24 de marzo de 2019

Aldeavieja: "Implorando la lluvia".


          Hoy, y después de haber realizado una visita al pueblo y contemplar lo que está haciendo la falta de lluvia en los campos y en las cosechas, me he acordado de un artículo de prensa de hace 120 años en que teníamos el mismo problema; se trata de un suelto aparecido en el "Diario de Avisos de Segovia" el 10 de junio de 1899 y que, abusando de vuestra indulgencia, transcribo a continuación:

"Implorando la lluvia.
Nos dicen de Aldeavieja, pueblo de esta Diócesis, que el día 7 fueron en rogativa los vecinos de dicho pueblo, llevando a su frente al celoso Cura párroco, D. Bonifacio Pelayes, hasta el Santuario de Nuestra Señora del Cubillo (distante cuatro kilómetros y 600 metros) para impetrar la lluvia tan necesaria en aquellos campos castigados por la pertinaz sequía y las fuertes heladas de los últimos días de mayo.
Con el mayor fervor iban cantando los concurrentes la letanía de todos los Santos; y una vez llegados al Santuario, se celebró una misa solemne, terminando con la salve cantada.
¡Cosa admirable! Al salir la procesión del Santuario, empezó a nublarse el cielo, y a las dos de la tarde de aquel mismo día empezó a caer una copiosa lluvia que llenó de gozo a aquellos atribulados labradores, que comenzaron a bendecir a la Virgen por haber escuchado sus ruegos."



          Yo aquí lo dejo, por si sirve de inspiración.

9 de marzo de 2019

La Ventana. VIII


     (continuación)     

          Pasó el tiempo… ¿cuánto? no se sabe, el caso es que esta historia se olvidó, que la casa se fue desmoronando de nuevo, que el tejado se caía, la puerta colgaba de sus goznes, las ventanas, apedreadas, eran ojos vacíos hacia la nada y, solamente, de vez en cuando, se veía un gran gato negro, sentado en el alféizar, mirando, tranquilo, el ir y venir de las gentes…


