14 de junio de 2016

Leyendas de Aldeavieja: el monte Pelado.

          Imaginaos todo el alto de la sierra, hasta media ladera, llena de árboles: pinos, robles, encinas, hayas… entre ellos corren salvajes, saltando entre las peñas, mil y un arroyos de agua helada, que riegan cientos de pequeñas praderas que aparecen rodeadas de profusa vegetación; por las noches se ve correr a los jabalíes, a los gamos, zorros… y por el día, rebaños de ovejas y grupos de vacas sestean y pacen al cuidado de los pastores; la hierba está siempre verde, jugosa, formando uno de los pastos más nutritivos de la zona y, al otro lado de la sierra, igual… hasta llegar a la gran llanura del Campo Azálvaro; todo lo que hoy conocemos como la dehesa de Regajales, los Toriles, la Hoya, Castillejos, Casasola, el Alamillo…  y los montes que sirven de muralla a los vientos y las nubes, eran así… ¿cuándo? ¿hace cuántos años?, pongamos que seis siglos, más o menos… ¿por qué una montaña así, llena de arbolado, llega a llamarse monte Pelado?
          Hará poco más de ciento cincuenta años, todavía podían verse las heridas de los tocones en las laderas y ya, entonces, aquel pico se llamaba Pelado; ¿causas? La necesidad de pastos, de más pastos para alimentar a la, cada vez, más numerosa cabaña… y esos árboles, además de para alimentar el fuego de los hogares, servirán para construir los buques del Rey; se necesitaba mucha madera para esas grandes flotas que atravesaban el Atlántico para volver cargadas de oro y de plata con los que Su Majestad Católica pagaría esos ejércitos invencibles que se enseñoreaban por toda Europa para… nada.
          Esas fueron las causas de la deforestación de los bosques de nuestro pueblo, quedando sólo el bosquecillo de robles, el Valle, como testigo de la anterior riqueza. Pero hay una causa que a mí, personalmente, me gusta mucho más que esta que os he relatado; una tarde, cuando el sol pegaba más fuerte, nos la relató Emilio en aquel chozo que levantaba cada año en las eras del Prao Roble y que, más o menos, era así:
………………..

          ¿Conocéis la huerta de Miguel de Dios, verdad?, esa que está subiendo al cerro Pelado; pues bien, hace años, bastantes años, pertenecía a un paisano que se llamaba así: Miguel de Dios, de ahí su nombre; era de un pueblito de Cáceres y en la feria de Ávila había conocido a una moza de Aldeavieja con la que después se casó y vino a vivir aquí, se compró ese terreno e hizo en él una huerta, grande, a la que cercó con una valla de piedras, dejando a su alrededor árboles para que la defendieran del frío en invierno y del demasiado calor en verano.

