3 de octubre de 2016

Leyendas de Aldeavieja: la Cruz de Hierro

          Todos conocemos el puerto de la Cruz de Hierro, hemos estado allá arriba y hemos gozado de las maravillosas vistas que desde allí se contemplan; al norte la extensa planicie de Castilla, los pueblos diseminados, los bosquecillos más o menos grandes, las cárcavas que nos anuncian la existencia de un río… al sur la depresión del Campo Azálvaro, el puerto de La Lancha y, a lo lejos, las cumbres de Gredos y del Guadarrama.
          Nos habremos preguntado la razón de su nombre y, mirando a nuestro alrededor, no habremos visto ninguna cruz, ni de hierro, ni de piedra, ni de ningún otro material, sólo las rocas desnudas y los tomillares; pero sí, aquí hubo, en tiempos, una cruz de hierro, que desapareció en una de las incursiones que las partidas carlistas, mandadas por El Perdiz, realizaron por la zona en torno al año 1838, desvalijando cuanto encontraban a su paso y llevándose todo metal que encontraban para fundirlo y fabricar lanzas y sables, pareciendo más una partida de forajidos que una facción de un ejército regular.
          El puerto ha servido de paso obligado entre la meseta norte y la sur durante muchos años, los ganados trashumantes lo han cruzado cuando los pastores llevaban las reses a los espléndidos  pastos junto al río Voltoya; el Campo Azálvaro, por el que han luchado, allá en la Edad Media, los pobladores de Villacastín, Aldeavieja y Ávila, hasta que los reyes lo dividieron entre ellos; por aquí pasaba el camino que llevaba a Las Navas del Marqués, Cebreros, Peguerinos… el viejo camino, que se desliza un poco más abajo de la actual carretera, bordeando los cerros, ha traído paz y guerra, muerte y vida, riqueza y desesperación…


