7 de enero de 2018

Leyendas de Aldeavieja: Prao Sordo

          Hay un paraje, ya muy cercano a la cotera de Villacastín, que tiene por nombre Prao Sordo (el prado del sordo) y recuerdo que, cuando era ya adolescente, le pregunté a mi abuelo si sabía de dónde le procedía tal nombre a aquel sitio, pues no dejaba de chocarme y de resultarme gracioso. Mi abuelo, que había sido boticario en el pueblo durante más de veinte años y que había nacido en él, se sonrió, me miró con aquella mirada suya que de puro azul parecía un trozo de cielo en primavera y, arrellanándose en el sillón, juntó las manos y comenzó:


          -Pues verás, esto que te voy a contar me lo refirió mi padre, que ya sabes que tuvo en Aldeavieja la farmacia que yo heredé, y según él, esta historia se la refirió un pastor del pueblo que le cuidaba las ovejas junto con las suyas, una tarde-noche en que venía de recogida.
          Había una familia en el pueblo, de las más pobres, formada por el matrimonio, dos hijos (chico y chica) y la abuela, que era la madre de él; le llamaremos Anastasio (aunque ya comprenderás que ese no era su verdadero nombre, pero de alguna manera habrá que llamarle) y se daba la circunstancia de que los cinco eran sordos.
          -¿Mucha casualidad es esa, no abuelo? –interrumpí yo-.
          -No, que va… antes, en los pueblos se daba mucho eso; no me refiero a la sordera, que también, si no que si el padre o la madre tenían alguna tara, casi era normal que toda la familia la acabara teniendo también; no sé si por mimetismo o por genética. Bueno, a lo que íbamos…
          Esta familia malvivía de un prado que tenía, cerca de la raya con Villacastín, en la ladera del cerrete que allí existe; estaba un poco alejado del pueblo y todos los días, cuando el tiempo lo permitía, Anastasio, solo o en compañía de alguno de sus hijos, iba allí a que pastasen un par de cabras que componían toda su hacienda junto a cuatro o cinco gallinas y que eran lo que les permitía comer a diario.
          Tenían un prado, pero la casa donde vivían no era suya, era una casa pequeña, bajita, casi enterrada, hacia el final de la calle Angosta; ya no existe, pero me parece estar viéndola todavía… su puerta de madera, de doble hoja, con más grietas que madera y que dejaba pasar el aire en invierno con ese silbido que da más frío que el frío mismo; aunque en verano hasta se agradecía si no fuera porque permitía la entrada de las moscas… sólo una ventana, ventanuco más bien, daba un poco de claridad a una cocina pequeña y destartalada donde hacían la vida alrededor de la cocina baja de ancha campana, pues el resto de la casa, oscuro como una cueva, sólo se utilizaba para dormir; como te decía, la casa no era suya, se la tenían arrendada a uno de los hombres más ricos del pueblo, tampoco te diré su nombre, pero no me equivocaría mucho si te dijese que era de la familia de los Gordo… o tal vez de los Moreno….
          -Eso no es decirme nada, abuelo, casi todo el pueblo está emparentado con esas familias….
          -Ya lo sé, por eso te digo lo que te digo… le llamaremos Julio, ¿te parece?; bueno, pues esto que te voy a contar sucedió, dicen, una mañana del mes de diciembre, en la que Anastasio, bien envuelto en su chaqueta de pana y casi tapado con una gruesa bufanda, se dirigía, por la calle del Rodeo, hacia el camino que, cruzando la embarrado camino real de Ávila, conducía hacia el monte de El Valle para recoger un atado de leña con el que calentar la chimenea y la casa.
          Iba pensando en sus cosas, con el cigarro apagado colgando de sus labios, la boina calada casi hasta los ojos, cuando, al levantar la vista vio que en su dirección se acercaba Julio…
