas tardes he pasado con mis primos echando una peseta y jugando partida tras partida mientras bebíamos un botellín de sidra acompañado de unas aceitunas gordas y sabrosas… el bar de Faustino se convirtió en el bar del pueblo por antonomasia; al principio hubo una competencia con el de Concha, pero, poco a poco, aquel fue convirtiéndose más en una tienda y el de Faustino creció, salió a la sala de entrada de la casa, con ventanas a la calle Segovia, puso más mesas, siguió con el futbolín y nos regaló con bebidas tan inolvidables como la Konga, con sabores de naranja, limón y kola y… en fin, todos conocemos su desarrollo y su historia; cuando Faustino falleció pasó a manos de su hijo Gorgonio, que le puso el nombre de “Bar el Molinero”, y después de él, su hijo, Jose, alias “Canuto”, que continúa una saga de gentes amables y profesionales.
           Aquí, debería hacer un aparte para citar al otro local donde se “hacía” el baile los fines de semana y en las fiestas; en una antigua cuadra de la calle Ancha, existía un local, enfrente de la calle “Cuartel”, donde se proyectaban películas cuando venían los del cine o se hacía circo y en el que, fines de semana alternos, se procedía a habilitarlo como salón de baile; con su banco de madera corrido a lo largo de las paredes, sus carteles de “se prohibe cantar”, “se prohíbe blasfemar” íbamos la juventud (y la práctica totalidad del pueblo) a “echar unos bailes” por el módico precio de una peseta los chicos (las chicas con entrada gratuita); Manolo Escobar era el rey de la noche y, como no, al fondo, tras unos paneles de madera en los que se había abierto una ventanilla para controlar el local, Gorgonio (o a quien le tocase) pulsaba el ambiente, cambiaba los discos a su gusto y servía bebidas a los sedientos bailarines. ¡qué tiempos!; cuando su hermano Justi, convirtió aquello en una discoteca, con luces, cabina de sonido y mesitas en un altillo, subimos un peldaño más en la modernidad (recuerdo que eran los tiempos en que Miguel Ríos había sacado su gran disco en directo “Rock and Ríos”) pero, aquello duró poco, se empezaba a sufrir un problema de falta de personal en el pueblo…. y tuvo que cerrar.
          Otro bar que fue muy popular mientras existió, y no fueron demasiados años, fue el bar de Pepe, montado en una casa, casi al final de la calle Segovia, esquina con la hoy llamada, “travesía de la calle Segovia”; tenía también futbolín, y creo recordar que también tenía máquinas “tragaperras”, como se las llamaba entonces; fue un éxito, dando una capa de modernidad y juventud a unos establecimientos que siempre habían sido algo tradicionales.


          Quizás, el bar que menos ha durado, tal vez como mucho un año, o puede que sólo un verano, ya no lo recuerdo exactamente, fue el que abrió Juanito, el hijo de Teodomira, en el local sindical que estaba en el edificio del Ayuntamiento nuevo, en la Carreterilla; lástima porque la Teo hacía unas tortillas riquísimas para acompañar las cervezas.
          En fin, todo se acaba, y no podemos cerrar esta relación de bares y tabernas sin citar a “La Aldea”, el primero que se abrió fuera del casco urbano, en el comienzo del camino del Cubillo y el primero que fue, a la vez, restaurante; ha pasado por diferentes manos, con más o menos fortuna, pero siempre recordaremos a sus fundadores, que le imprimieron un carácter particular y único, gozando su fama de buena cocina y buen servicio mucho más allá de los límites del pueblo y de la misma provincia; lástima que, cuando escribo estas líneas, esté cerrado, esperando unas manos amigas que lo reabran, continúen con su tradición hospitalaria y gastronómica y podamos gozar, otra vez, de su barra, sus salones y su terraza..
          Un poco de contrabando voy a mentar el bar que, con alternancias, se abre en la hospedería de la ermita de la Virgen del Cubillo; siempre es de agradecer que, después de la caminata desde el pueblo, podamos apagar nuestra sed con algo más que la fresca agua que da la fuente.
……….
          Por hacer un poco de historia, para los más curiosos, añadiré que, cuando se hizo el Catastro de Ensenada, allá por 1752, se contabilizaban, para los pueblos de Aldeavieja y Blascoeles (que ya entonces formaban un único Ayuntamiento) tres mesoneros y dos taberneros.
          Ahora voy a dar un listado de los que, según el “Anuario del Comercio, de la Industria, de la Magistratura y de la Administración”, ejercieron el oficio de taberneros en Aldeavieja, son nombres que van desde 1888 hasta 1914 y entre los que se encontrarán, con toda seguridad, alguno de nuestros antecesores:
Juan del Rey, Isidoro Gordo, Donato Torres, José Canales, Mariano Rodríguez, Timoteo Martín, Santiago Santamaría, Mariano Gallegos, Gabriel Gordo, Roque Gordo y Evelio Rico Morán; de éste último sabemos que tenía su negocio en la calle Segovia, en el número 5 y que, en 1914, tenía 32 años.