          Por supuesto, nadie se acercaba demasiado a la casa, sólo los muchachos, en esa edad de demostrar que se iban convirtiendo en hombrecillos, como un ritual de adolescencia, se atrevían a dar dos pasos dentro, tirar una piedra, pegar cuatro voces y salir corriendo… cuando se les preguntaba, casi todos te contaban que sentían una presencia, que se notaba una corriente de aire, que un frío helador parecía que te penetraba y, entonces, echaban a correr antes de que la cosa fuera a mayores…
          La historia que contamos sucedió por esta época, ya la casa “maldita” no era más que un recuerdo, cuatro paredes de las que la cal se caía en pedazos dejando ver las piedras con las que estaba hecha, el tejado medio hundido… y sucedió que llegó una familia de “gallegos” para ayudar en las tareas de recolección, era verano y las cuadrillas de gente del norte recorrían los campos castellanos para segar (o lo que saliera) y ganar unas pesetas con las que poder ir tirando durante el invierno; estas gentes de las que hablamos, no teniendo dónde pasar las noches, se cobijaron en las ruinas de la casa y, con un poco de maña, cerraron lo que quedaba en pie con ramas y barro y taponaron los huecos de entretejas con retamas y tomillos; la temperatura era buena y aquello les proporcionó un techo y un refugio mientras duró la temporada.
          Los vecinos, al ver que no les pasaba nada, pensaron que era una tontería no aprovecharse de lo que los “gallegos” habían hecho y así, cuando acabó la siega y marcharon, alguno se acercó y colocó una puerta de verdad en el hueco que había servido de entrada y arregló las ventanas y les puso cristales, reparó el tejado y se presentó en el Ayuntamiento para poner la casa a su nombre y poderla alquilar a alguien que la necesitase.
          Este hombre, al que llamaremos… Juan, enfermó repentinamente de un mal misterioso, el médico del lugar no pudo hacer nada por él y falleció a los pocos días de haberse adueñado de la casa; su viuda, aterrada, marchó del pueblo rompiendo, en un último momento, los papeles que señalaban a su difunto marido como propietario de la casa.
          Y pasó lo que se repite una y otra vez en esta historia, la ruina se fue adueñando de la casa, empezó a desmoronarse, los vecinos del pueblo huían de ella como de la peste y, por fin, como tantas veces, un día, empezó  a salir humo por la chimenea y se rumoreó que en ella habitaba alguien, parecía que una persona mayor a la que nunca se veía más que como una sombra tras la ventana y, en esa misma ventana, un gato enorme, negro como la noche, vigilaba el camino que transcurría frontero con la casa.
          ¿Era el mismo gato que se había visto allí desde hacía muchos años? Unos decían que sí y otros que no; “es imposible” –decían-, “ningún animal puede vivir tantos años…”;  a menos que sea el propio diablo” –decían otros- “y no me extrañaría”.
          Nada ocurrió hasta que, un día, una de las vecinas, movida, tal vez, por la curiosidad, llamó a la puerta de la casa:
          -¿Hay alguien en casa?
          -¿Quién es?
          -Soy Julia, su vecina.
          -¡Ya va, ya va!
          Al abrirse la puerta, Julia se encontró frente a una mujer ya mayor, ¿cuántos años tendría?, era difícil saberlo; sus ropas eran antiguas pero no viejas, las arrugas de la cara casi no dejaban ver unos ojillos inquisitivos e inteligentes, baja de estatura y, a sus pies, el gato negro miraba a la intrusa con la cabeza levantada.
          -Hola, hija, ¿qué deseas?
          Julia permanecía quieta, silenciosa, no estaba segura de que hubiese hecho bien llamando a aquella puerta, pero… ¿qué la podía pasar? No era más que una anciana, ¿qué daño podría hacerla?, ella no creía en todos aquellos cuentos de brujas y desapariciones.
          -Buenos días, yo… ¿no le sobrará un poco de sal?, es que se me ha acabado y estaba haciendo un cocido para comer…
          -Pasa, hija, pasa… vamos a la cocina, allí tendré esa sal que deseas…
……….
          -¡Julia, Julia! ¿dónde andará esta mujer?
          Alejandro buscó y llamó, preguntó a las vecinas… habló con sus suegros…. se plantó una y mil veces ante el fogón de la cocina y contempló el cocido que se estaba haciendo y que se había pegado al estar al fuego más tiempo de lo debido, pero nada le sacó de su extrañeza ni de su estupor; ¿dónde se habría ido su mujer?; nadie se desvanece así como así, y menos estando preparando la comida…
          Se asomó a la ventana y desde ella, vislumbró la casa del camino del Barranco; un gato negro estaba sentado en el alféizar de una de sus ventanas… ¿y si…?
          No tenía nada que perder, se llegó a la casa y llamó a la puerta…
          Nada, no se oía nada…
          -¿Hay alguien?,¡oiga! ¿no hay nadie en casa?
          Empujó la puerta y ésta se abrió.
          -¡Hola! ¿Hay alguien?
          Silencio; Alejandro se adentró en la casa, nada, nadie, las cenizas de la cocina daban fe de que hacía poco que se había apagado el fuego, aún estaban calientes… pero nada más, no había muebles, no había ropas, no había nada, sólo una silla baja junto a la cocina apagada y unas huellas de zapatos en el polvo acumulado del suelo.
……….
          Y así estamos… la casa sigue allí, en ruinas, sólo una de las paredes se mantiene medio en pie ¿por cuánto tiempo? se hundirá del todo… o quizás algún día…


FIN

3 de marzo de 2019

La Ventana. VII


     (continuación)     

          Fue una noche singular, estaban en julio, en pleno verano, pero los vecinos se metieron pronto en sus casas, una brisa, que pronto se convirtió en fuerte viento, frío, extraño, se apoderó de las calles y no permitió que las naturales tertulias que se formaban en las puertas de las viviendas en aquella época del año se produjeran esta vez. Dentro de las casas se oía el ulular del viento, que silbaba por las chimeneas y que recordaba a las más frías noches del invierno; los perros aullaban a una luna que no brillaba en el cielo y los gatos huyeron, bufando despavoridos, a los altillos y desvanes; nada ni nadie se atrevió a salir, esperando que aquello pasara y les devolviera la normalidad.


