8 de abril de 2016

Leyendas de Aldeavieja: La garra del diablo. 1ª parte

         Hoy voy a publicar la primera parte de una antigua leyenda de nuestro pueblo; muchos de vosotros la habréis oido contar a vuestros mayores, pero tanto si es así, como si es la primera vez que sabéis de ella, aquí os la dejo. Disfrutadla (si podéis).


           Habréis visto, más de una vez, que la iglesia del pueblo, la parroquia de San Sebastián, tiene tres puertas: una orientada al norte, que es por la que se entra, otra en la pared sur, enfrente de la que está abierta y otra a los pies de la nave; estas dos últimas están tapiadas, cerradas a cal y canto y puede que, alguna vez, os habréis preguntado el por qué.
          Podéis haber pensado que se cerraron por comodidad, para evitar corrientes innecesarias dentro de la, ya de por sí, fría iglesia; o, quizás, por seguridad, todos conocemos el refrán que dice: “casa con dos puertas, mala es de guardar”, no digo nada si tiene tres; o, simplemente, por no ser necesarias, ya que el pueblo se extiende hacia el norte y las casas que quedan en las otras direcciones son pocas.
          Os habréis fijado, también, que las dos puertas tapiadas lo han sido en épocas distintas, pues mientras que una, la del lado este, está cerrada con piedras grandes, más o menos regulares; la otra, la del lado sur, fue tapiada con mortero y canto rodado, de una manera más artesanal.
          Efectivamente, la primera, la que está a los pies de la iglesia, se cerró cuando uno de los párrocos, a los pocos años de inaugurarse el templo, se dio cuenta de que cuando se abría aquella puerta se formaba una corriente que apagaba las velas del altar, con lo que se quedaban a oscuras en cualquier momento y más porque esa puerta era utilizada mayormente por los hombres que o llegaban tarde a las ceremonias o se salían antes de que acabasen, como suele suceder en casi todos los pueblos castellanos. La oscuridad de esa zona le impedía ver quién era el causante de las interrupciones y al no poder amonestar a nadie en particular, acabó por condenar aquella puerta, terminando, de una vez por todas, con el problema.
          Pero la otra puerta tiene otra historia que nada tiene que ver con la anterior. Sabréis que hasta mediados del siglo XIX, más o menos, se seguía enterrando a los difuntos en el interior de las iglesias o alrededor de las mismas, que era como decir en el mismo centro de la población; ya a finales del siglo anterior, durante los reinados de Carlos III y Carlos IV se dictaron leyes en el sentido de construir los cementerios a las afueras de las poblaciones por motivos de salubridad, pero la desidia y la falta de dineros alargó casi cien años su ejecución.
          Pues bien, alrededor de la iglesia de San Sebastián se erigía el cementerio de Aldeavieja, señalado por cuatro viejas olmas que muchos de vosotros recordareis, quizás, todavía. Al entrar o salir de los oficios se pasaba por entre las tumbas y los vecinos aprovechaban para limpiar o asear las de sus deudos.
          Pues bien, allá por los años de 1700 y pico vivía en Aldeavieja un hombre famoso por su mezquindad y avaricia, se llamaba Antón; este vecino residía en una de las casas más miserables de la Cabezuela, junto al camino real que llevaba hacia Ávila, solo y amargado, sin hijos, en tiempos estuvo casado con una mujer del pueblo a la que llevó a la tumba a causa de las penalidades que la hizo sufrir y la mala vida que la dio, reprochándole continuamente su culpa por no darle descendencia y pagando con ella sus malos humores y el exceso que hacía del vino.