(¡Ah!, si tenéis alguna fotografía de cuando cualquiera de estos establecimientos estaba funcionando, os agradecería mucho que me la enviáseis; mi correo es: javivi.jorge@hotmail.com; gracias a todos y todas)

10 de julio de 2018

Leyendas de Aldeavieja: el aviador


          Han quedado atrás los cerros del Caloco y sigo la cinta gris de la carretera; a tres mil pies de altura los pocos coches que, a esa hora, circulan por la N-VI parecen diminutos insectos correteando por el campo; enseguida asoma tras un cerrete la mole de la iglesia de Villacastín, rodeada por el caserío y los campos que, en esta estación del año, amarillean desde el color oro al tostado; ya falta poco.
          Enfilo las ruinas de la ermita de San Cristóbal y voy descendiendo poco a poco hasta los mil pies, aproximadamente, unos trescientos metros; ante mí se despliegan las casas del pueblo, a la derecha la calle Ancha, paralela a la carretera la de Segovia; luego la plaza y la iglesia y de fondo Cabeza Gonzalo y Silla Jineta; los 600 caballos de fuerza rugen al pasar sobre los tejados, las gentes, los animales, si me diera tiempo reconocería a éste o a aquel; miro hacia mi casa, allí estarán ahora, en el patio, tomando el sol…
          Al llegar cerca de la sierra muevo los pedales para girar mientras inclino, levemente, la barra; bajo el morro del avión un poco más; pasaré sobre la vertical de las eras, lo más bajo posible, atento a la torre de la iglesia…
          A 330 kilómetros por hora les veo quitarse el sombrero de paja y saludar, alguno sujeta los mulos para que no se espanten, mientras la chiquillería que hace un rato jugueteaba por la plaza corre en mi dirección agitando los brazos frenéticamente; balanceo las alas a modo de saludo y me preparo para hacer otra pasada…


..........
          -Mira, un avión.
          -Que bajo va.
          -¡Y tanto…!
          -Nos va a pasar por encima…
          -¡Que grande es!
          -Es plateado…
          -Menudo ruido hace.
          -Mira…. ¡está dando la vuelta!
          -Viene de nuevo…. ¡y más bajo!
          -¡Tate!, ¡ese es el chico de la Adela! ¡el aviador!
          -¡Chico, agarra los mulos, que se nos espantan!
          -¡Ten cuidado, muchacho… que te vas a llevar los tejados de la iglesia!
……….
          8 de septiembre, la explanada delante del santuario está repleta de gentes y de puestos; hay una alegría y un alborozo colectivos; se bebe, se canta, se compra, se ríe… todos están esperando el momento en que la Virgen salga por el gran portón de su ermita y las campanas repiquen y suenen en el aire las notas del himno nacional, acompañado del estallido de los cohetes, dando lugar a uno de los momentos mágicos de la romería.
          En ese instante dos puntos negros se dejan ver hacia el este, más allá de los montes, enseguida esos dos puntos se convierten en dos aviones, volando en formación que sobrevuelan, a todo el gas que dan sus motores, con un rugido que tapa todos los ruidos, por encima de los aturdidos y maravillados romeros.
          Al llegar a la vertical del Valle giran, muy juntos, y en vuelo casi rasante pasan de nuevo por encima de la multitud moviendo sus alas al alejarse en un mudo saludo.
          -Es Pepe, el de la Adela.
          -Sí, ¡el aviador!
          -¡Que regalo tan bonito nos ha traído!
          -Un día se va a llevar los tejados de la ermita….
          -¡No seas exagerada, mujer…!
……….
          Llegó un momento en que todo avión que pasaba un poco bajo por encima del pueblo era el del chico de la Adela que había venido a ver el pueblo y  a saludarles a su manera; hasta nosotros mismos, su familia, nos asomábamos ante cualquier ruido de motor y mirábamos al cielo intentando descubrir al hermano, al hijo, al primo… y aunque supiéramos que no era él, daba igual, alzábamos los brazos saludando a aquel piloto desconocido que ¡cómo no! era siempre el chico de la Adela, el aviador.

