Julián se alejó pensativo después de
su charla con el tío Boni; sí, era cierto que éste le había contado las viejas
historias que circularon sobre la ermita y las cosas raras que pudieron suceder
en ella…. pero eso fue hace ya mucho tiempo; no es que no creyese en lo que le
había contado, pero, en parte, le parecían cuentos de viejas, destinados a
asustar a los niños o para contarlos en las noches de invierno, al calor de la
lumbre, mientras el viento gemía entre las vigas de los altillos y las maderas
del techo chirriaban con la humedad, el frío y los ratones.
Decidió ir a ver al médico; don
Enrique era un hombre de ciencia, un sabio,
y seguro que le explicaría, razonablemente, las cosas que pasaban y las
que no pasaban; él le había cuidado y sabría el por qué y el cómo de las
dolencias que le habían aquejado.
Una vez tomada en su cabeza aquella
decisión, encaminó sus pasos hacia la calle Segovia, donde tenía su domicilio
el doctor y vería si tenía tiempo libre para explicarle las cosas.
Don Enrique estaba sentado en el
banco de piedra que estaba a un lado de la puerta de su casa; hojeaba un número
de la “Gaceta de Avisos” atrasado cuando, al levantar la vista, se encontró con
Julián que, de pie ante él, esperaba que acabase para poder preguntarle.
-¡Hombre, Julián, cuánto bueno…! Qué,
¿ya estás bien?, ¿cómo te encuentras?
-Pues ya muy mejorcito, don Enrique,
ya me ve…
-¿Te atreves ya a dar paseos por el
pueblo?, ¡eso es bueno!, ¡anda, ven, siéntate a mi lado, que tampoco te
conviene mucho estar ahí quieto, como un pasmarote!
Julián obedeció, se quitó la boina
que llevaba y se sentó a la izquierda del médico.
-¿Te hace un cigarrillo?
-¡Hombre, si se empeña!
-No me empeño, pero, si lo quieres….
-Le cogeré uno…
-No sé si te gustará cómo los hago
yo, le aprieto bien el tabaco para que dure…
-Así estará bien, don Enrique.
-Pues tú dirás…, porque no creo que
hayas venido sólo a desearme buenas tardes.
-Es usted un lince, don Enrique… pues
en efecto, he venido para que me diga, si usted quiere, claro… para que usted
me explique qué es lo que me ha pasado…
-Me lo imaginaba.
-Es que fue todo muy raro; y, luego,
además, he estado con el tío Boni… y, ya sabe usted cómo es, me ha empezado a
contar unas historias del tiempo de Maricastaña y… bueno, no las tengo todas
conmigo, esa es la verdad.
-¡Ya, claro!
-….
-Te diré la verdad, no tengo ni idea
de qué es lo que te ha pasado… ¡bueno, por partes!, sé lo que te ha pasado: has
estado inconsciente, te ha subido la fiebre y ésta te ha atacado tan fuerte que
ha hecho que tu cuerpo, como si le hubieran dado una paliza, necesitara un
montón de días para recuperarse; una vez que te ha bajado la fiebre (gracias a
mis remedios, por supuesto) sólo has necesitado recuperar las fuerzas y… ¡nada
más!
-Vale.
-Pero…. si me preguntas cual ha sido
la causa de que perdieras la conciencia y de esa debilidad suma que te ha
ocasionado…. Ahí me has pillado; ¡no tengo ni idea!, no tienes rastros de
fiebres, ni de gripes, ni de infección alguna… nada que pueda haber sido el
causante de todo lo que te ha ocurrido; está claro que hay una base emotiva,
psicológica, ese susto o miedo que te ha atacado de repente y que ha acabado
contigo en el suelo; si me preguntas si el agente de ese…pavor, ha sido
sobrenatural… yo te diría que no, categóricamente, pues esas cosas, como fantasmas,
aparecidos, muertos vivientes, brujas… o lo que sea… no existen…, o, por lo
menos, yo no creo en ellas… pienso que puede haber habido un motivo, como te
decía, psicológico; de la cabeza, vamos… y no quiero decir con eso que estés
loco, ni mucho menos, pero que algo se te ha cruzado ahí dentro, en esa mollera
tan dura que tienes, que ha hecho que vieras, o te pareciera ver algo… que te
ha aterrado y que ha deshecho todas las defensas de tu organismo…
-….
-¿Me entiendes?
-Creo que sí, pero… yo estaba bien y,
sabe usted, yo tampoco creo en aparecidos y nada me da miedo…¡pachasco!, no vea
usted en las noches oscuras, negras como boca de lobo, que paso en el Alamillo,
yo solo vigilando el ganado, ¡que oyes hasta lo que no oyes!, y nada me ha
asustado, nunca… pero, lo que sentí al entrar en la ermita y ver aquello…
-¿Qué viste realmente, Julián?
-No sé si se lo podré explicar…
-Inténtalo.