           
                                          Camino a la huerta de Miguel de Dios, con el monte Pelado al fondo


          Todo alrededor era un bosque espeso de robles y encinas y sólo un estrecho camino, que Miguel había ido allanando, llegaba hasta la huerta.
          Todo era perfecto menos en un punto: por las noches los jabalíes y los gamos saltaban la cerca y destrozaban los mejores sembrados, encontrando, a la mañana siguiente, el pobre Miguel, con que sus esfuerzos sólo servían para alimentar a aquellos animales salvajes a los que no podía perseguir por lo intrincado de la espesura que rodeaba su posesión.
          Desesperaba de poder hacer algo y por más que ponía cepos, o lazos, los animales los sorteaban  y no caían en ellos, como si una secreta inteligencia los alejara de aquellas trampas mortales; es más, algunas mañanas, cuando llegaba, se encontraba con que todos los cepos se habían cerrado en falso y que los lazos, colgaban de las ramas inertes, vacíos, incluso alguno con una col o una zanahoria, como si aquellas bestias se hubieran estado burlando de los quehaceres del pobre huertano.
          Desesperado, contaba en la taberna, a todo el que quisiera escucharle, su mala suerte y preguntaba a cualquiera si conocía algún método o remedio para solucionar su problema; mil consejos peregrinos le dieron, pero ninguno le dio resultado, hasta que un día, el tío Ventura le sugirió que fuese a ver a la tía Micaela, en Ojos Albos, que tenía fama de ser algo bruja y, quizás, ella le pudiera dar algún remedio para salvar la huerta de los ataques de los animales.
          Le contó a Eufemia, su mujer, el consejo del tío Ventura y ella le animó a hacerle caso; el tío Ventura era ya un anciano, pero con la cabeza bien despierta y asentada y era un poco como el testigo viviente de todos los hechos pasados más importantes de la comunidad; sus razonamientos casi siempre eran certeros y llevaba muchos años ejerciendo de Juez de Paz entre sus vecinos, que le consideraban como el más honesto y cabal de todos ellos; así pues, Miguel, al día siguiente, enjaezó su mula y cogió el camino,  que por Silla Jineta, le llevaría al vecino pueblo.
          Todo el mundo sabía dónde vivía la tía Micaela; saliendo del pueblo, en dirección sur, en una casita baja, solitaria, que se confundía con el color rojo de la tierra que la rodeaba; una débil y fina columna de humo salía por la chimenea, panzuda y chata; Miguel se bajó de la mula y la ató a un arbolillo que mal crecía junto a la entrada.
          Golpeó suavemente con los nudillos en la puerta de madera, dentro no se oía ni un ruido; golpeó algo más fuerte, nadie contestó; empujó la puerta y ésta cedió… una habitación oscura, llena de un humo denso y picante, le dio la bienvenida…
          -¿Hay alguien en casa?
          -…
          -¿Hay alguien dentro?
          Ya se disponía a salir cuando una vocecilla le contestó desde el rincón más oscuro:
          -Pasa, Miguel, pasa y cierra la puerta.
          Sobresaltado, se dio la vuelta y allá, al fondo de la estancia, arrimada al fuego, una luz blanca y potente, que parecía surgir de dentro de la persona, iluminaba a una niña de apenas once años, rubia, blanca, sonriente, se cubría con un vestido azul pálido y una corona de amapolas y acianos adornaba su cabeza…
          -Venía a ver a la tía Micaela… ¿ha salido?
          -No, no ha salido.
          -¿Podrías avisarla?; he venido de…
          -…De Aldeavieja…
          -Sí, he venido de Aldeavieja para consultarla…
          -…Por los animales que destrozan tu huerta…
          -…Pero… ¿Cómo sabes…?
          -Miguel…. –dijo la niña con voz suave y como cansada-…Miguel, ¡yo lo sé todo!
          Lo que pasó después lo recordó toda su vida; aquella niña, dulce y tierna fue cambiando ante sus ojos, lentamente, para dar paso a una mujer joven y exuberante, con los ojos brillantes y la boca tentadora; después sus ojos se fueron perdiendo, poco a poco, entre las arrugas de la cara y la boca se mudó en una sonrisa irónica y cansada; más tarde sólo quedó una mujer anciana, muy anciana, con las manos afiladas y sarmentosas, pero con un brillo especial en los ojos y esa eterna sonrisa que había vislumbrado anteriormente.
          Se quedó allí quieto, en el centro de la habitación, pasmado y con un miedo en el cuerpo que le impedía cualquier movimiento…
          -… Siéntate… Miguel; en esa banqueta que hay frente a mi…
          Siguió con la vista el lugar que se le indicaba con la mano y vio allí, al otro lado de la lumbre, una banqueta de madera iluminada con aquella luz blanca e incierta…
          -Esto ha sido sólo un juego de magia; no te asustes; me gusta sorprender… un poco, a mis visitantes…; pero, tú habías venido a un negocio ¿no?.
          -Sí, tía Micaela… -pudo decir después de un profundo carraspeo-.
          -Pues… tú dirás… ¿o estaba yo en lo cierto con lo de los animales?
          -Sí, sí; por supuesto que estaba usted en lo cierto; a eso venía… pero no esperaba…
          -Ya me lo imaginaba; pero desde que te vi salir de Aldeavieja, estuve pensando en hacerte una pequeña broma… para romper el hielo, más que nada.
          -¿Desde que salí de Aldeavieja?
          -Sí, todo aquel que viene a mí me manda como un mensaje anunciando su visita; yo lo recibo en mi mente y me preparo para recibiros… es así de simple.
          -Entonces…
………………