28 de junio de 2018

Leyendas de Aldeavieja: Silla Jineta


          Os habréis preguntado, alguna vez, el por qué del nombre de Silla Jineta, qué dió lugar a que se llamara así ese monte o el por qué de la caprichosa forma que posee; hoy os voy a relatar uno de los innumerables cuentos que se relatan en el pueblo sobre cual fue la causa de ese nombre o qué ocasionó que tenga dicha forma.


          Hace ya muchos años, muchos más de los que podáis imaginar, vivía en el pueblo la moza más bella y agraciada de la que se tiene noticia, se llamaba, o creemos que se llamaba, Úrsula; todos los días, al caer la tarde, aparecía en el barrio de la Aceiterilla con el cántaro apoyado en la cadera, camino del caño para llenarlo; si era verano, los hombres que trajinaban en las eras se paraban y se volvían a mirarla; era tal su hermosura y levantaba tal admiración que ninguno se atrevía a dirigirla la palabra, pero una gran sonrisa aparecía en todos los rostros de tal manera que si no era así, era como si el día se hubiera dado por perdido.
          Úrsula devolvía la sonrisa y era como si el sol no se hubiera puesto, emanaba de ella tal gracia que parecía que el astro rey la siguiera iluminando aunque fuera de noche.
          Cuando llegaba al caño, esperaba pacientemente su turno y hasta sus mismas compañeras dejaban de hablar entre ellas para mirarla y sonreírla; era como una bendición para todo el mundo, que ni despertaba envidias ni daba lugar a habladurías.
          Úrsula era la hija más pequeña de una de las familias más pobres de la aldea; eran seis hermanos entre chicos y chicas y esos brazos eran de una gran ayuda para sus padres, que ya se acercaban a la edad de la vejez pero, como ocurre en los pueblos, no por ello habían dejado de trabajar ni un solo día, como no fuera el de la fiesta de la Virgen.
           A ese día, precisamente, es al que nos vamos a referir, pues en aquella jornada fue en la que ocurrieron los sucesos que dieron lugar a esta historia; comencemos, apenas había amanecido cuando ya, en la casa, todos estaban levantados trajinando en las distintas tareas que cada uno tenía encomendadas: aquel limpiaba los dos burros para que estuviesen galanos para la romería y lucieran tirando del carro al que les iban a uncir; el otro aseaba el dicho carro y daba grasa al cuero de las riendas y miraba que los cabezales y demás estuvieran en orden; una de las chicas mayores ayudaba a la madre en terminar las viandas que iban a servirles de refrigerio cuando acamparan junto al santuario, Otra guardaba en cestas el pan, los cuchillos y las botas llenas de vino fresco y sacaba de un baúl tres sandías y otros tres melones que los ayudarían a pasar la sed de la mejor manera posible.
          Úrsula y otra de las hermanas sacaban las ropas que todos iban a ponerse, mirando si faltaba algún botón o si había que zurcir alguna rasgadura o remendar algún siete.
          Y así, todos ocupados entonando alguna de las canciones que luego iban a bailar en la pradera al son de la dulzaina y del tamboril o soñando con la mirada de Julián o de Andrés o la sonrisa de Paula o de Margarita llenaban la casa con sus bromas, sus correteos y su alegría.
          Por fin, llegó el momento en que todo estuvo preparado y todos luciendo sus mejores galas, los burros uncidos, los víveres en cestos dentro del carro, entonces el padre se santiguó, echó la llave al portalón de las traseras de la casa y subiendo al carro invitó, con un pequeño gesto, a que ayudaran a la madre a subirse al mismo y que los demás iniciaran la marcha hacia el Egido.
          Ya la fila de carros que se dirigían al santuario era grande, tuvieron que dejar pasar a dos o tres antes de poderse poner en marcha; delante de ellos una nube de polvo, alta como un monte, señalaba la situación del camino; romeros a pie o cabalgando sobre yeguas y mulos les acompañaban cubriendo la totalidad de la marcha, enseguida se pusieron los pañuelos tapando las bocas y las narices para poder respirar a través de la gran cantidad de polvillo que se cernía en el aire, pero no importaba, era el día de la Virgen y todo fuera por ella y por lo bien que se lo pasarían cuando llegasen.
          Estaba toda la explanada frente a la ermita llena de gentío, carros, puestos de mercaderes y cabalgaduras; en un rincón se bailaba la jota al son de bandurrias  y guitarras; en otro se vendían botijos de barro rojo o blanco; siempre se decía que los rojos hacían el agua más fresca; más allá un carro lleno de melones y sandías anunciaba su mercancía a grandes voces…
          Úrsula y su familia llevaron el carro a uno de los prados que rodeaban el lugar; allí, a la sombra de unos árboles, desengancharon a los burros, a los que pusieron la manea para que no se fueran muy lejos y mientras dos de los chicos se quedaban vigilando sus pertenencias, los demás se acercaron a la romería.
          Ya estaba cercano el momento en que sacarían a la Virgen en las andas y se haría la procesión alrededor del santuario; dentro de la iglesia un cura decía la misa y no se podía dar un paso; el olor a las velas encendidas, la cera derritiéndose y el olor al sudor de tanta gente apretujada no invitaba precisamente a entrar…
