(continuación)
Pasó el tiempo… ¿cuánto? no se sabe,
el caso es que esta historia se olvidó, que la casa se fue desmoronando de
nuevo, que el tejado se caía, la puerta colgaba de sus goznes, las ventanas,
apedreadas, eran ojos vacíos hacia la nada y, solamente, de vez en cuando, se
veía un gran gato negro, sentado en el alféizar, mirando, tranquilo, el ir y
venir de las gentes…
Por supuesto, nadie se acercaba
demasiado a la casa, sólo los muchachos, en esa edad de demostrar que se iban
convirtiendo en hombrecillos, como un ritual de adolescencia, se atrevían a dar
dos pasos dentro, tirar una piedra, pegar cuatro voces y salir corriendo…
cuando se les preguntaba, casi todos te contaban que sentían una presencia, que
se notaba una corriente de aire, que un frío helador parecía que te penetraba
y, entonces, echaban a correr antes de que la cosa fuera a mayores…
La historia que contamos sucedió por
esta época, ya la casa “maldita” no era más que un recuerdo, cuatro paredes de
las que la cal se caía en pedazos dejando ver las piedras con las que estaba
hecha, el tejado medio hundido… y sucedió que llegó una familia de “gallegos”
para ayudar en las tareas de recolección, era verano y las cuadrillas de gente
del norte recorrían los campos castellanos para segar (o lo que saliera) y
ganar unas pesetas con las que poder ir tirando durante el invierno; estas
gentes de las que hablamos, no teniendo dónde pasar las noches, se cobijaron en
las ruinas de la casa y, con un poco de maña, cerraron lo que quedaba en pie
con ramas y barro y taponaron los huecos de entretejas con retamas y tomillos;
la temperatura era buena y aquello les proporcionó un techo y un refugio
mientras duró la temporada.
Los vecinos, al ver que no les pasaba
nada, pensaron que era una tontería no aprovecharse de lo que los “gallegos”
habían hecho y así, cuando acabó la siega y marcharon, alguno se acercó y
colocó una puerta de verdad en el hueco que había servido de entrada y arregló
las ventanas y les puso cristales, reparó el tejado y se presentó en el
Ayuntamiento para poner la casa a su nombre y poderla alquilar a alguien que la
necesitase.
Este hombre, al que llamaremos… Juan,
enfermó repentinamente de un mal misterioso, el médico del lugar no pudo hacer
nada por él y falleció a los pocos días de haberse adueñado de la casa; su
viuda, aterrada, marchó del pueblo rompiendo, en un último momento, los papeles
que señalaban a su difunto marido como propietario de la casa.
Y pasó lo que se repite una y otra
vez en esta historia, la ruina se fue adueñando de la casa, empezó a
desmoronarse, los vecinos del pueblo huían de ella como de la peste y, por fin,
como tantas veces, un día, empezó a
salir humo por la chimenea y se rumoreó que en ella habitaba alguien, parecía
que una persona mayor a la que nunca se veía más que como una sombra tras la
ventana y, en esa misma ventana, un gato enorme, negro como la noche, vigilaba
el camino que transcurría frontero con la casa.
¿Era el mismo gato que se había visto
allí desde hacía muchos años? Unos decían que sí y otros que no; “es imposible” –decían-, “ningún animal puede vivir tantos años…”; “a
menos que sea el propio diablo” –decían otros- “y no me extrañaría”.
Nada ocurrió hasta que, un día, una de
las vecinas, movida, tal vez, por la curiosidad, llamó a la puerta de la casa:
-¿Hay alguien en casa?
-¿Quién es?
-Soy Julia, su vecina.
-¡Ya va, ya va!
Al abrirse la puerta, Julia se
encontró frente a una mujer ya mayor, ¿cuántos años tendría?, era difícil
saberlo; sus ropas eran antiguas pero no viejas, las arrugas de la cara casi no
dejaban ver unos ojillos inquisitivos e inteligentes, baja de estatura y, a sus
pies, el gato negro miraba a la intrusa con la cabeza levantada.
-Hola, hija, ¿qué deseas?
Julia permanecía quieta, silenciosa,
no estaba segura de que hubiese hecho bien llamando a aquella puerta, pero…
¿qué la podía pasar? No era más que una anciana, ¿qué daño podría hacerla?,
ella no creía en todos aquellos cuentos de brujas y desapariciones.
-Buenos días, yo… ¿no le sobrará un
poco de sal?, es que se me ha acabado y estaba haciendo un cocido para comer…
-Pasa, hija, pasa… vamos a la cocina,
allí tendré esa sal que deseas…
……….
-¡Julia, Julia! ¿dónde andará esta
mujer?
Alejandro buscó y llamó, preguntó a
las vecinas… habló con sus suegros…. se plantó una y mil veces ante el fogón de
la cocina y contempló el cocido que se estaba haciendo y que se había pegado al
estar al fuego más tiempo de lo debido, pero nada le sacó de su extrañeza ni de
su estupor; ¿dónde se habría ido su mujer?; nadie se desvanece así como así, y
menos estando preparando la comida…
Se asomó a la ventana y desde ella,
vislumbró la casa del camino del Barranco; un gato negro estaba sentado en el
alféizar de una de sus ventanas… ¿y si…?
No tenía nada que perder, se llegó a
la casa y llamó a la puerta…
Nada, no se oía nada…
-¿Hay alguien?,¡oiga! ¿no hay nadie
en casa?
Empujó la puerta y ésta se abrió.
-¡Hola! ¿Hay alguien?
Silencio; Alejandro se adentró en la
casa, nada, nadie, las cenizas de la cocina daban fe de que hacía poco que se
había apagado el fuego, aún estaban calientes… pero nada más, no había muebles,
no había ropas, no había nada, sólo una silla baja junto a la cocina apagada y
unas huellas de zapatos en el polvo acumulado del suelo.
……….
Y así estamos… la casa sigue allí, en ruinas,
sólo una de las paredes se mantiene medio en pie ¿por cuánto tiempo? se hundirá
del todo… o quizás algún día…
FIN