13 de octubre de 2016

Aldeavieja 1928

          En la “Guía Geográfico-Histórica de la Provincia de Ávila” de Abelardo Rivera, editada en  1927, se hace el siguiente retrato de Aldeavieja:
          Tiene 581 habitantes y 1.190 metros de altura sobre el nivel del mar. Sus límites son: Maello al N.; Villacastín (Segovia) al E.; Navalperal de Pinares y Ojos Albos al S.; Urraca Miguel, Ojos Albos y Blascoeles al W.
          Pasan por este término los ríos Voltoya y Cárdena. Tiene un monte de roble denominado El Valle. Por las inmediaciones del pueblo pasa la carretera de Villacastín a Vigo. A los pueblos limítrofes van caminos.
          Sus producciones son cereales y pastos.
          Dos escuelas tiene, una para niños y otra para niñas.
          La principal fiesta tiene lugar en el santuario de Nuestra Señora del Cubillo, el día 8 de septiembre. La del Patrón del pueblo el 20 de enero y el día de la Asunción.

          En 1928 se construyen las nuevas escuelas, junto a la carretera nacional; estas se crean con un legado que hizo José López Gordo, uno de los últimos patronos que administraron los legados que dejó para el pueblo Luis García Cerecedo, aquel que en el siglo XVII mandó construir la capilla de san José; las mandó edificar el obispado de Segovia, entregándolas al Estado con una sola condición: que sea de su propiedad en tanto que el Estado mantenga la enseñanza de la religión católica, apostólica, romana en la Escuela; por lo que si en algún momento por el mismo Estado se declarase la neutralidad de la Escuela en materia religiosa o se estableciese la enseñanza de otra religión distinta a la católica, revertirá al Obispado.

          Es, en este marco, cuando sucedió una curiosa historia que se publicó en el “Diario de Ávila”,  el domingo 27 de abril de 2003, con la firma de Juan Ruiz-Ayúcars e ilustraciones de Susana Saura, bajo el título de “Trilogía de la bronca tabernera”; tuve conocimiento de este suceso a través de mi buen amigo Lorenzo Magdaleno, juez de paz de Aldeavieja y memoria viva de cuanto bueno y malo ha pasado en el lugar; gracias a él por rescatar esta anécdota.

          “Si algún lugar ostentaba en otros tiempos el récord de trifulcas, enfrentamientos, reyertas y agresiones, con el resultado de daños materiales y personales de mayor o menor gravedad, ese lugar era la taberna. Plagados estaban los juzgados de la provincia de Ávila de expedientes en los que el lugar de los hechos punibles era alguna de las tabernas de los pueblos o ventas de las afueras en las que el vino y el habitual mal carácter de los protagonistas hacían de detonantes de situaciones delictivas que entran de lleno en la crónica negra provincial. El filtro de los años convierte en cómicas algunas de estas tensas situaciones, sufridas sobre todo por el dueño del negocio donde se producía el altercado, que casi nunca lograba poner orden, como o fuera a estacazo limpio. Que también ocurría.
          En la taberna que Nicomedes Torres tenía en Aldeavieja se encontraban diez mozos haciendo los honores a un pellejo de vino entre los acordes jaraneros de una guitarra. Ese día de septiembre de 1928 celebraban vísperas de la festividad de la Virgen del Cubillo, patrona del pueblo, y no iban a divertirse solos Baldomero Muñoz, Mariano Burguillo, Manuel Gómez, Siro Moreno y Demetrio Moreno, José Gordo y Lorenzo Gordo, Teófilo Martín, Faustino Martín y Vicente Martín.
          A los alegres compases de un acordeón, entró en la taberna el grupo de obreros portugueses compuesto por Gabriel Alber, José Martín, otro José Martín, Juan Martín, Antonio Martín y Luís Martín, que llegaron al pueblo contratados para trabajar en el trazado de la nueva carretera de Villacastín a Vigo.


          Tanto Martín y su acordeón se mezclaron con tanto lugareño y su guitarra de tal modo que en la taberna se preparó un batiburrillo de gentes, instrumentos y melodías que no había quien se entendiera. Comenzaron a exaltarse los ánimos, y los guitarreros pidieron a los organilleros que dejasen de tocar, y estos a aquellos, que de eso nada, empezando todos a desafinar de palabra y de obra. Cuando el desconcierto estaba molto vivace, tuvo la ocurrencia de entrar en la taberna otro mozo tocando a su aire una pandereta, lo que terminó de consumir la paciencia de los presentes.
          Guitarra, acordeón y pandereta dejaron de ser instrumentos musicales para convertirse en armas contundentes, pero frágiles, por lo que los mozos comenzaron a zurrarse tela marinera con las manos, con las sillas de la taberna y con todo lo que fuera susceptible de impactar en el rival más próximo.
          Ante la superioridad de los mozos de Aldeavieja, los portugueses fueron perdiendo interés en la refriega y salieron huyendo en dirección a sus albergues, donde se alojaban otros sesenta obreros dispuestos a tomar parte en el asunto, pero la rápida mediación de la Guardia Civil evitó lo que pudo ser un grave incidente, y todo quedó en prestar declaración de los músicos rivales al ritmo presto que marcó el Juzgado local a las diligencias.