          Las chicas, riendo y cogidas del brazo fueron a visitar los puestos de cintas y pañuelos de hierbas mientras sonreían ante los requiebros de los mozos y saludaban a los vecinos del pueblo como si hiciera años que no se veían; era como un gozo, una novedad, ver una cara conocida entre tanto personal que había acudido de todos los pueblos de los alrededores; hasta gente de la capital, a la que se conocía por el color blancuzco de su piel y aquellas sombrillas que ni quitaban el sol ni nada, de finas que eran, pero, a la vez, que elegantes con su ropa limpia y adornada con mil encajes y perifollos…
          Y, entonces, ocurrió, caballero en una jaca blanca, caracoleaba entre la multitud un joven que no apartaba los ojos de Úrsula; ella, al principio, no le hizo caso; pero, a la postre, le hizo gracia aquel seguimiento y a ratos se giraba disimuladamente para comprobar si la seguía y cuando paraba con su hermana ante algún vendedor, levantaba un poco la miraba para ver si los ojos del joven mantenían la mirada en ella.
          ¿Quién sería el galán que tanto empeño ponía en no perderla de vista?, no le conocía de nada, del pueblo no era, y tampoco de los alrededores pues, más o menos, todos los mozos y mozas de los alrededores se conocían, aunque sólo fuera de vista, al acudir a las fiestas patronales de las vecinas localidades.
          Iba bien vestido, de eso no cabía la menor duda, el sombrero de ala ancha, ladeado, daba sombra a unos ojos azules como el cielo, el cabello se adivinaba rubio como el color del trigo y sus dientes daban a su sonrisa una blancura poco vista en los hombres de la zona; Úrsula se sintió deseada y complacida por ese deseo, pues ella también encontraba algo que no sabía explicar bien en la figura y los ademanes del mozo.
          En eso, que las campanas comenzaron a repicar y la multitud que llenaba la pradera se congregó a las puertas del santuario para ver salir a la Virgen; Úrsula y su hermana corrieron hacia allá; no podían perderse el que se consideraba el momento más importante de la romería: la salida de la imagen venerada a hombros de sus devotos y llevada en procesión alrededor de su ermita.
          Salía la Virgen por la puerta grande, abierta de par en par para la ocasión, los vivas y la gritería entusiasta se sucedían, Úrsula miró en derredor suyo, no se veía al galán… quizás, había ido a dejar la montura para así poder ver mejor la imagen santa; pero, por más que miró y remiró, en todo el tiempo que duró la procesión y hasta que fue metida la imagen, de nuevo, en su santuario, no pudo vislumbrarle.
          Después, ya con sus padres, se encaminaron al carro para hacer la comida; Úrsula estaba como ida, ¿no le volvería a ver?, ¿se habría marchado de la romería? ¿podría vivir sin ver, otra vez, aquellos ojos y aquella sonrisa?, lo cierto es que la moza estaba enamorada y no veía el momento en que acabase el refrigerio y poder volver a la explanada y comprobar si su naciente amor seguía allí. Por fin, acabado el condumio, sus padres se echaron la siesta a la sombra del carro, dos de sus hermanos fueron a dar agua a los burros al arroyo cercano y ella aprovechó aquel momento de tranquilidad para sincerarse con su hermana Julia y conseguir de ella que luego, cuando empezase la rueda del baile, irían las dos para ver de encontrar de nuevo a su galán.
          Mediaba la tarde cuando Úrsula y Julia acudieron a la explanada atraídas por el sonido de la dulzaina y del tamboril que llamaban, cual invitadoras sirenas, a la gente joven para empezar la rueda del baile a base de jotas y otros aires de la tierra; a Úrsula se le iban los ojos mirando a todas partes, buscando, suplicando, rezando a la Virgen en su interior, pidiéndole el volver a ver al objeto de sus ensueños.
          Allí estaba, sonriéndola, al otro lado del círculo que formaba la juventud antes de iniciarse el baile; aquella espiguilla asomándole entre los labios, los ojos alegres, divertidos, se diría que contentos de volverla a ver o, quizás, seguros de que ella iba a aparecer en la pradera; le sonrió a su vez y ya, sin rubor alguno, dejando a su hermana, se dirigió hacia el lugar donde estaba el joven.
          ¿Qué decir de lo que pasó en la tarde? ¿de las vueltas y revueltas que dieron uno junto al otro en aquellas danzas inmemoriales? ¿cómo explicar las miradas, los roces, las pocas palabras que se cruzaron?. Les bastaba con mirarse, con sentirse cerca, con palpar, apenas, la textura de una mano o la levedad de una caricia; el día acababa cuando se separaron con la promesa de verse en la noche, en la velada, en la plaza del pueblo…
          La vuelta a casa representó, para Úrsula, un sinfín de esperanzas y de temores; su madre le preguntaba que “qué le pasaba” y ella le echaba la culpa al polvo que levantaban los carros y al calor que habían pasado en la romería; la madre sospechaba… “ella también había sido joven”; la hermana cuchicheaba a su lado intentando sacar algo más al consabido “luego te cuento”… y así, paso a paso, fueron llegando de regreso a la aldea; aún les quedaban faenas por hacer antes de poder ir a la velada; y allí, “Dios diría que iba a pasar allí”.
