22 de enero de 2018

La romería de la Virgen del Cubillo a mediados del siglo XX

          Voy a relatar, hoy, mis recuerdos sobre cómo se celebraba la romería del Cubillo en mi niñez, allá por los años cincuenta y sesenta; habrá muchos de vosotros que lo habréis vivido igual que yo y que estas remembranzas os ayuden a sacar fuera aquellos días, ni mejores ni peores que los de ahora, pero en los que éramos mucho más jóvenes.
          El Cubillo era uno de esos sitios a los que ibas montones de veces a lo largo del verano; era un lugar ideal para ir a merendar y luego pasar la tarde jugando en las praderas que lo rodeaban; o como meta de las excursiones en bicicleta; el simple hecho de ir por el camino era ya una aventura; para ir hasta el Santuario partían del pueblo dos vías: el propiamente “camino del Cubillo”, que es el que hoy se sigue usando, pero ya como carretera asfaltada; y el “camino de abajo” que, cruzando el Valle, lleva al mismo sitio pero por lugares más agrestes.
          Lo mejor venía cuando empezaba la novena de la Virgen; todas las tardes, a eso de las 7 o las 8, las campanas sonaban llamando al acto religioso; la novena, o novenario, es una ceremonia que dura, lógicamente, nueve días, y prepara la celebración de la Fiesta Grande; el cura, subido en el púlpito, leía unas oraciones, el milagro de la Virgen que correspondiese ese día y se terminaba con el canto a la Virgen del Cubillo, acompañados por el “armonium” que tocaba el sacristán; escuchar una y mil veces el milagro del oso, cuya piel yo he visto colgada entre las vigas de la torre; o la salvación del ataque de los piratas ingleses; o el de la plaga de langosta, o… y, finalmente, con nuestra mejor intención, desentonar a coro con el pueblo eso de:

“Madre hermosa, que asientas tus plantas,

en ese cubillo de humilde pastor…” 

          El día anterior a la víspera íbamos a camelar a Emilio para ver si ese año podríamos usar alguna de sus yeguas para ir con el Acompaño a Vísperas; si ese año no tenía que trabajar ese día y los animales estaban bien los limpiábamos, buscábamos las riendas, unas cinchas y una buena manta y ya teníamos todo lo que necesitábamos; silla de montar nunca usamos, eso era demasiado sofisticado y pocos en el pueblo podían alardear de tener una.


