LUIS GARCÍA DE CERECEDO
Os voy a contar, hoy, la
historia de Luis García de Cerecedo; quizás alguno de vosotros no sepa quién es,
así que os lo voy a decir brevemente, es el fundador de la Capilla de San José,
en la iglesia de san Sebastián; vivió en el siglo XVII, a caballo entre tres
reyes: Felipe III, Felipe IV y Carlos II y fue amigo de algunos de los artistas
más importantes de su tiempo; fue un hombre rico, inmensamente rico y, bueno, a
continuación os cuento lo que he podido saber de él, os lo narro en primera
persona, como si fuera él mismo quien os lo relatara, espero que os guste y os
interese:
(Luis García de Cerecedo, detalle del retrato realizado por Francisco de Herrera)
“Sé que el final está
cerca, he vivido bien y mucho, he hecho siempre lo que he querido y he tenido
siempre lo que he deseado; no me han faltado ni el amor, ni las riquezas, ni la
fama ni nada de lo que es más apreciado en este mundo; he visto tres reyes en
estos reinos nuestros a lo largo de mi existencia, y ninguno de los tres me ha
parecido mejor que el otro, mi memoria espero que se conserve durante mucho
tiempo y ya sólo me queda esperar el momento en que vaya a reunirme con mi
esposa y mis hijos…
Pero, mientras, siento
que me vienen a la cabeza aquellos años de mi infancia en que nada me
preocupaba y nada me quitaba el sueño, en que la vida era un camino ancho y
hermoso que se abría ante mí, y que sólo esperaba que yo lo recorriera…
Un 15 de marzo del año
del Señor de 1617, mi madre, María González, me traía al mundo en la casa
solariega de los García, en este lugar de Aldea Vieja, perteneciente a la
Tierra de Segovia, ayudada por dos comadronas. Mi padre, Baltasar, se encontraba
en Andalucía por asuntos de su profesión, según me contaron cuando ya fui mayor
para entender las cosas; era tratante de ganado, pero no de esos que ves en las
ferias con un par de asnos o cuatro animalejos de mala catadura para vender,
no, mi padre lo trabajaba a lo grande; en aquellos años de guerras continuas,
contra el infiel o los protestantes o los gabachos, era indispensable tener una
buena fuerza de caballería y los caballos morían a miles en una batalla; o
acémilas para transportar los bagajes y la impedimenta de soldados, así como
bueyes y ovejas para alimentar a aquella inmensa soldadesca que luchaba bajo
las banderas del rey. Aquello representaba miles de ducados si se sabía hacer
bien y se conocían los resortes que manejaban aquella función, y mi padre los
sabía manejar muy bien.
(Supuesta casa solariega de la familia García Cerecedo)
Tuve una infancia feliz
en la que me enseñaron todo lo que iba a necesitar cuando fuera mayor; mi padre
me llevaba muchas veces en sus viajes a las ferias de Medina, o de Ávila o de
Segovia, donde contactaba con los grandes ganaderos para comprarles sus
partidas de caballos o de lo que fuera; y digo caballos porque era lo que más
ganancia dejaba; si un caballo valía veinte
escudos cuando era aún un potrillo, subía a cincuenta si ya estaba domado y a cien
o más si además era de raza; si era fuerte para el transporte o si no se
asustaba con los disparos o en el fragor de las batallas, su precio cambiaba;
así subía o bajaba en atención a una multitud de circunstancias… y todo eso me
lo metía mi padre por los ojos; cuando hacía una transacción me tenía a su lado
y luego, al acabarla, nos íbamos los dos a un rincón, o nos sentábamos a las
puertas de un mesón o una posada y allí discutíamos que había hecho bien, o
mal, qué se podría mejorar y por qué había hecho o dicho esto o aquello.