          En la época de esta historia ya llevaba más de veinte años viudo y nadie le conocía amistades ni querencias con ningún vecino o vecina; se le veía en la taberna todas las noches, sentado frente a un vaso de vino en el rincón más oscuro y apartado; todas las noches igual, fuera invierno o verano; desde allí, con los ojos entornados vigilaba a sus convecinos como si contabilizase los vasos que trasegaban y, de vez en cuando, sus labios, se movían en una especie de maldición o juramento; nada más; al llegar las doce, cuando el nuevo reloj de la iglesia comenzaba a dar las doce campanadas que anunciaban el fin de la jornada, se levantaba, más encorvado y con peor cara que cuando llegaba, y dejando sobre la mesa una moneda de cobre, marchaba para su casa sin mirar a nadie, sin despedirse de nadie… como tampoco nadie le miraba al entrar o salir, y si alguna vez las miradas de alguno se cruzaban con la suya, volvían rápidamente el rostro haciendo, disimuladamente, una señal para alejar el mal de ojo o escupían ruidosamente como queriendo echar, lejos de si, cualquier contacto, aunque sólo fuera visual, con Antón.
          Nuestro hombre salía poco de su vivienda, aparte de sus diarios viajes a la taberna, lo justo para ir a cobrar las rentas que sus aparceros le debían, y que él calculaba maravedí a maravedí, sin darles jamás ni un día de aplazamiento y los días de fiesta para ir a misa; cuando entraba en la iglesia se quitaba el grasiento chambergo, dejando a la vista de todos su calva blancuzca y brillante que le daba más aspecto de calavera que de cabeza humana, después se dirigía a lo más oscuro del templo, junto a la enorme pila bautismal de granito que se había traído de la vieja iglesia de San Cristóbal y allí, en una mísera banqueta de madera que, un buen día, apareció en ese lugar, se sentaba toda la ceremonia sin dar señal de vida o muerte y sin seguir ninguno de los ritos y plegarias que la misa contiene; sólo se le veía animarse, si es que alguien estuviera tan loco como para molestarse en ver qué hacía, cuando sonaba el órgano sobre su cabeza, tocado por el sacristán del lugar, un hombre de unos treinta años que se llamaba Andrés.
          Andrés no era del pueblo; hacía ya unos cinco años que residía allí; se había casado con una muchacha humilde, huérfana de padre y madre, que vivía gracias a trabajar de sirvienta con una tía abuela por parte de madre y a la que cuidaba a cambio de cama y comida; cuando la anciana murió se casó con Andrés, que ejercía de sacristán a cambio de un sueldo mísero y ganaba algún dinero más rapando barbas cuando para ello era solicitado. Tenían tres chiquillos, dos niñas y un niño, que eran las delicias de sus padres pero que crecían flacos y desnutridos por la pobreza de la casa; los domingos, o cuando había función en la iglesia o en la ermita del Cubillo, iban todos con su padre a oírle tocar el órgano, quizás la única cosa que se le daba bien hacer.
          Una noche, mientras Andrés estaba limpiando las naves del templo y la sacristía después de los Oficios del Viernes Santo, oyó un ruido a sus espaldas y, algo asustando, se volvió, frente a él estaba Antón, con su cuerpo contraído, apoyado en una cachaba de nudosa madera.
          -Buenas noches nos de Dios, maese Antón –susurró con una voz que casi no le salía de la garganta-.
          -¡Déjate de saludos!, ¡tengo que hablar contigo de algo que me interesa!.
          -Usted dirá…
          -Mira, creo que tú eres la única persona de este pueblo de la que me puedo fiar un poco; los demás son todos unos mamarrachos holgazanes, buenos para nada excepto para intentar robarme.
          Andrés nunca le había oído soltar tantas palabras juntas a Antón, así que puso cara de interés y se aprestó a escuchar lo que el otro quisiera decirle.
          -¡Mira, vamos al grano! ¡cuanta menos coba, mejor!
          Andrés cada vez estaba más interesado.
          -Soy ya muy viejo, paso con creces de los setenta y sé que voy a morir pronto; quizás en un mes o dos.
          -¡Hombre, maese Antón! Está usted muy bien aún –mintió Andrés-
          -¡Déjate de gaitas y escucha!. No tengo nadie de familia y no creo que ninguno de los desagradecidos de este pueblo se preocupe por mi cuando muera…
          -Siempre habrá… -empezó a decir el sacristán-
          -¡Qué va  a haber!, esos sólo quieren mis tierras y mi dinero; cuando reviente seguro que se alegrarán más de diez o doce…
          -¡Hombre….!