          La víspera de la fiesta grande, el 7 de septiembre, a media tarde, salían los mayordomos de sus casas y, en procesión, iban hasta el Ayuntamiento y desde allí, con las autoridades civiles y religiosas, hasta la Aceiterilla, donde se agrupaban con el resto de personas que les iban a acompañar (de ahí lo de Acompaño) hasta la ermita; se cruzaba la carretera y ya era un paseo donde cada cual se lucía como podía, o se burlaba del amigo, o se charlaba, se hacían carreras y se levantaba polvo a raudales; cuando se llegaba a la vista de la fuente, aquello se recomponía, se guardaban las formas y con los mayordomos a la cabeza se paraban frente al cura (que ya había llegado antes gracias a su coche; recuerdo ahora que don Justino tenía una moto que le permitía ir de un pueblo a otro; más adelante se compró el automóvil) se apeaban y se dirigían, fervorosos y en casi-silencio, hasta el santuario; allí se celebraba el último día de la novena y, acabado el acto religioso, se volvía al pueblo en las mismas condiciones que se había venido; al acabar el camino, se concentraban en el Ayuntamiento, donde se daba una copa de anís o de aguardiente acompañada por uno de aquellos bollos maravillosos que se hacían en las panaderías del pueblo para la ocasión.
          Al día siguiente se empezaba de nuevo, pero ahora era todo el pueblo; desde primera hora se ponía en acción, preparando los carros, las mulas, los bueyes; guardando comidas, vistiendo las mejores galas; desde que se levantaban empezaban a limpiar a los animales que iban a tirar de los carros o que iban a utilizar como monturas; limpiaban los arneses, las riendas, los yugos; las carretas ya estaban preparadas y, una vez uncidos los animales, se ponían bancos corridos a los lados, cubiertos por mantas y se iban subiendo las cestas y los pucheros, las botellas, las hogazas de pan, las sandías, todo lo necesario para pasar un día en el campo; empezaban a rodar, el lento y pausado de las vacas, más seguro y con menos botes; el rápido de las mulas, siempre con el peligro de que se asustasen y volcasen; la incertidumbre de los pocos tirados por asnos, sin saber si iban a querer tan siquiera andar; pero todos, mejor o peor, antes o después, se iban poniendo en camino, paso a paso iban marchando uno tras otro, levantando polvo, gritando con los baches, pidiendo cuidado, riendo, romeros en fin.
          Nosotros, por lo general, íbamos andando; alguna vez aislada montamos en los carros de mis tíos; pero no nos gustaba el traqueteo, ni la lentitud, ni el tener que estarse quieto todo el viaje por el miedo de la tía a que volcásemos, o nos cayésemos o pasase cualquier cosa…; por el camino de abajo o por el de arriba, con las cosas de la comida o sin ellas, según los años; tragando polvo y comiendo moras, llegábamos a la ermita con tiempo suficiente para ver la procesión, comprar almendras garrapiñadas, ayudar a los mayores a vender los recuerdos de la Virgen, tomar aquellos helados de mantecado con cucurucho tan irrepetibles y buscar una sombra para comer o volvernos hasta el Valle o la Jarrera para hacerlo allí más cómodos y menos agobiados.
          No conozco muchas romerías, pero sí las suficientes, la del Cubillo debía de ser como todas; la pradera delante de la ermita se llenaba de tenderetes que vendían las cosas más variopintas: desde ajos, piñones, sandías y melones, hasta cacharros de barro, botijos, helados… proliferaban los chiringuitos con bebidas frescas, que no frías, puestos de helados, martillos y bastones de caramelo; mantas zamoranas, arreos de las caballerías, hoces o cualquier otra cosa que no se vendía habitualmente; la gente iba y venía entre el estampido de los cohetes y el chasquido de los fósforos o los pistones de las pistolas de juguete.