          Una gran luna llena se erguía por encima de la sierra como un gran ojo naranja que todo lo veía.
          Allí estaba, esperando junto a otros mozos, junto a un puesto de bebidas que se había instalado a un lado de la plaza; en cuanto puse un pie en ella se volvió, fue como si algo le hubiera dicho que yo acababa de llegar…. se volvió y su cara tenía una sonrisa tan grande…. sus ojos brillaban de aquella manera tan especial…. que, a poco, no caigo allí mismo de la emoción que llenó mi alma….
          ¿Cómo poder contaros lo que sentí esa noche?, es imposible… sólo tenía ojos y oídos para él; estaba tan pendiente de sus labios que ni oía la música que se tocaba; mis pies y mis brazos se movían al ritmo que él señalaba y me daba igual que fuera una jota que una rueda…
          -¡Vente conmigo!
          -¿Dónde?
          -A mi pueblo, allí nos casaremos y tú serás la reina de mi finca…
          -¿De dónde eres?
          -¡Que más da….! Soy del lugar donde estemos juntos…
          -¡Me gusta ese lugar… pero…!
          -¿Tienes peros?
          -Mis padres….
          -Tus padres se pondrán la mar de contentos cuando se enteren que te has casado conmigo… nada te faltará… ni les faltará a ellos; pero tienes que venirte conmigo, ¡ya!
          -¡No, así no puedo! ¡tengo que decirles…!
          -Es ahora…. o es nunca… ¡tú verás! . Tengo mi montura atada detrás del humilladero, voy para allá…. esperaré dos bailes más, cuando acaben…. me iré…. ¡para siempre!, contigo o… solo.
          El mozo partió, Úrsula quedó quieta un instante, luego le siguió con la vista… ¿iba a acabar todo así, sin más?; buscó con la mirada a su hermana, necesitaba consejo, ¡era tanto lo que se jugaba…!
          -No seas tonta, ¡ve con él! ¿Cuándo vas a encontrar a alguien así en este pueblo? Se nota que tiene dineros… su ropa, su caballo… padres lo entenderán… al principio a lo mejor se enfadan…. pero luego, cuando te vean hecha toda una señora…. ¡no seas tonta, aprovecha…. ve con él!
          No necesitó oir nada más Úrsula, le dio a su hermana un beso en la mejilla y apresuró el paso, cruzando la plaza, para acercarse al humilladero, junto al camino real…
          Allí estaba, junto a la yegüa blanca, la estaba esperando, tenía en la cara esa mirada de la seguridad, de la confianza, de saber que no esperaba en vano, que ella iba a venir, que iba a ir con él… ¿quién era, realmente?; no sabía ni su nombre, pero… ¿eso importaba?, no, en ese momento sabía que nada de eso importaba.
          Sin perder esa sonrisa se subió a la jaca y, desde allí, le tendió la mano y la alzó para que se sentase en la grupa, tras él; el animal giró sobre si mismo, con gracia, y enfilaron en dirección a Ávila…
          -Ya verás, vamos a ser muy felices… no te arrepentirás nunca de haber elegido venir…
          -Eso espero.
          -¡Vamos, no te preocupes, ahora te parecerá difícil pero, ya verás, enseguida te convencerás que es lo mejor que podías hacer….!
          -No, si es por las prisas….
          -Hay que ser valiente…
          -No me has dicho tu nombre.
          -Da igual el nombre, puedes llamarme como quieras, como más te guste, yo… soy todos los nombres.
          -Pero…. tendrás uno; uno por el que te llaman tus padres….
          -Yo no tengo padres.
          -Pues…. cuando eras pequeño, cuando niño, te llamarían de alguna manera….
          -Nunca he sido niño.
          El trote con el que habían empezado se estaba convirtiendo en un galope desenfrenado; Úrsula veía pasar los bultos oscuros de los árboles, de las rocas, iluminados brillantemente por la luna; cada vez más rápidos, más rápidos….
          -Tu madre….
          -No he tenido madre.
          -¿Quién eres?
          -Soy…. el sin nombre, aunque vosotros me conocéis como…
          En ese momento un trueno sonó encima de ellos ahogando toda respuesta, Úrsula empezó a temblar de miedo, de espanto, sentía como la piel se le erizaba y esa confianza que hasta entonces había tenido, había desaparecido; se acordó de su madre, de su padre… de sus hermanos y la jaca corría más y más, volaba más que corría y parecía que de sus ollares salía como un fuego que iba devorando la noche…
          -¡Para, por favor, para y déjame volver!
          -Nunca.
          -¡Virgen santa, Virgen santa…. Ayúdame!
          Y después de aquel grito agónico se tiró de la montura, se sintió rodar, golpearse con las piedras, arañarse con zarzas y matojos hasta que quedó quieta en el suelo… y perdió el sentido.
……….
          Cuando, al día siguiente, despertó el pueblo, lo primero que vieron los más madrugadores fue aquella montaña extraña que el día anterior no estaba allí; tenía la forma de una silla de montar; por supuesto fueron a mirar, a tocar, aquella maravilla y al llegar a sus pies, encontraron a Úrsula tendida en el suelo, arañada y con las ropas desgarradas pero viva; su mano derecha reposaba en el pomo de una silla jineta.