          Como curiosidad, he podido comprobar que, según el Censo Electoral de 1914, Nicomedes Torres López, dueño de la taberna, tenía, 29  años y vivía, junto a su hermano Nicomedes, cuatro años menor, en la calle del Mediodía, número 26; muchos números para una calle tan corta, pero así aparece en la documentación; tenía, pues, en la fecha del suceso, 43 años. A los demás los conocéis todos, más o menos, pues son vuestros antepasados.

3 de octubre de 2016

Leyendas de Aldeavieja: la Cruz de Hierro

          Todos conocemos el puerto de la Cruz de Hierro, hemos estado allá arriba y hemos gozado de las maravillosas vistas que desde allí se contemplan; al norte la extensa planicie de Castilla, los pueblos diseminados, los bosquecillos más o menos grandes, las cárcavas que nos anuncian la existencia de un río… al sur la depresión del Campo Azálvaro, el puerto de La Lancha y, a lo lejos, las cumbres de Gredos y del Guadarrama.
          Nos habremos preguntado la razón de su nombre y, mirando a nuestro alrededor, no habremos visto ninguna cruz, ni de hierro, ni de piedra, ni de ningún otro material, sólo las rocas desnudas y los tomillares; pero sí, aquí hubo, en tiempos, una cruz de hierro, que desapareció en una de las incursiones que las partidas carlistas, mandadas por El Perdiz, realizaron por la zona en torno al año 1838, desvalijando cuanto encontraban a su paso y llevándose todo metal que encontraban para fundirlo y fabricar lanzas y sables, pareciendo más una partida de forajidos que una facción de un ejército regular.
          El puerto ha servido de paso obligado entre la meseta norte y la sur durante muchos años, los ganados trashumantes lo han cruzado cuando los pastores llevaban las reses a los espléndidos  pastos junto al río Voltoya; el Campo Azálvaro, por el que han luchado, allá en la Edad Media, los pobladores de Villacastín, Aldeavieja y Ávila, hasta que los reyes lo dividieron entre ellos; por aquí pasaba el camino que llevaba a Las Navas del Marqués, Cebreros, Peguerinos… el viejo camino, que se desliza un poco más abajo de la actual carretera, bordeando los cerros, ha traído paz y guerra, muerte y vida, riqueza y desesperación…