          Tal vez habría que explicar lo que eran los fósforos y los pistones; los fósforos iban en tiras de papel, en ellas se había dejado caer, a distancias regulares, una gota de fósforo rojizo; se rasgaba el papel, que era como de estraza, desgajando una gota y entonces se rascaba en una piedra, en una pared o cualquier otra superficie rasposa y aquello empezaba a chisporrotear y a sacar chispas haciendo un ruido infernal; los pistones eran, igualmente, una gotita de pólvora que se ponía, suelto o en una tira de papel, en el percutor de las pistolas de juguete, al apretar el gatillo lo golpeaba haciendo que la pólvora explotase, imitando el ruido de un disparo, ya no había que hacer púm, o psuch o cualquier otro ruido vocal cuando veías al “enemigo”. También utilizábamos los fósforos para algo que hoy sería considerado como muy peligroso: nos chupábamos los dedos o la nariz, o tal vez directamente el fósforo, y nos lo frotábamos, con lo cual conseguíamos que, de noche, nuestra cara o nuestras manos fosforecieran, brillando fantásticamente.                 
          Continuemos con la romería: jinetes y amazonas de los caseríos cercanos se pavoneaban haciendo lucirse a sus caballos, limpios, con una estampa bella y poderosa; algún coche circulaba ruidoso, levantando polvo y miradas envidiosas; la guardia civil, con el mauser colgado del hombro, paseaba entre la gente, atenta a separar borrachos camorristas y vigilando el mal uso de las navajas, prontas por los vapores del alcohol; familias buscando una sombra donde extender las mantas para la comida; colas ante la fuente para beber, llenar los botijos o las cántaras; niños llorando y niños riendo; penitentes que llegaban con las rodillas sangrantes o los pies negros de polvo, después de hacerse el camino descalzos o de rodillas por una promesa, una “manda” como lo llamaban, dando gracias a la Virgen por un familiar que no murió, o no enfermó, o regresó, o por un amor correspondido o algún deseo inconfesable satisfecho.
          Se desuncían los animales de los carros y se los llevaba a los prados cercanos a esperar la vuelta, el carro se dejaba junto a ellos o se ponía en las cercanías para que diese sombra a la hora de comer; había rifas de tiras de caramelos, fotógrafos ambulantes, vendedores de globos; en el portalón de la ermita se instalaba un tenderete para vender recuerdos de la Virgen: medallas, estampas, rosarios; con el tiempo se modernizaron estos recuerdos y aparecieron las bolas de plástico con nieve dentro, los dedales, los imanes para los coches, las imágenes que brillaban en la oscuridad, los ceniceros…    
          A las doce empezaba la misa, una vez que había llegado el Acompaño y las autoridades; alguna vez, no recuerdo con qué motivo, fue hasta el obispo de Ávila; era misa solemne, concelebrada por tres o cuatro sacerdotes, cantada y con armonium; no se podía entrar por la cantidad de gente que se apiñaba dentro; el calor era sofocante y entre éste, el humo de las velas y el sudor de la gente, no era raro que alguno se desmayase; una vez acabada, la gente salía, formando calle frente a la puerta, y salía la carroza con la Virgen mientras se echaban las campanas al vuelo y se disparaban cohetes, la banda de música de Navalperal o la dulzaina y el tamboril, interpretaban el himno nacional y la gente aplaudía, abandonaba todo y se colocaba a los lados del camino que rodea la pradera para verla pasar.
          Las campanas volteaban enloquecidas, los pájaros volaban en bandadas de un sitio a otro, salían los pendones de las distintas cofradías, de la Virgen, del Cristo, del Niño Jesús de Praga,  los niños agarrados a las cintas que los adornaban; seguía la carroza con la Virgen vestida de gala, azul cielo o blanco, llena de flores y con todas sus joyas, la gente peleando por poner a sus hijos sobre ella, detrás el cura, o los curas, revestidos de pontifical, el alcalde, el juez de paz, los guardias civiles y los mayordomos con sus cetros y varas; detrás el resto de la gente que prefería seguir a la Virgen en vez de verla pasar; por delante de ella: la música, tocando la jota segoviana y los bailarines danzando (y se toca la jota segoviana porque Aldeavieja, hasta el siglo XIX, perteneció a la gigantesca provincia de Segovia y hasta los años 50 del siglo XX a la Diócesis de la misma provincia) las Aguedas abriendo las filas ( las Aguedas eran señoras mayores, de negro riguroso, como todas las señoras mayores en esa época, que bailaban entre ellas la jota con un brío y un ritmo digno de encomio); se daba la vuelta al santuario y, al llegar de nuevo a la puerta, paraba el cortejo y se procedía a la rifa de las cintas que adornaban la carroza, se daban los tradicionales vivas a la Virgen y entre el estrépito de cohetes, repicar de campanas y las notas del Himno Nacional, la imagen entraba de nuevo en la ermita hasta el próximo año.