          Al llegar arriba, al paso entre los dos valles, el viajero se santiguaba frente a la cruz erguida a la izquierda del camino, si hacía buen tiempo, paraba, se sentaba a los pies de la misma y se refrescaba con un buen trago de la bota y un pedazo de paz o queso que llevaba en el zurrón, si había llegado montado, su cabalgadura ramoneaba cerca de él, las riendas sueltas, descansando de la subida, a sus pies quedaba Aldeavieja y al otro lado le esperaba la llanura de Azálvaro… si era invierno, se arrebujaba en su capa, apretada la boca para no dejar que la ventisca le ahogara y, los ojos bajos, tiraba del animal en el que venía o tiraba de sí mismo para bajar, lo más rápido posible en busca del refugio de las chozas de los pastores o de alguna roca que le protegiese del viento, la nieve o la lluvia; qué tiempos aquellos… pensad si se os hacía de noche en la cima, con la única luz de las estrellas por guía, o la oscuridad más completa si estaba nublado… ¡que suerte si era la luna la que te iluminaba el camino!... fue una de esas noches, en que ni la luna ni las estrellas se asomaban a las tinieblas de la sierra, cuando sucedió esto que me contó mi tío Federico, una noche de invierno, al calor y la luz de la lumbre, en nuestra casa de Aldeavieja…
          “Tu bisabuelo Enrique, mi padre, ya sabes que fue médico en estos pueblos de los alrededores: Ojos Albos, Urraca, Aldeavieja, Tornadizos, Zarzuela… y había oído cantidad de consejas e historias que le contaban sus pacientes y sus amigos, en las largas tardes de invierno en la taberna o en casa de alguno de sus más íntimos, alrededor de una partida de cartas y un buen vaso de vino; pues en una de esas reuniones, un tal Salvador, que fue secretario del Ayuntamiento en Ojos Albos, les contó un peregrino suceso ocurrido a su abuelo, conocido como el tío Marcial, cuando en un frío día de noviembre iba desde El Espinar a su pueblo, para lo que tomó el camino más seguro, que era el que pasaba por la Cruz de Hierro.
          Estaba mediada la tarde cuando empezó la ascensión que, desde el antiguo camino real que llevaba a Ávila, iba hasta Aldeavieja, cruzando la sierra por su parte más accesible; así se ahorraba unas cuantas leguas que sólo harían que tardase más tiempo si elegía el camino que iba por Villacastín; iba caballero en una mula parda, ya mayor, pero que conocía aquellas trochas y veredas como los cascos de sus patas, no en vano había llevado a su dueño en los lomos durante muchos años en todos sus viajes por la zona.
          A la izquierda vislumbraba las casas de la finca de El Alamillo, donde tantos amigos tenía, pero no quiso distraerse en verlos, la tarde se ponía oscura y el viento soplaba como si no tuviera nada más que hacer que intentar quitarle la bufanda que llevaba tapándole la boca o arrebatarle el sombrero que, como precaución, se había sujetado con un barboquejo.
          A la derecha, la finca de las Erijuelas se iba oscureciendo paulatinamente, el tío Marcial dio unos taconazos en los flancos de la mula, incitándola a apresurar el paso; no le hacía gracia que se le hiciera de noche subiendo el puerto; la bajada hacia Aldeavieja ya era otra cosa, pero… la subida…
          La tarde se iba cerrando y el cielo amenazaba lluvia, o quizás nieve, el viento ya iba tomando carácter de ventisca y si hubiera tenido un termómetro habría observado que la temperatura bajaba y bajaba mientras él iba subiendo.
          Cada paso que daba su mula era a costa de un titánico esfuerzo, parecía que no se movían del sitio; a la derecha los altos de La Magradera casi no se veían, una especie de niebla, o simplemente la densidad del aguanieve lo impedían; por fortuna, las piedras del camino impedían la formación de barro y que su animal resbalase.
          Sólo el ruido de la ventisca y el agua del arroyo de los Navazos, cayendo de piedra en piedra, rompían el esfuerzo de la subida; la cima ya no quedaba lejos y una vez allí, la bajada sería más fácil, protegido por las propias montañas del viento que llegaba por su espalda.
          Ya debía de estar llegando a la zona de la Pesquera y la subida se hacía casi imposible; repentinamente un ruido a su derecha hizo que la mula se asustara, el tío Marcial no estaba preparado para ello y resbaló de su cabalgadura que, al verse libre de su peso, corrió hacia lo alto, perdiéndose enseguida de vista; por más que Marcial gritó y llamó, la bestia no regresaba; no quedaba más remedio que seguir, paso a paso, hasta llegar a la cima del puerto.
          Marcial creía que nunca lo conseguiría, casi arrastrándose, ganando a fuerza de voluntad cada metro que ascendía; a sus oídos llegaba una especie de voz, o eso le parecía, que le decía: -por aquí, por aquí-, aquello le dio ánimos, y otra vez, la voz le decía: -ya falta poco, un esfuerzo más, ya llegas-; notó que unas manos tiraban de su cuerpo abandonado y le arrastraban hasta un lugar donde no se sentía el viento; unas manos acariciaron su cara, suavemente… y volvió a escuchar aquella voz, cálida y amigable: -no te preocupes, ya estás a salvo-, intentó abrir los ojos y contemplar el rostro del que salía tan divina voz, pero sólo una niebla espesa le llegaba a través de sus párpados casi cerrados… de pronto sus manos se asieron a algo duro y frío, era la cruz de hierro que coronaba la sierra, ¡estaba a salvo!, ¡lo había conseguido!.


          Como si el contacto con la cruz hubiera sido una señal, de pronto, dejó de llover; hasta pareció que el frío menguaba y que la ventisca se convertía en un mero soplo; Marcial abrió los ojos y se encontró en la parte alta del puerto, subido a los escalones que sostenían la cruz de hierro y abrazado a la misma, a diez pasos su mula pastaba tranquilamente como si nada hubiera pasado; miró en derredor, nadie, nada, estaba solo; entonces, aquella voz… más tarde juraría que había oído una voz,  -pues como no fuera la de la mula…-, le decían entre bromas y veras sus amigos.
          Sin poder creérselo se acercó a su fiel cabalgadura, la tomó por el ronzal y poniendo el pie en el estribo se izó sobre la silla; estaba en la Taza de Plata, aquel anfiteatro abierto bajo las rocas del puerto y desde el que se divisaba la llanura castellana, a esas horas con más sombras que luces; guió a la mula hasta el camino y se dejó conducir, seguro del buen instinto del animal.

          Cuando llegó a Aldeavieja no quiso seguir, el cansancio y el miedo pasado habían podido más que las ganas de llegar a su pueblo; se alojó en casa de unos familiares a los que, a la luz de la lumbre les relató esto mismo que yo te estoy contando ahora; y les decía lo que siempre volvió a repetir cada vez que relataba su pequeña odisea: -yo oí una voz, una voz que me guió y que me salvó de morir de frío y de desesperación-“.

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