29 de diciembre de 2021

La misa del gallo (cuento)

 

     Sólo se oía el silbar del viento metiéndose entre las maderas mal encajadas de las ventanas; se apartó de ellas, fuera todo era oscuridad, una noche sin luna o, tal vez, una luna oculta tras las nubes; ¿qué mismo daba si no se veía nada?; se acercó al fuego que chisporroteaba alegremente en el hogar, se calentó las manos acercándolas a las llamas, ese era su único placer; alzó la vista… también por el tiro de la chimenea se oía el largo lamento del aire como cuando te acercas una caña a los labios y emites ese quejido largo y armónico que se desplaza a través de valles y cerros.

     Se sentó en la butaca frailera y miró fijamente la danza de las llamas, le atraían sus cambiantes formas, sus reflejos azules, verdosos, rojos, dependiendo de la parte de la madera que se quemaba y luego paseó la vista a su alrededor… el fuego iluminaba los basares que, sujetos a las paredes, mostraban su carga de platos, jarras, vasos y bandejas;

     Las paredes enjalbegadas mostraban sombras extrañas, caprichosas, siguiendo el baile enloquecido de las luces que surgían de las brasas…

     De pronto se quedó quieto, algo más se oía por encima, o detrás, del ulular del viento; era otro lamento, esta vez más nítido y quizás más potente, o más salvaje; sí, le era muy familiar, era el largo y vibrante aullido del lobo llamando a sus iguales, reuniéndoles para la cacería, para la cabalgada hacia las casas donde habitaban los hombres, hacia la aldea, hacia su casa y las de sus vecinos… hacia su comida; era la llamada del hambre y de la lucha y aquel sonido, tan temido u odiado por algunos a él le atraía, a la vez que le recordaba momentos, quizás los únicos, en que se había sentido realmente vivo.

     Se acercó, de nuevo, a la ventana… no esperaba ver nada, por supuesto, pero le pareció que el viento silbaba con menos fuerza y que la ventisca amainaba; de pronto, un sonido, que no por ser familiar dejó de sorprenderle, le llegó nítido y vibrante: era el sonido de la campana de la iglesia llamando a la misa del gallo, esa ceremonia típica de la Nochebuena a la que tantas veces había acudido en compañía de sus padres, cuando era un niño… ¡tam, tam, tam….! era el primer toque, la primera llamada para que los vecinos se fueran preparando para acudir al templo; ¡cuántos recuerdos!, unos buenos, otros no tanto, acudieron a su mente mientras oía aquellos toques metálicos y poderosos.

     ¿Y si esta noche fuera a la iglesia? ¿y si se acercara a oir aquella misa del gallo? Quizás, sólo quizás, podría volver a ser todo como antes… salir de aquella angustia que le atenazaba día a día, perder aquella soledad que le sumergía en aquella pesadilla en la que se había convertido su vida desde aquello…

     Se sentó en la butaca pensativo, no tenía muy claro qué hacer, cual sería la mejor opción: ¿ir? ¿quedarse?; fijó la mirada en el fuego, el baile de las llamas le atraía con sus ondulaciones, la madera chisporroteaba mientras se consumía y, cerrando los ojos, retrocedió a aquellos días de su infancia, aquellas noches de Navidad en que su madre se afanaba ante la cocina para poder darles una cena especial, algo distinto a lo que comían el resto del año, sus manos amasaban sin parar preparando lo que después serían empanadas rellenas o pelaban verduras que después se convertirían en el bocado más exquisito que nunca habrían probado… su padre, mientras, disponía, en una de las mesas, las figurillas de un Belén rodeadas de musgos, piedras y un riachuelo que llevaba agua de verdad…

     ¿Qué conseguía recordando aquellos momentos?, por un instante se quedó con la mirada fija en el techo; sobre las vigas de madera las sombras que las llamas reflejaban bailaban formando figuras que, a veces, le parecían formas obscenas ocupadas en el más descarado de los espectáculos…

     Las campanas volvieron a tocar: ¡tam, tam…!, ¡tam, tam…!; era la segunda llamada, pronto serían las doce y empezaría la ceremonia; se levantó acercándose a la ventana… nada se veía, nada; su casa estaba en un extremo de la aldea y raro tenía que ser el que viera los reflejos de los faroles de los vecinos mostrando el camino hacia la iglesia; ¡sí, iría!.