          Entonces la gente se recogía hacia donde había dejado sus cosas y se preparaba para comer; la tortilla de patatas y los filetes rusos, el pollo guisado o las tajadas de pescado frito eran el menú casi obligado, por eso de estar hechos desde el día anterior y su fácil traslado posterior, de postre la sandía era casi segura; además, se podía comer en la hospedería del santuario; en un segundo piso, por encima de la casa del santero, había habitaciones grandes, con su cocina baja, mesas largas y bancos de madera para que el mayordomo y su familia comieran, o para aquellos que, mediante una limosna (vamos, pagando) se lo podían permitir; en aquel piso alto estaba también “el cuarto de los horrores”, una habitación llena de exvotos: cabezas cortadas (de cera), brazos, piernas, manos, torsos…trenzas de pelo, trajes de novia, de comunión, uniformes militares, muletas, sudarios, escayolas, gorros de niño, sonajeros, todos ellos llenando el cuarto, colgados de las paredes, del techo, en una semi-penumbra angustiosa, lleno de polvo, con ese olor indescifrable de las cosas muertas; prendido con alfileres, a veces, un papel con una ortografía horrorosa, explicaba el caso, el milagro, el agradecimiento, la pena… era una habitación que te atraía y te repelía a la vez; en ella, también, dos hornacinas con figuras policromadas de cera representaban dos milagros; eran un lujo, con su marco dorado, el algodón simulando nubes u olas, las gasas, parecía un nacimiento napolitano (todo esto colgaba antes de las paredes de la ermita, dando una sensación de atraso y superstición bastante deprimente). Desde allí salía, también, una escalera que llevaba al coro, con su enorme órgano de tubos en gloriosa ruina, las maderas podridas y los metales rotos o robados, debió de ser un maravilloso órgano barroco, recuerdo que la inscripción que daba cuenta de su donación señalaba un año del siglo XVIII; esa misma escalera seguía subiendo hasta el campanario y por los huecos que daban al techo de la iglesia se veían la piel del oso protagonista de uno de los milagros que se relataban en la novena y algo parecido a la piel de un cocodrilo.         
          Pero volvamos a la romería; hemos comido y volvemos a la pradera; por la tarde hay concursos de jotas, de calva, de tejo; la gente se va recogiendo y va quedando junto a la ermita como un sentimiento de pérdida; las fiestas señalan que el verano se acaba; todavía quedan las fiestas del Cristo, una semana más tarde, y una o dos noches de baile, pero parece como si el cielo se fuera volviendo más gris, que las nubes aumentaran en número y tamaño, hay menos luz…
          A veces, esa tarde o la tarde del día siguiente, se celebraban corridas de toros. Yo las llegué a ver uno o dos años. En la plaza, donde aún existían unos toriles de piedra, se colocaban los carros engalanados con mantones y banderolas, las autoridades en el balcón del Ayuntamiento o en un carro justo debajo, cura, alcalde y guardia civil, con sus familias, más el médico y el pregonero; los chicos nos poníamos debajo de los carros, para ver bien todo y poder sentir, ¿por qué no? el miedo pequeño de ver a la fiera cerca, casi poder tocarla si queríamos (que no queríamos); venían torerillos (así se les llamaba) con sus cuadrillas, daban dos o tres pases mientras el toro estaba entero y, cuando ya empezaba a boquear y a cansarse, saltaban los mozos a rematar la faena entre los gritos, los insultos, los enfados del alcalde, los enfrentamientos, los gritos de apoyo, los parlamentos entre los civiles y los mozos, el cabreo del espada que ya no iba a torear más porque el toro lo pagaban los del pueblo y era para ellos y no para él, a que se llevaba una hostia o algo peor, que haya paz, gilipollas lárgate, tú no te metas a ver si te vas a llevar lo que no tienes, os voy a meter a todos en el cuartelillo, este va a ser el último año que haya toros, venga que aquí no pasa nada… al final, el maletilla se iba con su cuadrilla, después de haber cobrado; los mozos se lanzaban a la plaza, entre los abucheos del respetable, mareaban al toro y después de dos o tres revolcones lo mataban allí mismo entre las protestas de algunos y el cacareo de machos ibéricos de la mayoría; aquel renacimiento taurino terminó en dos o tres años; se prohibieron las corridas en aquellas condiciones y quedó en lo que es hoy, vaquillas para solaz de mozos y mozas; se tiraron los toriles dando más amplitud a la plaza y se pusieron unas vallas con tubos metálicos muy aparentes quitando, ya de paso, el pilón grande de las vacas que apestaba toda la zona.
          La ermita de entonces y la de ahora son básicamente iguales; el edificio es el mismo, por supuesto, pero sobran y faltan cosas. Ha sufrido expolios sin cuento, ya no se quedan pegados los ladrones al tejado o a las puertas como en los tiempos antiguos, ahora entran, cogen lo que les apetece y se lo llevan tranquilamente; muchas iglesias rurales y santuarios se han visto desvalijados al no tener ningún tipo de vigilancia. Entonces vivía allí un santero, santera más bien, la Aurea, una señora gruesa, de andar torpón, muy agradable, cuyo marido era el carpintero y peluquero del pueblo; como decía, vivían allí y, aparte de limpiar y cuidar de la ermita, ahuyentaban las malas tentaciones; pero claro, hoy día ya nadie quiere vivir aislado, sin luz eléctrica ni agua corriente y por un ¿sueldo? mísero y, por supuesto, el camino que llevaba hasta la ermita aún no estaba asfaltado.