          Al llegar arriba, al paso entre los dos valles, el viajero se santiguaba frente a la cruz erguida a la izquierda del camino, si hacía buen tiempo, paraba, se sentaba a los pies de la misma y se refrescaba con un buen trago de la bota y un pedazo de paz o queso que llevaba en el zurrón, si había llegado montado, su cabalgadura ramoneaba cerca de él, las riendas sueltas, descansando de la subida, a sus pies quedaba Aldeavieja y al otro lado le esperaba la llanura de Azálvaro… si era invierno, se arrebujaba en su capa, apretada la boca para no dejar que la ventisca le ahogara y, los ojos bajos, tiraba del animal en el que venía o tiraba de sí mismo para bajar, lo más rápido posible en busca del refugio de las chozas de los pastores o de alguna roca que le protegiese del viento, la nieve o la lluvia; qué tiempos aquellos… pensad si se os hacía de noche en la cima, con la única luz de las estrellas por guía, o la oscuridad más completa si estaba nublado… ¡que suerte si era la luna la que te iluminaba el camino!... fue una de esas noches, en que ni la luna ni las estrellas se asomaban a las tinieblas de la sierra, cuando sucedió esto que me contó mi tío Federico, una noche de invierno, al calor y la luz de la lumbre, en nuestra casa de Aldeavieja…
          “Tu bisabuelo Enrique, mi padre, ya sabes que fue médico en estos pueblos de los alrededores: Ojos Albos, Urraca, Aldeavieja, Tornadizos, Zarzuela… y había oído cantidad de consejas e historias que le contaban sus pacientes y sus amigos, en las largas tardes de invierno en la taberna o en casa de alguno de sus más íntimos, alrededor de una partida de cartas y un buen vaso de vino; pues en una de esas reuniones, un tal Salvador, que fue secretario del Ayuntamiento en Ojos Albos, les contó un peregrino suceso ocurrido a su abuelo, conocido como el tío Marcial, cuando en un frío día de noviembre iba desde El Espinar a su pueblo, para lo que tomó el camino más seguro, que era el que pasaba por la Cruz de Hierro.
          Estaba mediada la tarde cuando empezó la ascensión que, desde el antiguo camino real que llevaba a Ávila, iba hasta Aldeavieja, cruzando la sierra por su parte más accesible; así se ahorraba unas cuantas leguas que sólo harían que tardase más tiempo si elegía el camino que iba por Villacastín; iba caballero en una mula parda, ya mayor, pero que conocía aquellas trochas y veredas como los cascos de sus patas, no en vano había llevado a su dueño en los lomos durante muchos años en todos sus viajes por la zona.
          A la izquierda vislumbraba las casas de la finca de El Alamillo, donde tantos amigos tenía, pero no quiso distraerse en verlos, la tarde se ponía oscura y el viento soplaba como si no tuviera nada más que hacer que intentar quitarle la bufanda que llevaba tapándole la boca o arrebatarle el sombrero que, como precaución, se había sujetado con un barboquejo.
          A la derecha, la finca de las Erijuelas se iba oscureciendo paulatinamente, el tío Marcial dio unos taconazos en los flancos de la mula, incitándola a apresurar el paso; no le hacía gracia que se le hiciera de noche subiendo el puerto; la bajada hacia Aldeavieja ya era otra cosa, pero… la subida…
          La tarde se iba cerrando y el cielo amenazaba lluvia, o quizás nieve, el viento ya iba tomando carácter de ventisca y si hubiera tenido un termómetro habría observado que la temperatura bajaba y bajaba mientras él iba subiendo.
          Cada paso que daba su mula era a costa de un titánico esfuerzo, parecía que no se movían del sitio; a la derecha los altos de La Magradera casi no se veían, una especie de niebla, o simplemente la densidad del aguanieve lo impedían; por fortuna, las piedras del camino impedían la formación de barro y que su animal resbalase.
          Sólo el ruido de la ventisca y el agua del arroyo de los Navazos, cayendo de piedra en piedra, rompían el esfuerzo de la subida; la cima ya no quedaba lejos y una vez allí, la bajada sería más fácil, protegido por las propias montañas del viento que llegaba por su espalda.
          Ya debía de estar llegando a la zona de la Pesquera y la subida se hacía casi imposible; repentinamente un ruido a su derecha hizo que la mula se asustara, el tío Marcial no estaba preparado para ello y resbaló de su cabalgadura que, al verse libre de su peso, corrió hacia lo alto, perdiéndose enseguida de vista; por más que Marcial gritó y llamó, la bestia no regresaba; no quedaba más remedio que seguir, paso a paso, hasta llegar a la cima del puerto.
          Marcial creía que nunca lo conseguiría, casi arrastrándose, ganando a fuerza de voluntad cada metro que ascendía; a sus oídos llegaba una especie de voz, o eso le parecía, que le decía: -por aquí, por aquí-, aquello le dio ánimos, y otra vez, la voz le decía: -ya falta poco, un esfuerzo más, ya llegas-; notó que unas manos tiraban de su cuerpo abandonado y le arrastraban hasta un lugar donde no se sentía el viento; unas manos acariciaron su cara, suavemente… y volvió a escuchar aquella voz, cálida y amigable: -no te preocupes, ya estás a salvo-, intentó abrir los ojos y contemplar el rostro del que salía tan divina voz, pero sólo una niebla espesa le llegaba a través de sus párpados casi cerrados… de pronto sus manos se asieron a algo duro y frío, era la cruz de hierro que coronaba la sierra, ¡estaba a salvo!, ¡lo había conseguido!.


          Como si el contacto con la cruz hubiera sido una señal, de pronto, dejó de llover; hasta pareció que el frío menguaba y que la ventisca se convertía en un mero soplo; Marcial abrió los ojos y se encontró en la parte alta del puerto, subido a los escalones que sostenían la cruz de hierro y abrazado a la misma, a diez pasos su mula pastaba tranquilamente como si nada hubiera pasado; miró en derredor, nadie, nada, estaba solo; entonces, aquella voz… más tarde juraría que había oído una voz,  -pues como no fuera la de la mula…-, le decían entre bromas y veras sus amigos.
          Sin poder creérselo se acercó a su fiel cabalgadura, la tomó por el ronzal y poniendo el pie en el estribo se izó sobre la silla; estaba en la Taza de Plata, aquel anfiteatro abierto bajo las rocas del puerto y desde el que se divisaba la llanura castellana, a esas horas con más sombras que luces; guió a la mula hasta el camino y se dejó conducir, seguro del buen instinto del animal.

          Cuando llegó a Aldeavieja no quiso seguir, el cansancio y el miedo pasado habían podido más que las ganas de llegar a su pueblo; se alojó en casa de unos familiares a los que, a la luz de la lumbre les relató esto mismo que yo te estoy contando ahora; y les decía lo que siempre volvió a repetir cada vez que relataba su pequeña odisea: -yo oí una voz, una voz que me guió y que me salvó de morir de frío y de desesperación-“.