-Pues…. verá: al asomarme sólo divisé
un bulto oscuro, agachado o arrodillado a un lado de la urna del Cristo, pegado
a la pared de la derecha; se oía un ruido como de respiración entrecortada,
como cuando uno está muy cansado y respira muy deprisa y haciendo mucho ruido y
luego el raspar del eslabón contra el pedernal, las chispas que saltaban y, de
pronto, la llama prendiendo la yesca…. Aquel ser debió de oírme, o de sentirme,
más bien, pues yo estaba paralizado por la sorpresa y el temor… no había hecho
ni el ruido que puede hacer un ratón al correr por el campo… al resplandor del
fuego pude verle… aún hoy me estremezco al recordarlo, era una cara pálida,
redonda, con los ojos saltones de un intenso color amarillo y sus pupilas…. sus
pupilas eran una franja vertical negra, como la de las víboras…. Abrió la boca,
no sé si como amenaza o por la sorpresa de verme, y pude vislumbrar sus
dientes, grandes y afilados, como los de un gato montés y luego sonó su voz….
un chirrido agudo, como el silbido de una culebra pero más fuerte, más fuerte,
que penetró en mis oídos, en mi cabeza, llenándola, oprimiendo mis sesos, que
me dolían como si me fueran a estallar y, entonces, perdí la conciencia, y caí…
-¡Ya…!, Julián, yo, explicarte tus
dolencias sí sé…., pero, explicarte lo que viste… eso, eso sí que no puedo
hacerlo; no tienes marcas, ni señales de golpes, ni de lucha, ni nada extraño
en tu cuerpo; no sé qué decirte sobre lo demás.
-Gracias de todas maneras, don
Enrique, no sabe el bien que me ha hecho el poder contar lo que me pasó a
alguien, alguien que no me mire como si estuviera loco, o que se ría de mí…
-No me puedo reir, Julián, no puedo
porque no puedo explicar qué es lo que te ha pasado.
-Bueno, me acercaré a la ermita, a
ver si al volver allí, veo las cosas más claras… o más oscuras. Hasta luego,
don Enrique.
-¿Quieres que vaya contigo?
-No, ahora no; hoy quiero ir solo… si
necesito algo, ya se lo diría; adiós don Enrique.
-Adiós Julián…. y…. ¡suerte!
Julián se encaminó hacia el camino
real, no quiso cruzar la plaza, ni dejarse ver por la gente que por allí
pudiera estar y cogió la calle del Rodeo; dejó a su izquierda el cementerio
nuevo, y después de pasar por delante del camino que iba al Cubillo y a la
sierra se dirigió hacia la ermita con paso lento.
Enseguida llegó, todavía no había
nadie en las eras cercanas, a uno y otro lado del camino y echando un último
vistazo hacia el pueblo, a las mozas que llenaban sus cántaros en la fuente y a
los viejos que, sentados en los bancos de piedra, tomaban el sol, se acercó a
la puerta.
Estaba abierta, como siempre, la luz
que entraba dejaba ver al Cristo muerto dentro de la urna de cristal, una urna
que había regalado uno de aquellos indianos que habían vuelto de las Américas
forrados de dineros; una pequeña lamparilla, en un platillo con aceite,
iluminaba escasamente, mudo testigo de la soledad de la ermita; casi nunca
había nadie, sólo cuando alguien enfermaba de gravedad, venían las mujerucas a
encender velas al Cristo yacente, rogando por una buena muerte o, mejor, por
una milagrosa curación; sólo en esas ocasiones o cuando en Semana Santa venían
para sacar la imagen en procesión, se alegraba la estancia con la gente… si no,
era una ermita triste, ante la que se santiguaban los viajeros cuando pasaban
ante ella y poco más.
Se acercó al Cristo, los ojos
cerrados, la boca entreabierta, la sangre que resbalaba por su frente en
grandes goterones… a Julián le pareció más triste y más fúnebre que nunca; la
palidez cadavérica del rostro… el cuerpo estaba tapado por unos lienzos blancos
primorosamente bordados, quizás ya un poco sucios del polvo que, a pesar de la
urna, se filtraba.
Luego miró, por vez primera, al
rincón donde había visto la aparición… a la derecha de la talla; se acercó, se
puso de rodillas para mirar mejor y comprobar si había quedado huella de su
estancia allí… quizás, quizás aquello parecía una huella de un pie descalzo…,
quizás… o quizás no… ¿qué era aquello que asomaba bajo las andas que soportaban
la imagen?; se agachó, era algo metálico, no sabía qué hacer… por fin, alargó
la mano y lo cogió, estaba frío, era un eslabón…
Se incorporó y examinó el objeto; era
un eslabón de acero, fabricado con delicadeza, llevaba unas volutas que
formaban como flores para sostenerlo y, luego, junto a la parte que se aplicaba
al pedernal, gastada por el uso, le pareció ver una inscripción.
Con él en la mano salió fuera, para examinarlo
a la luz; apenas había dado un paso fuera de la ermita, cuando un rayo de sol
incidió en el metal del eslabón, se vio como un resplandor que le cegó
momentáneamente, algo le abrasó los dedos como si los hubieran tocado con un
hierro candente y el eslabón desapareció como si nunca hubiera estado allí.
Se miró la mano asustado, le dolía,
incrédulo comprobó que en la palma estaban grabadas, como a fuego, las volutas
que adornaban al eslabón; miró a su alrededor, movió con los pies la hierba que
crecía en el suelo… nada, no estaba allí; se agachó, mirando con cuidado, no
podía estar muy lejos; tenía que haber caído por allí, cerca, en torno suyo…
pero no estaba, por más que miró siguió sin verlo.
Se irguió, algo en su interior le decía
dónde estaba, se dio la vuelta y penetró de nuevo en la ermita; la penumbra le
impidió ver nada después de estar a pleno sol, cuando su vista se acostumbró se
agachó, y sí, allí estaba el eslabón, bajo la urna, en el mismo sitio de donde
lo había recogido un momento antes.
(continuará)
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