     Descolgó del perchero su viejo gabán, la bufanda de gruesa lana y el sombrero de fieltro; comprobó que los guantes estaban en los bolsillos y empuñando uno de los bastones que descansaban junto a la puerta descorrió los cerrojos que le separaban del exterior.

     Fuera la oscuridad era total, pero eso no le impedía saber por dónde iba; hacía un frío que intentaba meterse en su cuerpo y el sonido de la nieve cuando era pisada por sus fuertes botas le daban la impresión de encontrarse en alguna vasta llanura helada con destino a ningún sitio.

     A ambos lados le parecía percibir las negras moles de las casas, pero de ninguna de ellas salía el más mínimo resquicio de luz, ni el más leve sonido; le vinieron a la mente aquellas noches, tan frías y oscuras como ésta, en la que bien abrigados, seguían el tenue resplandor del farolillo que portaba el padre, en fila india, uno tras otro, con la madre detrás de todos, dirigiéndose hacia la plaza y llamando con risas y canciones a los otros vecinos que se les iban agregando por el camino.

     Nadie en el camino, sólo la blanca compañía de la nieve, que impedía la total oscuridad y el canto del viento al soplar entre los tejados y las chimeneas; ni una sola columna de humo se elevaba por encima de las casas y aquella soledad le iba pesando como si llevara un costal lleno de piedras sobre sus espaldas.

     ¡Por fin!, frente a él se alzaba la masa de la iglesia y en medio de ella, la puerta se veía señalada por la luz que, desde su interior, enmarcaba su silueta; en ese mismo momento las campanas comenzaron a sonar… era el tercer toque, cuando dieran su último tañido el sacerdote saldría de la sacristía y comenzaría la misa… nuestro hombre llegó a la puerta, dentro se oía un murmullo como de gente esperando, pisadas, susurros, alguna vocecilla infantil y el cristalino sonido de las sonajas de la pandereta; un escalofrío recorrió su cuerpo paralizando la mano que  iba a empujar la puerta; aquellos sonidos eran reales, él los oía, había luz, pero… la puerta cedió, al fin, a su empuje, cruzó el umbral, la luz del interior iluminó su rostro, un rostro que poco a poco fue perdiendo el color, los ojos muy abiertos, casi como si fueran a salirse de las órbitas… la nave de la iglesia se mostraba en toda su magnificencia iluminada por cientos de bujías y farolillos, junto al altar mayor un belén grandioso enseñaba el nacimiento de Jesús con figuras de terracota bellamente coloreadas, de la tribuna bajaban las notas del órgano que componían el comienzo de uno de los más conocidos villancicos y, en los bancos, en los reclinatorios, sobre los ruedos de esparto esparcidos por el suelo, las osamentas de los que fueron vecinos del pueblo atendían a la salida de otro esqueleto que, vestido de sobrepelliz y casulla, salía de la sacristía camino del altar…

     Apenas volvieron sus vacías calaveras cuando se oyó, sobre las piedras de la entrada, el sonido de un cuerpo que caía golpeándose contra el suelo. Sólo entonces, cuando dejó de latir su corazón, aquellos seres, si se les puede llamar así, fueron recogiendo sus enseres y fueron desapareciendo; uno tras otro, como absorbidos por el suelo iban ocupando las huesas que había debajo de las lápidas que formaban el pavimento del templo; todo esto se iba desarrollando ante la presencia del esqueleto que permanecía de pie ante el altar, como testigo o notario de cuanto allí ocurría; cuando la última de aquellas almas desapareció se vio cómo aquella calavera entreabría sus mandíbulas y, a la vez que también se esfumaba, se escuchaban unas palabras que eran como el punto final de aquella historia: ¡consumatum est!

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