El negocio estaba en que
había pocos caballos, casi todos en las grandes dehesas del sur, en Córdoba
mayormente y había que traer caballos de fuera, de Italia, de Flandes, de
Francia…
Pensad que en la batalla
de Nordlingen, en el año del Señor de 1634, el cardenal-infante tenía a sus
órdenes cinco compañías de dragones, cada compañía con quinientos jinetes,
multiplicad…, pero considerad mejor, si os han parecido muchos, que en aquella
batalla las tropas de la caballería imperial llegaban a 13.000 jinetes y sus
enemigos a casi 10.000; imaginaos ahora a más de veinte mil caballos galopando
por la llanura donde se celebró la batalla, cayendo heridos por las balas de
los mosquetes o de las bombardas o por las picas de la infantería… era el
negocio de nunca acabar.
Y los dineros, ya sabéis,
dan la nobleza; ya aquel gran escritor que fue don Francisco de Quevedo lo
proclamaba en sus poemas:
…Poderoso
caballero es don Dinero…
Y con él, mi padre compró
el título de hidalguía que poseemos y nos convirtió en una familia de la
nobleza española.
Pero bueno, eso era con
mi padre; el resto del tiempo lo dedicaba a los estudios y a vivir… no creáis
que era un joven (o un niño) serio y encerrado entre las cuatro paredes de
nuestra casona, no, no era ese el caso; me gustaba disfrutar como al que más y
a eso dedicaba muchas horas al día; las tierras de nuestro pueblo han sido
desde siempre famosas por su caza, los jabalíes, los corzos, han vivido desde
tiempos inmemoriales en sus bosques, y el conejo, la perdiz, la liebre… han
hecho famosos a nuestros perdigueros; en cuanto tuve edad para ello, mi padre
me compró un arcabuz, a espaldas de mi madre, y con él recorrí la sierra y los
páramos en busca de mis primeras piezas; y el baile… en cuanto llegaban las
fiestas era uno de los primeros que se unían a la rueda y a los sones del
tamboril y de la dulzaina danzaba con cuanta moza se acercaba, y se acercaban
muchas, no lo dudéis.
También dedicaba tiempo
al estudio, quería seguir con el negocio de mi padre, pues me entusiasmaba esa
vida de viajes, de conocer personas y ciudades, discutir, engañar, intentar
sacar ventaja… y para ello cuánto mejor era saber… que no saber: ya no sólo las
cuentas, el leer y el escribir; también conocer la geografía de los reinos de
España, sus ríos, sus praderas, sus bosques, los puertos de donde salía y
llegaba tanta riqueza y también, como no, el arte, el saber gustar de un buen
cuadro, un buen dibujo, la gracia de una columna o sentir en el alma cómo la
luz que se filtraba por una vidriera o que descendía de una cúpula, iluminaba
mi alma y que hacía dar gracias al Señor por los bienes que me otorgaba y por
los dineros y el tiempo que me concedía para mejor disfrutar de todo ello.
Y así, casi todos los
días se acercaba mosén Marcos a nuestra casa y, en ella, estudiábamos a los
clásicos, a César, a Plutarco, a Virgilio… y las lenguas de los países cercanos
al nuestro, sobre todo el francés y el italiano; aparte de todo aquello que
debía de saber un caballero y, un viejo
soldado, que había servido en Flandes a las órdenes del Gran Duque de Alba, me
instruía en la esgrima y en otras artes no tan nobles pero que me ayudarían en
el caso de estar en peligro, un buen pistolón puede ser más resolutivo que un
estoque.
Para entonces ya había
fallecido nuestro señor el rey Felipe III, en 1621, cuando yo tenía cuatro años,
y había subido al trono su hijo, Felipe IV, acompañado por su antiguo ayo, el
conde-duque de Olivares, que ejercía de
valido.
Cuando llegué a los
veintiún años de edad contraje matrimonio con la mujer con la que había
compartido bailes y galanuras, María Antonia, de una de las familias más ricas
del pueblo; porque sí, para tener compañera, elegí a una mujer que me
entendiese, que me conociese, que tuviera mis propias raíces y supiera a qué
atenerse con respecto a mis muy largas y numerosas ausencias a causa de los
negocios que había heredado de mi padre.