          Caballero en su mula Miguel volvía a su casa; sentía como si la naturaleza le sonriera según iba avanzando por el camino de la sierra; los pájaros parecían saludarle y revoloteaban en torno suyo llenando el aire con sus trinos; hasta daba la impresión de que la primavera se había adelantado y flores que él no había visto al ir aparecían a los lados del camino mientras se acercaba a su destino; miró a la derecha y la masa de árboles ya no le parecía tan amenazadora.
          -Si todo fuera tan fácil como la tía Micaela le había dicho –pensaba para sus adentros-.
          En su cintura, sujeto con la faja, llevaba el frasco con el que, según le había indicado la anciana, evitaría que los animales del bosque arruinaran su huerta. ¿Sería tan fácil? ¿Habrían acabado sus pesadillas?
          El sol hacía rato que se había ocultado cuando llegó hasta su casa, allá en la calle Real; llevó a la mula a la cuadra y entró en la cocina, donde estaba esperándole su mujer; la abrazó como hacía mucho que no lo hacía y, con una sonrisa, le mostró el frasco, lleno de un líquido dorado que chispeaba con la luz de la cocina.
          -Esto lo solucionará todo –dijo-
…………………

          -La tía Micaela me dijo que echase unas gotas de este líquido en cada una de las esquinas de la huerta y los animales no me volverán a molestar, a cambio me ha pedido la mitad de nuestra cosecha y llevársela esté donde esté. ¿Qué te parece?
          -Creo que está bien, pues aunque pierdas ahora un poco será una ganancia para el futuro.
          -Eso mismo pienso yo; y seguro que, cuando llegue el momento, no lo querrá todo ¿qué va a hacer ella con tantos y tantos kilos de patatas, de nabos, de guisantes, de manzanas… ¡en fin, de tantas y tantas cosas!
          -Pues nada, no le des más vueltas, duerme y mañana te llegas arriba y echas lo que te ha dado. ¿con qué lo habrá hecho?
          -No sé, pero si funciona, tanto da si está hecho de cuernos de demonios.
          -No digas esas cosas, Miguel, la tía Micaela es bruja, pero de las buenas ¿no?
          -Eso mismo creo yo…
          -Vale, pues hasta mañana.
          -Hasta mañana.
…………………..

          A la mañana siguiente, no bien había amanecido, Miguel subió hasta la huerta y siguiendo las indicaciones de la anciana, echó cuatro gotas de aquel líquido dorado en cada una de las esquinas del cercado.
          -Ahora a esperar.
          Y lleno de esperanzas rehízo los surcos, resembró los cuadros pisoteados, enderezó los tutores de las judías y de los guisantes y abonó con cuidado los frutales.
          Cuando al día siguiente volvió, encontró que ningún animal había traspasado la cerca, aunque alrededor de ella vio numerosas huellas de animales, como si hubieran estado rodeándola una y otra vez buscando un sitio por donde entrar.
          Y lo mismo pasó al día siguiente, y al siguiente… y al siguiente… y así hasta que los frutos llegaron a su sazón y los recolectó y cual no sería su alegría al ver que los resultados habían sido mucho mejores de lo que nunca hubiera imaginado.
          Había llegado el momento de pagar a la tía Micaela el precio de su trabajo; alquiló una carreta y la llenó con la mitad, escrupulosamente contada, de los productos que había conseguido; luego, pasito a pasito, la fue conduciendo por el camino de la sierra hasta el pueblo de Ojos Albos; había salido muy de mañana, así que cerca del mediodía ya rodaba por las primeras calles del vecino pueblo, en dirección de la casa de la anciana.
          Al llegar allí observó que no salía de la chimenea el familiar hilillo de humo y las plantas que crecían alrededor de la vivienda estaban mustias y secas. Lleno de aprensión llamó a la puerta y, como siempre, nadie contestó; empujó la puerta, que cedió al momento y se encontró en la misma estancia que tan bien conocía, pero la chimenea no estaba encendida, ni nada delataba la presencia de la vieja; había una atmósfera fría y deprimente y faltaba aquella presencia picante y mágica que había sentido en su única visita.
          -Tía Micaela, -susurró-
          -¡Tía Micaela! –dijo un poco más fuerte-.
          Pero nadie contestó. Oyó un ruido a su espalda y por el rabillo del ojo pudo ver como una gata calicó escapaba rauda por la puerta entreabierta.
          Salió y, andando unos metros, llamó a la primera casa del pueblo que consideró habitada. A sus llamadas salió una vecina que se le quedó mirando con ojos expectantes.
          -¿No está la tía Micaela en casa?
          -No, ya no. La pobre murió el mes pasado.
          -¿Está, pues, en el cementerio?
          -¡Ay, la pobre!, como tenía fama de bruja el señor cura no la quiso enterrar en el camposanto, así que la metimos en una fosa que cavamos en la parte de fuera, junto a la pared de la solana.
          -¿Tiene alguna cruz o algún nombre?
          -No, que va, mi marido la puso una piedra gorda encima, con una cruz pintada; dijo que dijera lo que dijera el cura, había sido una buena mujer y nunca se había metido con nadie.
          -Gracias.
          -¿Es usted familia?
          -No, soy Miguel de Dios, de Aldeavieja…
          -¡Ah, sí! ¡el de la huerta!
          -Es que le traía unas cosas, me ayudó en un problema…
          -Sí, era una buena mujer, siempre ayudando al que lo necesitaba.
          -Pero ahora… no sé qué hacer con ello.
          -Pues nada, ¿qué va a hacer?, ella está muerta, así que de poco le iban a servir unas lechugas o unas zanahorias…
          - No, claro… pero me dijo que se las llevara donde estuviera…
          -¿Al cementerio?
          -Tiene usted razón; espere, que le dejaré aquí unos melones y unas judías; por lo menos era usted vecina suya…
          -Pues gracias, y no se preocupe; vuélvase a casa y rece por ella.
          Miguel volvió a su casa, le contó a su mujer lo sucedido y los dos llegaron a la conclusión de que nada más podían hacer.
          Cuando se acostaron, continuaban resonando en su cabeza las palabras de la tía Micaela: me llevarás la mitad de tu cosecha allí donde esté, allí donde esté… allí….
…………………