          La gente ya no acude, como antes, llena de fervor religioso, de toda la zona de alrededor; sólo si la fiesta cae en un día apropiado de la semana se llena la pradera, pero donde antes había carros, caballos y bueyes, hoy hay autocares y coches particulares; los bares donde apagar la sed se han multiplicado y los puestos te ofrecen una variedad de mercancías antes impensada; pero eso es el progreso, nos guste o no.

7 de enero de 2018

Leyendas de Aldeavieja: Prao Sordo

          Hay un paraje, ya muy cercano a la cotera de Villacastín, que tiene por nombre Prao Sordo (el prado del sordo) y recuerdo que, cuando era ya adolescente, le pregunté a mi abuelo si sabía de dónde le procedía tal nombre a aquel sitio, pues no dejaba de chocarme y de resultarme gracioso. Mi abuelo, que había sido boticario en el pueblo durante más de veinte años y que había nacido en él, se sonrió, me miró con aquella mirada suya que de puro azul parecía un trozo de cielo en primavera y, arrellanándose en el sillón, juntó las manos y comenzó:


          -Pues verás, esto que te voy a contar me lo refirió mi padre, que ya sabes que tuvo en Aldeavieja la farmacia que yo heredé, y según él, esta historia se la refirió un pastor del pueblo que le cuidaba las ovejas junto con las suyas, una tarde-noche en que venía de recogida.
          Había una familia en el pueblo, de las más pobres, formada por el matrimonio, dos hijos (chico y chica) y la abuela, que era la madre de él; le llamaremos Anastasio (aunque ya comprenderás que ese no era su verdadero nombre, pero de alguna manera habrá que llamarle) y se daba la circunstancia de que los cinco eran sordos.
          -¿Mucha casualidad es esa, no abuelo? –interrumpí yo-.
          -No, que va… antes, en los pueblos se daba mucho eso; no me refiero a la sordera, que también, si no que si el padre o la madre tenían alguna tara, casi era normal que toda la familia la acabara teniendo también; no sé si por mimetismo o por genética. Bueno, a lo que íbamos…
          Esta familia malvivía de un prado que tenía, cerca de la raya con Villacastín, en la ladera del cerrete que allí existe; estaba un poco alejado del pueblo y todos los días, cuando el tiempo lo permitía, Anastasio, solo o en compañía de alguno de sus hijos, iba allí a que pastasen un par de cabras que componían toda su hacienda junto a cuatro o cinco gallinas y que eran lo que les permitía comer a diario.
          Tenían un prado, pero la casa donde vivían no era suya, era una casa pequeña, bajita, casi enterrada, hacia el final de la calle Angosta; ya no existe, pero me parece estar viéndola todavía… su puerta de madera, de doble hoja, con más grietas que madera y que dejaba pasar el aire en invierno con ese silbido que da más frío que el frío mismo; aunque en verano hasta se agradecía si no fuera porque permitía la entrada de las moscas… sólo una ventana, ventanuco más bien, daba un poco de claridad a una cocina pequeña y destartalada donde hacían la vida alrededor de la cocina baja de ancha campana, pues el resto de la casa, oscuro como una cueva, sólo se utilizaba para dormir; como te decía, la casa no era suya, se la tenían arrendada a uno de los hombres más ricos del pueblo, tampoco te diré su nombre, pero no me equivocaría mucho si te dijese que era de la familia de los Gordo… o tal vez de los Moreno….
          -Eso no es decirme nada, abuelo, casi todo el pueblo está emparentado con esas familias….
          -Ya lo sé, por eso te digo lo que te digo… le llamaremos Julio, ¿te parece?; bueno, pues esto que te voy a contar sucedió, dicen, una mañana del mes de diciembre, en la que Anastasio, bien envuelto en su chaqueta de pana y casi tapado con una gruesa bufanda, se dirigía, por la calle del Rodeo, hacia el camino que, cruzando la embarrado camino real de Ávila, conducía hacia el monte de El Valle para recoger un atado de leña con el que calentar la chimenea y la casa.