Y, al año siguiente, nació nuestro primer hijo, Francisco.
Por entonces decidí poner
casa en Madrid, si de verdad quería medrar, tenía que instalarme en la capital
del reino y, desde allí sería más fácil buscar y encontrar clientes y tener
acceso a los grandes negocios donde, realmente (y nunca mejor dicho) corrían
los dineros. Las revueltas de Cataluña y Portugal contra la monarquía hispana
fueron una buena ocasión para acrecentar nuestros caudales, a la vez que
ayudábamos a las tropas de nuestro señor el rey en su lucha contra sus
enemigos, haciéndoles llegar buenas cabalgaduras para los regimientos de
caballería; corría el año de 1640 y, al año siguiente, nacía nuestro segundo
vástago, Luis, dando como buena la conseja de que todo hijo viene con un pan
bajo el brazo.
Todo esto y la mala
gestión que se estaba haciendo de las riquezas que venían de las Indias, aparte
de las típicas envidias y celos entre los cortesanos, dieron con la cabeza del
conde-duque por tierra, teniendo que alejarse de la Corte para dejar su sitio a
otro si no más inteligente, por lo menos poco conocido; unas cosas y otras
trajeron que el rey se declarara por tercera vez en bancarrota, con lo que
aquellos a los que debía dinero (pero sólo a los que debía poco) debieron de
contentarse con buenas palabras y pocos escudos; los demás, aquellos con los
que la deuda era grande, solamente “sufrimos” un pequeño retraso en llenarnos
las bolsas… hasta que llegara la próxima flota de las Indias.
En fin, volvió otro brote
de peste, que por fortuna no nos llegó y se consiguió que nuestros esforzados
tercios echaran a los franceses más allá de los Pirineos y que los catalanes
acataran la soberanía del rey y aquí paz y después gloria.
A todo esto la vida iba
pasando y, aunque no lo pareciese, uno se iba haciendo mayor y empecé a pensar
en el futuro; mi alma no estaba lo que se dice limpia de culpa y pecado; se
estaba acercando el momento de ponerme a bien con la Santa Madre Iglesia y
también, cómo no, hacer un lugar en el que reposar mis huesos y los de mi
familia en una obra que perdurara por los años e hiciera que mi nombre no fuera
olvidado con el correr de los siglos; hacer, no sé, algo que durase y me diera
fama.
Fue así como empecé a
idear el mandar edificar una capilla en el pueblo que nos había visto nacer y
crecer, con lo que, aparte de ayudar a la Iglesia aumentando su cabida y
arreglando su obra (¡que buena falta le hacía!), encontraría el lugar en el que
estarían nuestras sepulturas hasta la venida del Juicio Final. Para ello me
reuní, en la corte, con gente de mi rango que ya había hecho cosas parecidas
para que me diesen consejo y guía.
(Grabado del retablo del Convento de san Diego, en Alcalá de Henares)
La verdad es que el
asentarme en la corte fue una de las mejores cosas que pude hacer, a poco de mi
estancia en ella, el rey, y su Consejo, acordaron pasar todo lo relativo a la
cría caballar a una Real Junta de Caballería, en la que me pude incluir gracias
a mis amistades y contactos, se podía decir que ya tenía la sartén por el
mango; pero ya no sólo en lo referente a mis negocios terrenales, no, en un
viaje que realicé a Alcalá de Henares, ya que en dicha ciudad, además de la
famosa Universidad, había varios cuarteles de caballería; en ese viaje, repito,
me aconsejaron ver el convento de San Diego, pues en él, recientemente, se
había inaugurado el nuevo retablo del que se decían maravillas.
Así conocí al que, más
tarde, sería el artífice del retablo de mi capilla funeraria, Sebastián de
Benavente, con el que trabé una cálida amistad que ha durado hasta estos
últimos instantes de mi vida. Lo que vi de su obra me cautivó, era una forma
nueva de presentar a los santos, te daba más la sensación de altura, de
elevación y, a la vez, de recogimiento; sin grandes alharacas, sin florituras
excesivas.
