21 de octubre de 2024

Una leyenda sobre la ermita de San Cristóbal.

 

     La noche hacía horas que había cerrado, las estrellas se escondían y volvían a aparecer entre jirones de nubes que el viento desgarraba; Doroteo volvía al pueblo tirando del asno cargado de leña; el invierno se había presentado más frío de lo normal y las podas realizadas en el cercano robledal y en el pinar de la sierra no daban abasto para cubrir las necesidades de los vecinos; él mismo había tenido que recurrir a la fresneda del pueblo vecino para abastecerse, había aprovechado las horas en que el día moría para, al amparo de la oscuridad, cargar el borriquillo con la entonces preciada mercancía, sin riesgo a ser descubierto y denunciado.


     El camino se empinaba poco a poco hacia la aldea cuando llegó a la bifurcación, sin dudar se dirigió por el de la derecha, más estrecho y pino, pero que le cubriría más de las difíciles, pero no imposibles, miradas de algún vecino.

     Dio un tirón a las riendas del animal para que éste avivase el paso y poder subir con más comodidad la cuesta; delante suyo, a la derecha, destacaba sobre la nieve la oscura masa de la iglesia-convento, de la que sobresalía la triangular espadaña, como un reto, hacia el cielo. Apresuró el paso, se contaban cosas muy extrañas sobre aquella iglesia, que estaba bajo la advocación de San Cristóbal, desde que se construyó la nueva y los monjes habían ido marchando poco a poco; en esa época ya sólo quedaban dos o tres, que se habían resistido a abandonar el lugar donde habían permanecido toda su vida.

     Soplaba el viento silbando entre las ramas de los árboles que lindaban la parte izquierda del camino; Doroteo iba pensando qué calles escoger para llegar a su casa cuando algo le hizo levantar la vista del camino; se paró un momento, apretando fuertemente las riendas del animal con las manos; le había parecido escuchar algo; miró a su alrededor; a su izquierda la oscura pared de los árboles, a la derecha el montículo blanco coronado por el convento... sí, allí, sobre la nieve de la ladera, unos veinte pasos delante suyo, destacaba un bulto oscuro, una forma que se movía en extrañas contorsiones, como celebrando un rito oscuro y olvidado; Doroteo se arrimó a los árboles con el propósito de pasar inadvertido, fijó detenidamente la vista en aquella figura, sí, era un monje, la oscura capucha le cubría la cabeza y el blanco cordón destacaba atado a la cintura; ya Doroteo se disponía a acudir a su lado por si necesitase su ayuda, cuando lo que vió le hizo apretarse contra los árboles con la boca y los ojos abiertos por el asombro.

     El que le había parecido un monje se desprendió del hábito, sacándoselo por los hombros, y ante sus ojos atónitos quedó una mujer, desnudo el cuerpo, con larga cabellera rubia, que parecía bañada por una luz que emanaba de ella misma.

     Permanecía de espaldas a él, con los brazos levantados, y pudo escuchar una palabras, para él incomprensibles, pero que parecían taladrar la noche:

 

Quid loqueris et ubi, de quo, cui quomodo, quando...

 

     Sonaban como una pregunta, altanera, impertinente, y a Doroteo le pareció que, por un momento, así debían hablar las diosas paganas a las que algunas veces se referían sus abuelos.

     La mujer permanecía de espaldas, quieta, como indiferente al frío reinante; su cuerpo blanco parecía confundirse con la nieve; de pronto comenzó a andar, despacio, pero decididamente, hacia el convento, subió los escalones de piedra que llevaban a la puerta de la iglesia y golpeó ésta, repetidamente, con el puño cerrado; al cabo de un momento la puerta se abrió y la mujer desapareció de su vista...

     Todavía aturdido por lo que había visto, Doroteo parecía un árbol más junto al camino; se frotó los ojos, sobre la nieve permanecía el oscuro hábito que la mujer llevaba puesto, no había sido una visión...