          No durmió nada aquella noche; antes de que el sol saliera, Miguel se encaminó hacia su huerta; todo seguía como lo había dejado el día anterior; las hortalizas recogidas, la fruta en cestos dentro de la cabaña, las matas arrancadas pudriéndose en un rincón… alrededor de la valla las pisadas de los animales, muchas más que antes, pero ninguno había pasado el cercado…. la magia de la tía Micaela seguía funcionando… más allá de la muerte.
          Pero algo no estaba en su sitio, no alcanzaba a ver qué era, pero algo no estaba igual; algo faltaba… algo que le dejó con la incertidumbre de si todo iba bien, de si todo seguía igual… y recordó, otra vez, las palabras de Micaela: la mitad de tu cosecha allí donde esté…
…………………

          Un mes después de lo anterior, antes de marchar a la huerta, Miguel se acercó a su mujer y le dijo:
          -Eufemia, hoy quiero que subas conmigo.
          -Si tú quieres…. Pero, ¿para qué? Nunca has querido que te acompañara…
          -Ya lo sé, pero quiero que me digas si las cosas son como yo las veo y si tú, también, puedes verlas.
          -¿Qué ha pasado, Miguel? ¡no me asustes…!
          -Pasar… pasar… mucho, o nada, según se vea.
          -Me estás asustando con tus misterios…
          -¡Anda, avíate, y nos vamos; voy a sacar la mula, para que vayas más cómoda.
          -Vale, hijo, pero te advierto que no me gusta que me vengas con misterios.
          Eufemia y Miguel, piano piano, fueron subiendo hasta la huerta. Ya dejaron atrás el cerro Calvario, con sus robles coloreándose de castaño, en busca del final del otoño; a su frente la huerta mostraba sus árboles con las hojas amarillas, esperando su caída y, alrededor…
          -¿Qué has hecho, Miguel? ¿Qué has hecho?
          -…
          -¿Callas?, ¿has cortado tú los árboles?
          -No, yo no…
          -Pero… antes llegaba el bosque a las mismas tapias de la huerta y ahora… ahora no hay ninguno, ni uno solo en más de… ¡yo qué sé! ¿cien pies?
          -Ciento cincuenta, exactamente… y cada día diez pies más.
          -Y… ¿dónde están?
          -No lo sé, desaparecen; no dejan rastro, sólo el tocón, como si una mano invisible viniera por la noche y los talara.
          -Pero… eso no puede ser; sería brujería… sería… ¡la tía Micaela!
          -Sí, eso mismo pienso yo…
          -La deuda…
          -Sí, creo que deberíamos hacer algo al respecto…
          -Pero ¿cómo vas a llevar verduras y legumbres a una muerta?
          -No sé… pero no veo otra solución…
          -¿Por qué no lo consultas con el cura?
          -¿Tú crees?
          -¿Qué podemos perder?
………………..