12 de mayo de 2018

Leyendas de Aldeavieja: El baile.


        Eran más de las doce de la noche pasadas, la música surgía de la oscuridad como en un sueño; era un vals…. las notas de los violines desgranaban una melodía suave y sensual y todo era perfecto, tranquilo, ideal… ni una luz se escapaba del edificio, se diría deshabitado si no fuera por la música; las ventanas aparecían tapadas por fuertes contraventanas de madera; de las chimeneas salía una columna de humo fina y blanca y, en la puerta, dos soldados montaban guardia apoyados en la pared, un cigarrillo entre los labios y la mirada perdida y soñadora… no era malo aquel puesto, música, tranquilidad, y el cabo se acercaba de tanto en tanto con una botella de “Tres Cepas” en la mano para que se calentaran un poco por dentro; no era un noviembre demasiado frío, y con el  grueso capote en los hombros y el calorcillo que desprendía la hoguera encendida en un rincón, se pasaba más bien que mal la noche.


          1936, la guerra hacía cuatro meses que había empezado; bueno, aún no se la llamaba así, la guerra, se prefería el eufemismo de Alzamiento o… Rebelión; realmente, nunca se pensó que aquello fuera a durar más de quince o veinte días…., pero ya llevaban cuatro meses; en ese tiempo Aldeavieja había pasado de estar en primera línea de fuego a una tranquila retaguardia, lugar de paso de tropas y acantonamiento de unidades preparadas para entrar en combate o descansar  de la acción; era un pueblo pequeño y había pocas oportunidades de pasar un rato agradable, por eso, los sábados, los oficiales organizaban bailes nocturnos en una de las casas nobles de la localidad, deshabitadas en aquellas fechas, a los que asistían las jóvenes que allí residían o que se encontraban refugiadas o de paso.
          Una pequeña orquesta, formada por integrantes de la banda de música de alguno de los Regimientos que estaban allí concentrados, amenizaba con los ritmos más de moda, o con los clásicos pasodobles y valses, una velada en la que las jóvenes de las familias más sobresalientes o las esposas y novias de los militares alegraban un ambiente en el que el futuro era algo incierto y lo que de verdad importaba era apurar cada momento como si fuera el último.
          Así, en la casa blasonada que está en la calle Cuartel o en la mansión, más moderna, perteneciente a don Juan Moreno, en la calle Segovia, se bailaba al son de violines y trombones o se escuchaba la afinada voz del gran tenor Miguel Fleta en un intento de huir de la realidad o de hacer ésta más llevadera.
          Muchos de aquellos hombres que bailaron al son de la música llevando en los brazos a una joven hermosa o a una dama sonriente, cayeron, poco después, atravesados por una bala o destrozados por el estallido de una granada o bajo las bombas de la aviación… aquellas mujeres, que sintieron en su cintura la mano firme de un capitán de Infantería de fino y cuidado bigote o que giraron al compás que marcaban las botas relucientes de aquel coronel de Caballería de pelo engominado y sonrisa dorada, echaron de menos, quizás demasiado pronto, aquellos momentos de alegría y abandono y, también ellas, cayeron víctimas de un bombardeo inoportuno o de las privaciones de todo tipo que aquella guerra ocasionó en la población civil.
          Pero…. estábamos bailando, en el gran portal, calentado por la gran chimenea de piedra de una habitación vecina, iluminado por ocho o diez bombillas amarillentas que colgaban de cables que atravesaban el techo, seis o siete parejas giraban felices y sonrientes, una mano en una mano y la otra en la cintura de su acompañante; alrededor, varios militares y algunos civiles (las fuerzas vivas de la población) junto a algunas jóvenes bebían en pequeños vasos de vidrio algún aguardiente cuartelero o un anís fuerte y dulzón que les calentaba el cuerpo y el espíritu.