Benavente fue el que me
presentó, a su vez, a un pintor sevillano, recién venido a la corte, y que se
había hecho famoso en su tierra, trabajando mucho para conventos e iglesias;
aquí, en Madrid, ya estaba haciéndolo, precisamente en una obra que estaba
realizando él mismo en la iglesia del Colegio de Santo Tomás; por lo visto este
hombre (que se llamaba Francisco de Herrera y se le conocía por “El Mozo” ya
que su padre, del mismo nombre, también fue pintor) vino a la corte a raíz del
fallecimiento del gran Diego de Silva, que fue pintor de cámara de Felipe IV y
que había dejado vacante ese cargo, por el que muchos suspiraban.
Bueno, pues este Herrera
estaba pintando un cuadro para ese retablo con el tema del sueño de San José y
me dijo Sebastián que no había visto nunca a nadie con más arte y soltura en la
pintura, me instó a que fuera a verlo y me aseguró que no me iba a defraudar.
Lo del sueño de San José
es un tema que siempre me había atraído para tenerlo en la capilla que estaba
ideando en mi cabeza, así que le hice caso… ¡y cuánta razón tenía!, la postura
del santo, dormido y teniendo un sueño que le hace sonreir … un ángel le señala
al Espíritu Santo, una blanca paloma que viene a inspirarle el viaje que debe
de realizar para salvar a su Hijo… viene entre un remolino de nubes iluminadas
por una luz… ¡divina!, algo así era lo que yo quería.
Allí mismo, después de
ver aquel cuadro, cogí a Sebastián por el brazo y lo llevé a un aparte:
-Tienes que empezar a
diseñar ese retablo para mi capilla.
-Pero… ¡si aún no la has
ni empezado…!
-Sí, ya lo sé… pero en
este mismo momento lo estoy haciendo. Dime alguien que pueda hacerme los
planos, que busque peones, carpinteros, canteros… alguien de tu confianza y
luego… ¡tú me harás ese retablo y llamarás a este Francisco para que pinte un
cuadro como éste… pero mejor!
Y así fue todo. Pocos
días después me ponía en contacto con Bartolomé Sómbigo, ayudante del
arquitecto mayor del rey, que en esos años estaba ocupado en construir la
capilla del Sagrario y el Ochavo en la catedral de Toledo, y él se encargó del
diseño de la capilla y de su edificación, acabándola en poco más de un año. En
1660, Sebastián comienza el labrado del retablo y dos años más tarde está listo
para el dorado.
(Iglesia de san Sebastián, parroquia de Aldeavieja)
Mientras, el país cae en
una nueva crisis económica; las guerras con los portugueses, que encima se
pierden, son un agujero insondable para las arcas reales, pero no para las mías;
mis bolsas están llenas y rebosan de ducados… pero tanta felicidad hay que
pagarla, pues nada es gratis en esta vida; no sé si por mis pecados o por el
dicho popular de “afortunado en el
juego…” el caso es que ese año de 1662 fallecía la que había sido la mujer de
mi vida y madre de mis hijos, mi compañera de sueños y de afanes. No todo se
puede tener en la vida y este suceso me hizo que me ocupase, más aún, en acabar
con la obra que tenía empezada, quería que ella tuviera, lo más pronto posible,
terminado el lugar de su descanso eterno; a fines de ese mismo año pude
realizar mi deseo; la capilla de mis sueños estaba finalizada y pude enterrar
en ella a mi mujer.
(Capilla de san José, en la iglesia de san Sebastián)
Tres años más tarde, en
1665, muere el rey, nuestro señor Felipe IV; su hijo, Carlos, es menor de edad,
por lo que ejerce la regencia su madre, doña Mariana de Austria; vienen tiempos
diferentes y eso se notó enseguida, cuando se firmó la paz con Francia y
Portugal; mientras, yo había seguido con las obras que mi esposa y yo habíamos
decidido hacer, a mayor gloria de Dios y de la Virgen su madre, para el perdón
de nuestros pecados y la salvación de nuestra alma; mandamos ampliar la ermita
de la Virgen del Cubillo, nuestra patrona, para construir un camarín para su
imagen.