          Y Miguel y Eufemia se presentaron ante don Justo, que era, a la sazón, el párroco de San Cristóbal y le contaron sus cuitas.
          El buen sacerdote, acostumbrado a las barbaridades de sus feligreses se cuidó muy mucho de regañarles o de amenazarles con el infierno por sus tratos con una agente del diablo; bien sabía él que ese no era el camino; había que vencer al enemigo con sus propias armas y les propuso subir aquella noche hasta la huerta y observar qué es lo que pasaba allí; ya iría él bien armado para defenderse del Maligno si éste se presentaba por allí.
          Y dicho y hecho; a la noche, después de una buena cena, Miguel fue a buscar a don Justo y los dos, en compañía de dos o tres paisanos a los que habían hecho participes de sus preocupaciones, marcharon hacia el monte.
          No bien llegaron, se colocaron dentro de la finca, al resguardo de la cerca, bien arropados en sus mantas de Béjar y con una buena bota de Cebreros a mano; por eso de protegerse del relente.
          La noche iba refrescando según iban pasando las horas y el sueño iba amenazando con adueñarse de ellos; de pronto, comenzaron a oir sonidos que venían de todas partes, de dentro del bosque, sonidos que iban aumentando gradualmente; como una avalancha, el ruido iba en crescendo, como si miles de patas se acercaran a su posición; aguzaron la vista, llenos de aprensiones, con su pizca de miedo y, como no, de curiosidad y, a la luz de la luna contemplaron como se acercaban, desde lo más profundo del bosque, cientos de animales de todas clases: jabalíes, zorros, algún lobo, conejos, gamos, ardillas, liebres…, con los ojos abiertos de par en par y las bocas más abiertas aún, vieron como se acercaban a la valla de piedras, como la olisqueaban, la arañaban y se echaban atrás, como repelidos por un conjuro… comenzaron a dar vueltas alrededor de la huerta, emitiendo los sonidos más dispares, que sonaban lúgubremente en la rota quietud de la noche; así estuvieron una o dos horas, al cabo de las cuales se retiraron tal y como habían llegado… sólo había una pequeña diferencia, a la escasa luz de la luna, pudieron comprobar cómo el bosque se había retirado unos cien metros…
          Con algo de cautela y, ¿por qué no?, de miedo salieron de su resguardo sin poder creerse lo que acababan de contemplar; no hablaron, sólo saltaron la valla y, a la luz de unas antorchas que habían traído, miraron fijamente las huellas, las miles de huellas, que aquellos animales habían dejado antes de marchar, fueron siguiéndolas y, efectivamente, comprobaron cómo la hierba, una hierba verde y limpia, ocupaba el lugar en donde unos instantes antes había árboles de más de diez metros de alto y de tres o cuatro de diámetro; sólo los tocones, como recién cortados, borboteando aún savia fresca, señalaban el lugar en que habían estado.
          Se  miraron a las caras, confusos, asombrados, con tantas cosas que decir que no les salían las palabras; Miguel se acariciaba la barbilla; el cura, con los ojos cerrados, musitaba alguna oración y los otros, cada uno a su manera, manifestaban su perplejidad.
          Casi era de amanecida cuando volvieron al pueblo; quedaron en verse al día siguiente, después de haber descansado, para decidir el qué hacer.
………………