          “Tabaco y cerillas”, “La hija de Juan Simón”, “El día que me quieras”… esas canciones, oídas una y mil veces en la radio en las voces de Carlos Gardel, Celia Gámez o Concha Piquer, salían de los instrumentos de los soldados que, subidos en una tarima en un rincón de la estancia, hacían soñar y, sobre todo, olvidar la suerte que podría depararles el día siguiente cuando subieran a aquellas montañas que protegían la aldea y se enfrentaran a un enemigo que, a pesar de todo lo que dijera la propaganda, no iba a huir en cuanto les vieran llegar.
          Las horas iban pasando y, poco a poco, el gran salón se había ido vaciando; ya la música había cesado y las luces se habían ido apagando una tras otra…. Sólo una pareja seguía en el centro, girando y girando, lentamente, conducidos por una melodía que únicamente sonaba en el interior de sus corazones…
          Aquel teniente de Artillería sabía que, al día siguiente, tendría que marchar, con sus tropas, hacia el Alto del León; también sabía que, en aquellos cuatro meses, los ataques de la aviación gubernamental y los disparos de los obuses de 155, barrían aquel puerto, que era la llave de Madrid; ni ellos avanzaban, ni el enemigo retrocedía; la mortalidad era enorme y los heridos y mutilados incontables; sólo tres o cuatro horas le separaban de la marcha y no podía, y tampoco quería, abandonar a aquella joven que había conocido en esa noche y de la que no se había separado ni un instante en toda la velada.
          Esperanza, pues ese era el nombre de la muchacha, sentía en su corazón algo que jamás había sentido antes; amiga de Juana María, la hija del médico del pueblo, se había acercado desde Ávila aquella semana para visitarla y pasar con ella unos días antes de que llegaran las nieves que cortarían la normal comunicación entre los dos sitios; al saber que el sábado habría baile, rogaron a don Ángel que les permitiese acudir y a él fueron en su compañía; cuando sonaba la segunda pieza que se tocó, “El día que nací yo”, de la inmortal Imperio Argentina, la sacó a bailar aquel teniente de ojos oscuros y sonrisa cautivadora con el que no había dejado de danzar en toda la noche.
          Al fin, pararon exhaustos y felices… sólo entonces se dieron cuenta de que estaban solos, de que no quedaba ya nadie en el salón… sus labios se acercaron a la vez que sus cuerpos se abrazaban en una comunión que hubieran querido eterna…
          -¡Volverás…! ¡Prométemelo!
          -¡Te lo prometo! Y tú…. ¿me esperarás?
          -¡Siempre!
          -¿Aunque tarde?
          -¡Aunque tenga que esperarte toda la eternidad!
          Y, así, abrazados, bailaron un último vals, al compás de una música que solamente sonaba para ellos, dentro de ellos.
……….
          Una noche, iba yo con mi hija hacia casa cuando, al pasar frente a la calle Cuartel, una musiquilla que parecía venir de la casa de los Arpe, nos llamó la atención.
          -¿Oyes?
          -Sí, parece que viene de la casona….
          -Pero no hay nadie, mira las ventanas…. cerradas a cal y canto; no asoma ni una lucecilla por las cortinas.
          -Vamos a acercarnos.
          Y así, sigilosos, después de mirar en rededor, nos acercamos a la puerta de la casa; una vez allí, nos quedamos quietos y silenciosos… escuchando…
          -Sí, se oye algo…. Parece un vals…
          -A ver…. Sí, es verdad, sale una música…. Espera, me mata la curiosidad, voy a llamar.
          Cogí la aldaba y golpeé con ella tres veces….
          Nada.
          Volví a repetir, esta vez más fuerte….
          Nada tampoco.
          -Pues se sigue oyendo la música….
          -No hay duda de que hay alguien dentro…. A menos que se hayan dejado la radio o la tele puestas….
          Empujé la puerta y…. cual fue mi sorpresa cuando ésta se abrió, dejándonos ver la oscuridad del gran portal de la entrada….
          -¿Hay alguien? –grité-
          -¿Hay alguien en casa? –repetí-
          Nada otra vez.
          Con un sí o un no de miedillo empujamos la puerta y entramos; aquello no era normal, que la puerta estuviera abierta y no hubiera nadie en la casa… al pisar el portal oímos más claramente la música…. No era un vals, no, era una vieja copla:

El día que nací yo
qué planeta reinaría….
Por donde quiera que voy
que mala estrella me guía…

          -Suena debajo de nosotros…
          Efectivamente, bajo nuestros pies, según avanzábamos, subían las notas de la canción, desgarradoras, tristes….
          -¿Seguimos?.
          -Sí, hay que ver en qué para esto….
          Y así, animándonos el uno al otro, cruzamos el salón y llegamos al pasillo, a la izquierda una puerta entornada dejaba ver una luz pálida y tenue…
          -Es en la bodega…
          -Sí, es ahí abajo…
          -¿Bajamos?
          -¡Venga!
          Escalón a escalón fuimos bajando hasta que, en el último recodo de la escalera, nos paramos para asomar nuestras cabezas a ver qué había allí…
          Iluminada por una luz espectral, blanca y fría, una pareja danzaba ante nuestros ojos al son de la vieja copla de Imperio Argentina; él iba de uniforme, un uniforme militar antiguo y destrozado, como si la metralla lo hubiera agujereado en una explosión… ella, con un vestido largo azul cielo, raído y polvoriento, alzaba la cabeza mirándole arrobada…
          De pronto, volvieron sus cabezas hacia nosotros y corrimos escalera arriba sin parar hasta que salimos de la casa….
          -¿Quiénes eran?
          -No lo sé.
          -Parecían…. fantasmas; no tenían ojos….
          -No puede ser, nos lo habremos imaginado….
          -Vayamos a ver otra vez….
          -No me atrevo….
          No hizo falta entrar de nuevo, estábamos junto a la puerta, donde nos había llevado nuestra huida, pero…. la puerta estaba cerrada, cerrada a cal y canto y, por más que arrimamos el oído a ella, no volvimos a escuchar música alguna.
          Llamamos con la aldaba de nuevo, una y otra vez…. Pero allí no había nadie…
……….
          Al día siguiente, fuimos a hablar con nuestro amigo Doroteo, que conocía todos los cuentos e historias que corrían por el pueblo, y le contamos lo que nos había ocurrido la noche anterior…
          -¡Ah, sí, el baile! -dijo con una sonrisa-
          -¿Lo sabía?
          -Sí, ya es antiguo…. Por lo visto, en la guerra, los militares hacían bailes en las casas grandes del pueblo para alegrar un poco la dureza y el espanto de las batallas; mi padre me contaba que en la casa de los Arpe, y en la de don Juan, los celebraban por las noches…. Y….¡sí! hay ocasiones en que de sus paredes salen músicas como de baile y cuando te asomas…. apenas puedes entrever a las parejas bailando, son aquellas personas que murieron violentamente durante el conflicto y que, enamoradas, o casadas, o prometidas… habían jurado volverse a ver; y sí, se ven, en unas noches especiales se vuelven a celebrar esos bailes, con aquella música antigua, en los que danzan los espíritus de aquellos que se amaron y se amarán durante toda la eternidad.