Hay un paraje, ya muy cercano a la
cotera de Villacastín, que tiene por nombre Prao Sordo (el prado del sordo) y
recuerdo que, cuando era ya adolescente, le pregunté a mi abuelo si sabía de
dónde le procedía tal nombre a aquel sitio, pues no dejaba de chocarme y de
resultarme gracioso. Mi abuelo, que había sido boticario en el pueblo durante
más de veinte años y que había nacido en él, se sonrió, me miró con aquella
mirada suya que de puro azul parecía un trozo de cielo en primavera y, arrellanándose
en el sillón, juntó las manos y comenzó:
-Pues verás, esto que te voy a contar
me lo refirió mi padre, que ya sabes que tuvo en Aldeavieja la farmacia que yo
heredé, y según él, esta historia se la refirió un pastor del pueblo que le
cuidaba las ovejas junto con las suyas, una tarde-noche en que venía de
recogida.
Había una familia en el pueblo, de
las más pobres, formada por el matrimonio, dos hijos (chico y chica) y la
abuela, que era la madre de él; le llamaremos Anastasio (aunque ya comprenderás
que ese no era su verdadero nombre, pero de alguna manera habrá que llamarle) y
se daba la circunstancia de que los cinco eran sordos.
-¿Mucha casualidad es esa, no abuelo?
–interrumpí yo-.
-No, que va… antes, en los pueblos se
daba mucho eso; no me refiero a la sordera, que también, si no que si el padre
o la madre tenían alguna tara, casi era normal que toda la familia la acabara
teniendo también; no sé si por mimetismo o por genética. Bueno, a lo que
íbamos…
Esta familia malvivía de un prado que
tenía, cerca de la raya con Villacastín, en la ladera del cerrete que allí
existe; estaba un poco alejado del pueblo y todos los días, cuando el tiempo lo
permitía, Anastasio, solo o en compañía de alguno de sus hijos, iba allí a que
pastasen un par de cabras que componían toda su hacienda junto a cuatro o cinco
gallinas y que eran lo que les permitía comer a diario.
Tenían un prado, pero la casa donde
vivían no era suya, era una casa pequeña, bajita, casi enterrada, hacia el
final de la calle Angosta; ya no existe, pero me parece estar viéndola todavía…
su puerta de madera, de doble hoja, con más grietas que madera y que dejaba pasar
el aire en invierno con ese silbido que da más frío que el frío mismo; aunque
en verano hasta se agradecía si no fuera porque permitía la entrada de las
moscas… sólo una ventana, ventanuco más bien, daba un poco de claridad a una
cocina pequeña y destartalada donde hacían la vida alrededor de la cocina baja
de ancha campana, pues el resto de la casa, oscuro como una cueva, sólo se
utilizaba para dormir; como te decía, la casa no era suya, se la tenían
arrendada a uno de los hombres más ricos del pueblo, tampoco te diré su nombre,
pero no me equivocaría mucho si te dijese que era de la familia de los Gordo… o
tal vez de los Moreno….
-Eso no es decirme nada, abuelo, casi
todo el pueblo está emparentado con esas familias….
-Ya lo sé, por eso te digo lo que te
digo… le llamaremos Julio, ¿te parece?; bueno, pues esto que te voy a contar
sucedió, dicen, una mañana del mes de diciembre, en la que Anastasio, bien
envuelto en su chaqueta de pana y casi tapado con una gruesa bufanda, se
dirigía, por la calle del Rodeo, hacia el camino que, cruzando la embarrado
camino real de Ávila, conducía hacia el monte de El Valle para recoger un atado
de leña con el que calentar la chimenea y la casa.
Iba pensando en sus cosas, con el
cigarro apagado colgando de sus labios, la boina calada casi hasta los ojos,
cuando, al levantar la vista vio que en su dirección se acercaba Julio…
-¡Coño, si es don Julio! –pensó- lo
mismo viene para que le pague el alquiler de la casa, y, la verdad… ¡no tendré
las dos pesetas que me cobra hasta la semana que viene…y eso, con suerte!; haré
como que no le veo, a ver si así…
- ¡Buenos días, Anastasio!, ¡Buenos
días de Pascua!