Ese mismo año me reuní
con Francisco de Herrera, me había dejado muy satisfecho por su trabajo en
nuestra capilla funeraria y posé para él, pues quería que me hiciese un retrato
de cuerpo entero para colocarlo en ella; también, quería hablar con él sobre
otro proyecto que habíamos dejado pendiente: el retablo mayor para la ermita de
la Virgen, le hablé de lo que quería, pues me apetecía que hiciera una tabla
con la efigie de San Luis rey de Francia, ya que es el santo de mi nombre y
siempre le he tenido una especial devoción y un san Antonio en memoria de mi
difunta esposa (recordareis que se llamaba María Antonia) y que fuera pensando
en los demás temas para ver si eran de mi agrado.
(Antiguo retablo mayor de la ermita de la Virgen del Cubillo)
1675 fue un año muy
atareado pero, a la vez, me dejó muy buenos recuerdos y mejores ganancias;
parecía como que hubiera sucedido todo para celebrar la mayoría de edad de
nuestro joven rey, que pasaba a tomar las riendas del Gobierno con el nombre de
Carlos II, ¡ójala se pareciera a su tatarabuelo, el primero de su nombre y nos
devolviese las glorias y la riqueza que tuvimos en aquellos años!, aunque por
lo que recuerdo que contaban mis abuelos no fueron tan buenos, por lo menos de
cara a sus vasallos españoles, muchas guerras, mucha gloria pero pocas
ganancias y poco pan…
Como decía, gracias a las
buenas bolsas de dineros que había ido acumulando a lo largo de tantos años
trabajando, tuve la oportunidad de hacer un préstamo a la corona para que
construyeran las caballerizas reales y aunque nuestros reyes han sido siempre
malos pagadores, lo son a la larga y siempre te tienen en cuenta pues otra cosa
no, pero sí son agradecidos y bueno es tener quien te deba (y más en esas
alturas) a deber; y por la misma regla de tres tuvieron los padres jerónimos
del Monasterio de San Lorenzo, el aceptar otro préstamo para arreglos y mejoras
en el edificio, pues bien que se necesitaban desde que lo edificó el bisabuelo
de nuestro joven rey.
(Retablo de la Virgen del Rosario, en la iglesia de san Sebastián)
Así que, acreedor de la
Iglesia y de la Corona ¿qué más quería? Y así, pude mandar a Benavente que me
hiciera otro retablo, el antes mencionado para la ermita de la Virgen y que
contase con Francisco de Herrera para sus pinturas; Dios y su madre tengan en
cuenta estas obras para cuando llegue la hora de ir hasta ellos; pues todo lo
hago para su honra y gloria.
(Grabado del retablo de la ermita de san Cristóbal, en Aldeavieja)
Este año en el que nos
encontramos, el mil seiscientos setenta y seis de Nuestro Señor he apresurado
las obras que me quedan pendientes, pues veo que me empiezan a fallar las
fuerzas; Sebastián está trabajando en otro retablo, este para la ermita de San
Cristóbal, aquí, en el mismo pueblo, en la que fue antigua parroquia; otro
también de la Virgen del Rosario para la iglesia de San Sebastián, pues lo
había dejado mandado hacer mi mujer en su testamento y un Vía Crucis
procesional, con pinturas, para que recorra toda la iglesia; sólo espero ya,
que Dios me dé fuerzas para ver acabados esos proyectos y, si no, alabado sea
su santo nombre.”
(Retrato de Luis García de Cerecedo, por Francisco Herrera, el Mozo)
(Ese mismo año, el 20 de
agosto, moría Luis en su casa palacio de la calle Ancha.)