          -¡Coño, si es don Julio! –pensó- lo mismo viene para que le pague el alquiler de la casa, y, la verdad… ¡no tendré las dos pesetas que me cobra hasta la semana que viene…y eso, con suerte!; haré como que no le veo, a ver si así…
          - ¡Buenos días, Anastasio!, ¡Buenos días de Pascua!
          Nuestro hombre, que entre el frío y la sordera no se había enterado de nada de lo que le decía, creyó que el otro le reclamaba el alquiler y, no sabiendo cómo salir del apuro, dijo:
          -¡Por Dios, don Julio!, ¡Que casi es Pascua!, ¿No puede esperar una semana… o dos?
          -¡Que no, que no digo nada de eso!, pero…. ya que lo dice, pensaba que como va a ser Pascua, este mes se lo doy como aguinaldo… ¡ya hablaremos a otro año de eso!
          Anastasio, que no le entendía, replicó:
          -¡Tenga piedad, hombre! ¡En cuanto pase la Pascua le daré lo que le debemos!, ¡Es que estos días, no tenemos, casi, ni para comer!
          Con que Julio, al ver que no había manera de hacerse entender, se alzó de hombros y dándole una palmada en la espalda a Anastasio, siguió su camino.
          -¡Este hombre…!, está más sordo que una tapia, ya se lo diré más claro otro día, que hoy no hace para pararse en la calle.
          Anastasio se quedó parado en medio de la calle, pensando… tal vez debería volver a casa y decirles que don Julio les quería cobrar el alquiler ya, y que a ver dónde podían conseguir las dos pesetas; así que, sin pensarlo otra vez se dio media vuelta y regresó a la casa; al entrar vio a la hija y le dijo:
          -Muchacha, ven un momento, cuando veas a tu madre le dices que don Julio nos quiere cobrar el alquiler hoy mismo, que mire a ver si tiene algo por ahí guardado y se lo damos a cuenta hasta que a otra semana tengamos el resto; me vuelvo para el Valle, a ver si cojo un buen haz de leña.
          La chica se fijó bien en lo que le decía su padre pero… no le había entendido más que la mitad, así que se metió en la cocina, donde la madre preparaba unas sopas para el almuerzo y le dijo:
          -¡Madre, que ha dicho padre que no puede ir a pos leña porque está nevando mucho y que se va a la taberna para calentarse un rato antes de comer!.
          La madre, perpleja, le contestó:
          -¿Qué no hay leña en el Valle?, ¡será mentiroso… si no te ha dao tiempo ni de llegar al cementerio…!
          La muchacha nada más oir aquello se fue en busca de su hermano que estaba jugando con el gato en el sobrao y le dijo:
          -¡Corre, Herminio, que dice madre que vayas a ayudar a padre a traer la leña, que no va a poder con toda!
          Y éste le contestó:
          -¡Pero cómo voy a traer el vino si no me das una botella!, ¿en la mano?
          Y, sin darla tiempo a contestar fue a buscar a la abuela a su alcoba…
          -¡Abuela!, ¿Qué si tiene usté una botella vacía pa traer vino, que madre nos va a hacer sopas?
          -¡Ay, hijo! Hasta que no encendáis bien la lumbre, no me levanto, que parece que hace mucho frío…
          -Claro –dijo mi abuelo- historias como ésta pasaban todos los días… y la gente se reía mucho con la sordera de la familia, se reían pero les ayudaban en todo lo que podían, pues eran muy buena gente; de ahí le vino el nombre a aquel pedazo de tierra de Anastasio el sordo, aquel sería ya siempre el Prao Sordo, y todas las tierras de alrededor cogieron el mismo nombre; decían: “sí, allí, por el Prao del Sordo”.
          -No sé yo si te lo habrás inventado, abuelo.

          -¡Quién, yo?, ¡Anda, sal a la calle y pregunta a cualquiera que pase el por qué de llamarse así aquello! ¡Anda, ve…!

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