          Iba pensando en sus cosas, con el cigarro apagado colgando de sus labios, la boina calada casi hasta los ojos, cuando, al levantar la vista vio que en su dirección se acercaba Julio…
          -¡Coño, si es don Julio! –pensó- lo mismo viene para que le pague el alquiler de la casa, y, la verdad… ¡no tendré las dos pesetas que me cobra hasta la semana que viene…y eso, con suerte!; haré como que no le veo, a ver si así…
          - ¡Buenos días, Anastasio!, ¡Buenos días de Pascua!
          Nuestro hombre, que entre el frío y la sordera no se había enterado de nada de lo que le decía, creyó que el otro le reclamaba el alquiler y, no sabiendo cómo salir del apuro, dijo:
          -¡Por Dios, don Julio!, ¡Que casi es Pascua!, ¿No puede esperar una semana… o dos?
          -¡Que no, que no digo nada de eso!, pero…. ya que lo dice, pensaba que como va a ser Pascua, este mes se lo doy como aguinaldo… ¡ya hablaremos a otro año de eso!
          Anastasio, que no le entendía, replicó:
          -¡Tenga piedad, hombre! ¡En cuanto pase la Pascua le daré lo que le debemos!, ¡Es que estos días, no tenemos, casi, ni para comer!
          Con que Julio, al ver que no había manera de hacerse entender, se alzó de hombros y dándole una palmada en la espalda a Anastasio, siguió su camino.
          -¡Este hombre…!, está más sordo que una tapia, ya se lo diré más claro otro día, que hoy no hace para pararse en la calle.
          Anastasio se quedó parado en medio de la calle, pensando… tal vez debería volver a casa y decirles que don Julio les quería cobrar el alquiler ya, y que a ver dónde podían conseguir las dos pesetas; así que, sin pensarlo otra vez se dio media vuelta y regresó a la casa; al entrar vio a la hija y le dijo:
          -Muchacha, ven un momento, cuando veas a tu madre le dices que don Julio nos quiere cobrar el alquiler hoy mismo, que mire a ver si tiene algo por ahí guardado y se lo damos a cuenta hasta que a otra semana tengamos el resto; me vuelvo para el Valle, a ver si cojo un buen haz de leña.
          La chica se fijó bien en lo que le decía su padre pero… no le había entendido más que la mitad, así que se metió en la cocina, donde la madre preparaba unas sopas para el almuerzo y le dijo:
          -¡Madre, que ha dicho padre que no puede ir a pos leña porque está nevando mucho y que se va a la taberna para calentarse un rato antes de comer!.
          La madre, perpleja, le contestó:
          -¿Qué no hay leña en el Valle?, ¡será mentiroso… si no te ha dao tiempo ni de llegar al cementerio…!
          La muchacha nada más oir aquello se fue en busca de su hermano que estaba jugando con el gato en el sobrao y le dijo:
          -¡Corre, Herminio, que dice madre que vayas a ayudar a padre a traer la leña, que no va a poder con toda!
          Y éste le contestó:
          -¡Pero cómo voy a traer el vino si no me das una botella!, ¿en la mano?
          Y, sin darla tiempo a contestar fue a buscar a la abuela a su alcoba…
          -¡Abuela!, ¿Qué si tiene usté una botella vacía pa traer vino, que madre nos va a hacer sopas?
          -¡Ay, hijo! Hasta que no encendáis bien la lumbre, no me levanto, que parece que hace mucho frío…
          -Claro –dijo mi abuelo- historias como ésta pasaban todos los días… y la gente se reía mucho con la sordera de la familia, se reían pero les ayudaban en todo lo que podían, pues eran muy buena gente; de ahí le vino el nombre a aquel pedazo de tierra de Anastasio el sordo, aquel sería ya siempre el Prao Sordo, y todas las tierras de alrededor cogieron el mismo nombre; decían: “sí, allí, por el Prao del Sordo”.
          -No sé yo si te lo habrás inventado, abuelo.

          -¡Quién, yo?, ¡Anda, sal a la calle y pregunta a cualquiera que pase el por qué de llamarse así aquello! ¡Anda, ve…!