          Ya no eran cinco hombres, sino más de una veintena, los que se congregaron, a la llamada del alcalde, en la sala del concejo, instalada en los bajos del Ayuntamiento; allí se expuso la situación: el peligro, real, de que el bosque desapareciera para siempre en su totalidad y con él su abundancia en madera y caza; no todos estaban de acuerdo en que su desaparición fuera una maldición, los ganaderos especulaban con que sin árboles habría más pastos, y con más pastos, más ganado y más riqueza para ellos; los agricultores también pensaban que habría más zonas aptas para roturarlas y sacarían más provecho de la tierra; sólo los cazadores (aunque todos se sentían un poco cazadores) y los leñadores que vivían de la madera, de las bellotas y de la resina se sentían con la hoz en el cuello si los árboles seguían desapareciendo.
          No se ponían de acuerdo; todos culpaban, eso sí, a Miguel, de lo que ocurría; por no cumplir con el trato con que se había obligado con la tía Micaela.
          El cura decía que no se podían tener negocios con los siervos del demonio y aseguraba que la tía Micaela era una bruja y una sirviente de Satanás.
          Los demás no decían que no, pero en su interior pensaban que la difunta siempre les había ayudado, contra una pequeña prestación, en los problemas que la vida les ponía por delante.
          Todos pensaban, al mismo tiempo, que, cada día que pasaba, otro pedazo de bosque desaparecía; ¿pararía en algún momento?
          Llegaron a un acuerdo, en contra de la voluntad del párroco, Miguel llevaría a la tumba de la vieja el valor de la mitad de la cosecha que había tenido y, luego, según los resultados decidirían que hacían.
………………….

          Al día siguiente, muy de mañana, Miguel iba en su mula camino de Ojos Albos; en las alforjas una bolsa con cien escudos en plata tintineaba con los pasos desiguales del animal; lágrimas les habían costado a él y a su mujer deshacerse de aquellos dineros tan trabajosamente adquiridos; pero si deseaban seguir en el pueblo y parar aquella maldición tenía que hacer honor a la palabra dada a la bruja.
          El camino entraba en Ojos Albos bajando desde la sierra, poco más allá, en un cercado, al lado de la pequeña iglesia, estaba el cementerio rodeado de una arboleda; Miguel paró y ató la mula junto a las piedras del potro de herrar; hurgó en las alforjas y sacó la bolsa con los dineros; había gente parada en los alrededores observando lo que hacía; todos los pueblos de los alrededores conocían el problema que tenían en Aldeavieja y sabían que, en ese día, Miguel cumpliría su trato con la tía Micaela; no estaban allí para dar fe, pero… ¡cómo se iban a perder aquel suceso!.
          Miguel se aproximó al cercado y fue derecho al montículo de tierra señalado con la piedra gorda con una cruz negra pintada; llevaba una azadilla consigo y excavó un pequeño hoyo a la cabecera de la tumba, arrojó la bolsa dentro y luego lo volvió a cubrir de tierra. Los vecinos se habían acercado y observaron todos sus movimientos; alguno afirmó con la cabeza como dando a entender que eso es lo que se debía de hacer; alguna mujer se santiguó más como costumbre que como un acto de fe; Miguel se levantó y se persignó; luego se limpió de tierra las rodillas y se volvió hacia la mula, dando por terminada su parte en aquel drama.; esperaba que aquello hubiera servido para algo.
…………….
          El bosque siguió menguando; cada día un poco; así mes tras mes, año tras año; Miguel y su mujer se fueron del pueblo antes de que en la cara norte de la sierra no quedara ni un árbol; se fueron al pueblo de él, allá en Cáceres, y nunca más se supo de ellos.
          El bosque siguió menguando hasta que cruzó la cuerda de la sierra y al llegar al río Voltoya se paró; los arroyuelos siguieron regando aquellas laderas, formándose unos pastos inigualables para la cría del ganado (Regajales significa eso: arroyuelos).
          Ojos Albos creció y, en el siglo XIX, el cementerio cambió de lugar, hacia las afueras, perdiéndose todo rastro de la sepultura de la tía Micaela y de los dineros enterrados junto a ella… allí seguirán.
          La huerta recibió el nombre de su anterior propietario: la huerta de Miguel de Dios; pero aunque aún existe, nunca más se la ha utilizado como huerto.
          ¿Por qué no paró el conjuro una vez que Miguel pagó su parte del contrato? Unos dijeron que fue por la cruz pintada en la piedra, que impedía que el alma de la tía Micaela parase el conjuro; otros decían que si Miguel había perdido una de las monedas y la mitad debida y enterrada no era la cantidad exacta; otros…, pero, en fin, esos son ya cuentos viejos.
…………………


          Eso es lo que nos contó Emilio en su chozo; vosotros diréis cual de las dos razones es la más lógica como causa de la deforestación de la sierra y del nombre que recibió uno de sus puntos más altos: el monte Pelado; pero, a mí, me gusta más la historia de Miguel de Dios, el de la huerta.

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