          -¡Calla, te digo, y escucha!, te voy a dar esta bolsa de escudos, pero con una condición…
          -Usted dirá…
          -Cuando muera, quiero que me entierres en la tumba que ya tengo apalabrada con el cura; saliendo por la puerta del monte hay un hueco entre la tumbas de Eliseo y Martín ¿sabes dónde te digo?
          -Sí, sí…
          -Pues allí me enterrarás, en una fosa de ocho pies de profundidad que tú mismo cavarás, sin ayuda de nadie; eso es importante.
          -Entiendo.
          -¡Que vas a entender!, pero escucha… sobre mi cuerpo colocarás una caja que hallarás debajo de mi cama, y pondrás mis brazos sobre ella… luego echarás la tierra y encima pondrás una lápida que encontrarás en la cuadra pequeña de mi casa. ¿Has comprendido?
          -Creo que sí, pero…
          -No hay peros… si estás de acuerdo está bolsa que tiene cien escudos de oro será para ti, si no estás de acuerdo, otro se la llevará.
          -No, no, maese Antón, estoy de acuerdo con todo.
          -Bien, me lo imaginaba, así podrás alimentar y vestir a los sarnosos de tus hijos.
          -Sí, maese Antón…
          -Pero antes, tendrás que firmar este papel –y mientras le decía esto, sacó con una de sus descarnadas manos, un pliego de papel lleno de sellos y cubierto con una elegante escritura-. Como no me fío de ti, ni de nadie, he mandado hacer este escrito a un fiel de Segovia, en él pone todo lo que te he dicho que debes hacer a cambio de la bolsa; si no lo cumples y te quedas con los dineros, la Justicia te vendrá a buscar, te prenderá y te llevará a bogar en las galeras del rey, donde tú penarás mientras tus hijos y tu mujer mueren de hambre. ¿Lo has entendido?
          -Sí, maese Antón, lo he comprendido, pero no pene usted, que yo cumpliré…
          -Calla y firma.
          Andrés firmó al pie del documento y mientras el viejo enrollaba de nuevo el pliego y lo ocultaba entre los faldones de su viejo capote, le dio con la otra la bolsa con los dineros prometidos.
          -No intentes hacerme ninguna jugarreta o yo mismo vendré de entre los muertos a pedirte cuentas –masculló entre sus torcidos dientes el anciano.
          El viejo le volvió la espalda y, renqueando, se fue hacia la puerta que daba a la Cabezuela; un airecillo se coló cuando ésta se abrió y la vela encendida junto al sagrario vaciló tenuemente. Andrés seguía de pie en medio de la nave con la bolsa en su mano derecha; la hizo sonar y el limpio choque del oro contra el oro le hizo sonreir.
          –Qué fácil- pensó; -Juana se va a poner muy contenta cuando se lo cuente-.
          Sin darse cuenta empezó a distribuir aquel dinero en tantas cosas que necesitaban o deseaban que, de pronto, se puso a pensar si tendría suficiente; los seres humanos somos así, nunca tenemos bastante o eso creemos.
          Cuando Andrés llegó a su casa, y una vez acostados los niños, refirió a su esposa cuanto le había sucedido, mostrándole la bolsa llena de ducados de oro; a la luz del candil se quedaron los dos mirando aquel tesoro que brillaba iluminado por la llama danzante que parecía concederle vida propia.
          -¿No habrá gato encerrado en esto Andrés?
          -¿Qué va a haber, mujer?, no tiene a nadie y quiere que se le entierre como a cualquier cristiano; no veo nada malo en ello.
          -Y… esa caja de la que te ha hablado… ¿qué tendrá?
          - No sé… yo también he pensado en ello.
          -¿Más oro?
          -No sé… quizás…
          -¿Y se va a enterrar con él?
          -Capaz es…
          -¡Que desperdicio!, ¡eso no es cristiano!. Y… el papel que firmaste… ¿qué decía?
          -No lo leí, pero ya te he contado lo que me dijo; es para asegurarse de que cumplimos nuestro acuerdo.
          -¿Seguro que sólo eso?
          -Ya te digo que no lo leí…
          -No me gusta…
          -Si quieres le devuelvo el dinero y rompemos en trato…
          -¡No, no, eso no! Para que otro se quede con el oro… buena falta nos hace a nosotros.