          Germán se despertó temprano, como era su costumbre; le había costado coger el sueño, pues el viento silbaba por todas las rendijas del tejado y parecía que se metía por todas partes, moviendo puertas y ventanas aunque estuvieran encajadas; había oído al “Negro” gemir y aullar en la cuadra hasta que, por fin, el sueño  le venció y ahora, al levantarse se quedó sentado un rato en la cama, aguzando el oído, por ver si seguía aquel mal tiempo… pero no, no se oía nada… bueno, sí, sí se oía… los gorriones piaban en los árboles, como todos los días y por una rendija de la ventana, mal cerrada, se metía un rayo de sol.
          -A ver si es verdad que hoy tenemos un buen día… pues lo que es la noche…
          Y con este pensamiento se puso en pie, abrió de par en par la ventana y el brillo de la luz le hizo cerrar los ojos.
          -Sí que es un buen día, sí que lo es.
          Como todos los días se desayunó un buen tazón de café con leche al que fue echando sopas de pan hasta que pareció algo casi sólido, luego la copita de aguardiente para matar el gusanillo y después, calándose la boina salió a la calle rumbo al Ayuntamiento.
          En la puerta se encontró al alcalde…
          -¡Hombre, cuanto bueno por aquí!
          -Buenos días nos dé Dios…
          -¡Vaya noche, eh!
          -Movidita, señor alcalde, movidita.
          -Anda, acércate a la casa de… bueno, ya sabes dónde, y le preguntas a ese tal Julián que qué pasó ayer.
          -Como usted diga.
          -Y si hace falta te lo traes del brazo.
          -¿Y si no se deja?
          -Hoy va el Edmundo contigo, a ver si entre los dos…
          -Bueno, si vamos los dos…
          -¡Pues venga! ¡Edmundo, baja!
          Y Germán y el Edmundo se fueron, pasito a pasito en dirección al Barranco, a la casa de… Julián.
          -Hoy no sale humo por la chimenea –dijo Germán por lo bajo- ya es raro…
          -No tendrá frío… -rió el Edmundo-.
          -Tú que sabrás… me da mala espina.
          Llegaron, pues a la puerta de la casa; Germán asió la aldaba y llamó dos veces… los golpes sonaron fuertes, con eco, como si la casa estuviera vacía…
          -¿No hay nadie? ¡Eh, Julián, soy Germán, el del Ayuntamiento! ¡Nos manda el señor alcalde…!
          La puerta chirrió sobre sus goznes y se entreabrió, dejando pasar como un hálito de frío por la rendija…
          -¿No hay nadie? –voceó Germán-.
          Se oyó un maullido y, entre sus piernas, pasó un gato negro, grande, con la cola levantada, que se alejó en dirección de las huertas vecinas.
          -Donde hay un gato… hay gente –dijo el Edmundo-.
          -Pues vamos dentro –terció Germán-.
          Y, con un poco de temor, los dos pasaron dentro de la casa… estaba vacía, sólo un taburete junto a la chimenea, fría, sin rescoldos y una mesa baja,  desvencijada, con un mendrugo de pan duro. Nadie.
          -Pues ayer vivía aquí gente.
          -Pues hoy… no hay nadie… a ver si…
          -Te juro que ayer hablé con un hombre en la misma puerta de la casa, un tío que se llamaba Julián.
          -¿Julián del Mono o Julián de las Cadenas? –se burló Edmundo haciendo referencia a dos conocidas marcas de anís.
          -¡Calla majadero! Julián de… las narices… ¡Aquí hay gato encerrado!
          -Ya no –cacareó Edmundo- que ha salido por la puerta…
          -¡Como te rías te atizo… ¡bobo, más que bobo!
          -A ver qué le dices ahora al señor alcalde…
……….
          -Pues… le juro que ayer hablé con ese hombre… todos hemos visto cómo salía humo por la chimenea… ¡todos hemos visto cómo se arreglaba la casa! Pero hoy, señor alcalde, ¡no había nadie! ¡nadie! Esto es cosa de brujas…

(continuará...)