Nuestro hombre, que entre el frío y
la sordera no se había enterado de nada de lo que le decía, creyó que el otro
le reclamaba el alquiler y, no sabiendo cómo salir del apuro, dijo:
-¡Por Dios, don Julio!, ¡Que casi es
Pascua!, ¿No puede esperar una semana… o dos?
-¡Que no, que no digo nada de eso!,
pero…. ya que lo dice, pensaba que como va a ser Pascua, este mes se lo doy
como aguinaldo… ¡ya hablaremos a otro año de eso!
Anastasio, que no le entendía,
replicó:
-¡Tenga piedad, hombre! ¡En cuanto
pase la Pascua le daré lo que le debemos!, ¡Es que estos días, no tenemos,
casi, ni para comer!
Con que Julio, al ver que no había
manera de hacerse entender, se alzó de hombros y dándole una palmada en la
espalda a Anastasio, siguió su camino.
-¡Este hombre…!, está más sordo que
una tapia, ya se lo diré más claro otro día, que hoy no hace para pararse en la
calle.
Anastasio se quedó parado en medio de
la calle, pensando… tal vez debería volver a casa y decirles que don Julio les
quería cobrar el alquiler ya, y que a ver dónde podían conseguir las dos
pesetas; así que, sin pensarlo otra vez se dio media vuelta y regresó a la
casa; al entrar vio a la hija y le dijo:
-Muchacha, ven un momento, cuando
veas a tu madre le dices que don Julio nos quiere cobrar el alquiler hoy mismo,
que mire a ver si tiene algo por ahí guardado y se lo damos a cuenta hasta que
a otra semana tengamos el resto; me vuelvo para el Valle, a ver si cojo un buen
haz de leña.
La chica se fijó bien en lo que le
decía su padre pero… no le había entendido más que la mitad, así que se metió
en la cocina, donde la madre preparaba unas sopas para el almuerzo y le dijo:
-¡Madre, que ha dicho padre que no
puede ir a pos leña porque está nevando mucho y que se va a la taberna para
calentarse un rato antes de comer!.
La madre, perpleja, le contestó:
-¿Qué no hay leña en el Valle?, ¡será
mentiroso… si no te ha dao tiempo ni de llegar al cementerio…!
La muchacha nada más oir aquello se
fue en busca de su hermano que estaba jugando con el gato en el sobrao y le
dijo:
-¡Corre, Herminio, que dice madre que
vayas a ayudar a padre a traer la leña, que no va a poder con toda!
Y éste le contestó:
-¡Pero cómo voy a traer el vino si no
me das una botella!, ¿en la mano?
Y, sin darla tiempo a contestar fue a
buscar a la abuela a su alcoba…
-¡Abuela!, ¿Qué si tiene usté una
botella vacía pa traer vino, que madre nos va a hacer sopas?
-¡Ay, hijo! Hasta que no encendáis
bien la lumbre, no me levanto, que parece que hace mucho frío…
-Claro –dijo mi abuelo- historias
como ésta pasaban todos los días… y la gente se reía mucho con la sordera de la
familia, se reían pero les ayudaban en todo lo que podían, pues eran muy buena
gente; de ahí le vino el nombre a aquel pedazo de tierra de Anastasio el sordo,
aquel sería ya siempre el Prao Sordo, y todas las tierras de alrededor cogieron
el mismo nombre; decían: “sí, allí, por el Prao del Sordo”.
-No sé yo si te lo habrás inventado,
abuelo.
-¡Quién, yo?, ¡Anda, sal a la calle y
pregunta a cualquiera que pase el por qué de llamarse así aquello! ¡Anda, ve…!
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