          Y en estas pasaron los días y nada ocurría en la aldea; la primavera verdeaba los campos y algunas tímidas flores empezaban a despuntar coloreando las praderas; el tomillo, la mejorana, el cantueso florecían y llenaban las frescas mañanas con su aroma.
          Una noche de principios de mayo Antón no acudió a su cita diaria en la taberna con su vaso de vino; su ausencia extrañó a todos, pero no duró más que un rato de charla hasta que a la noche siguiente sucedió lo mismo; todos fueron de la opinión de que algo debería haberle pasado, mas ninguno se atrevía a llegarse a su casa y comprobar si le había ocurrido algo. La noticia llegó a oídos de Andrés y esa misma tarde, tras consultar con su esposa y con el señor cura, se armó de valor y se llegó a la casa del ausente.
          La puerta estaba cerrada y aunque golpeo con fuerza con la aldaba llamando al propietario, nadie contestó ni se oía ruido alguno en el interior. Varios vecinos observaban de lejos la escena sin atreverse a intervenir, pues la mala fama de Antón alejaba a cualquier curioso y nadie se iba a entristecer si hubiera muerto, todo lo contrario, sería un alivio, sobre todo para sus numerosos aparceros.
          Andrés rodeó la casa y cuando llegó a las tapias del corral saltó por ellas; un corralillo de mala muerte, con un pozo en un rincón y dos puertas, una que daba a una cuadra y otra a la vivienda, como era lo normal en casi todas las casas; abrió la puerta de la cuadra y allí, en un rincón, iluminada por el sol que entraba por un ventanuco, vio una lápida de mármol, se dirigió allí y leyó:
          “Aquí iace Antón Moreno Bargas”
          y, debajo, una figura que era como una estrella de cinco puntas encerrada en un círculo, en el centro, muy pequeña, que sólo una vista penetrante podía adivinar, había una cabeza de cabra.
          -Así que es verdad que tenía preparada su lápida –pensó Andrés- pero ni una cruz, ni el R.I.P., ni nada más…
          Al salir de la pequeña cuadra, donde no había, desde hace mucho, ningún animal, Andrés se dirigió a la puerta que daba a la vivienda y, al empujarla, sintió que cedía y que se abría.
          -También ha previsto esto –musitó-.
          Un pequeño y angosto pasillo de suelo de barro apisonado daba a la sala, pequeña y oscura; dentro de la casa hacía un frío de mil demonios y sólo la luz que entraba por una pequeña ventana junto a la puerta de salida a la calle iluminaba levemente la estancia; Andrés nunca había estado allí, pero todas aquellas casas eran más o menos iguales, se asomó a un hueco a la izquierda y vio un camastro sin más ropas que una desgastada manta negruzca por los años y la porquería junto a un arcón, grande y oscuro que contendría la ropa de la casa, un fuerte olor a orines secos le cortó la respiración y luego se asomó a otro hueco que se abría a la derecha; allí, echado en un viejo sillón frailuno estaba Antón; frente a él estaba la chimenea, ahora apagada, pero llena de cenizas blanquecinas; una mesa, junto al sillón, soportaba un plato de barro donde quedaban restos de sopas y una copa de metal con algo de vino tinto; encima del regazo de Antón un gato rubio miró desconfiado al intruso y maulló quedamente, cuando vio que Andrés se acercaba, saltó con un bufido y fue a perderse en algún rincón de la casa.
          Le tocó en el hombro y le movió por ver si estaba dormido, pero como ya sabía, todo le confirmó que había fallecido, los ojos muy abiertos, sin brillo, fijos en las cenizas, la cabeza ladeada con una mueca que, si fuera sonrisa, sería la que gastaba el diablo y las manos frías y pálidas; en una de ellas había un papel, lo cogió y pudo leer en una letra enrevesada:

          “Que me entierre Andrés el sacristán”

(continuará)

3 comentarios:

  1. Qué interesante! Espero ansiosa la continuación de la historia!

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  2. Me gusta todo lo que escribes sobre Aldeavieja. (Continua asi)

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  3. Quiero saber en que termina esto!!!

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