     Al fin se decidió, ató el asno a un tronco y fue siguiendo las huellas que los pies de la mujer habían dejado sobre la nieve; pronto llegó hasta el portón, con precaución lo empujó, notando, sorprendido, que cedía ante su presión; despacio fue abriendo la hoja y se asomó al interior; reinaba la oscuridad más completa, sólo la lucecilla del sagrario arrojaba un pálido reflejo rojizo sobre el altar mayor. Pronto sus ojos se fueron acostumbrando y distinguió los borrosos perfiles de la arcada que separaba la nave mayor de la capilla de la entrada; avanzó hasta el refugio que le ofrecía la columna en la que descansaban los arcos y desde allí paseó, más cómodamente, su vista por el interior de la iglesia.

     Le resultaban completamente familiares todos y cada uno de los rincones y, después de una rápida inspección, dirigió su mirada a las únicas salidas que ofrecía la nave; a la izquierda la puerta del norte, nada indicaba que hubiese algo anormal; por el contrario, por la puerta que comunicaba con el monasterio a través de la sacristía, una pálida luz se filtraba por sus rendijas, y hacia allí encaminó sus pasos Doroteo.

     Abrió con cuidado la puerta, la sacristía estaba desierta, de sus paredes colgaban los hábitos sacerdotales y la incierta luz de una lamparilla hacía brillar oros y espejuelos; Doroteo la cruzó sigilosamente y con su mano derecha alzó con precaución la pesada cortina que daba acceso a la zona del monasterio... estaba en ello cuando detrás suyo, en la iglesia, oyó rezar a los monjes; ¿cómo habían llegado allí?, ¿cómo, si el único camino lo ocupaba él?, ¿no sería que estaban ya allí cuando él cruzó la soledad de las naves?

     Volvió sobre sus pasos un tanto atemorizado, entreabrió la puerta y sus ojos se cegaron momentáneamente pues el altar mayor brillaba iluminado por todas sus lámparas; a escasos metros de donde se hallaba vio tres monjes, devotamente arrodillados, musitando oraciones en latín; pero algo inusual le obligó a levantar la vista hacia el retablo, allí, en la hornacina central, en el lugar de la imagen del cristo crucificado, patrón de la aldea, se encontraba la mujer que poco antes había visto sobre la nieve; ahora podía contemplarla a placer, era de una gran belleza; su cuerpo, aún desnudo, era perfecto; la larga cabellera rubia le caía por los hombros velando sus senos; estaba de pie, sonriente, orgullosa de su belleza y Doroteo pudo leer en sus ojos la satisfacción de quien es adorada, sus piernas abiertas enseñando obscenamente el sexo; Doroteo no podía apartar sus ojos de ella cuando, repentinamente, sintió un fuerte golpe en la cabeza y todo se volvió oscuro.

     Cuando despertó aún era de noche, tenía frío, se incorporó del suelo; le dolían los huesos y la nieve sobre la que descansaba le había quemado la cara; miró a su alrededor, estaba a pocos metros de su casa, el asno cargado de leña a su lado; se llevó la mano a la nuca, le dolía mucho; no se explicaba cómo había llegado allí... y el monasterio, y la mujer, y los monjes...

 

*

 

     Al día siguiente Doroteo madrugó y fue a oir misa a San Cristóbal, el único motivo que le llevaba allí era contemplar de nuevo el escenario de su aventura de la noche pasada.

     Penetró en la iglesia con un cierto nerviosismo, se santiguó lentamente, dando un sonoro beso a la cruz formada por sus dedos; en aquel momento un fraile rezaba el Ofertorio; Doroteo levantó la vista y ¡sí!, allí estaba la mujer, desnuda en la hornacina del cristo, pero hoy le miraba a él, le sonreía, le hacía ademán con las manos de que se le acercase... Doroteo miró en torno suyo temblando, escudriñó los rostros de las pocas personas que asistían a la ceremonia, intentó leer en ellos un gesto de asombro o de escándalo, pero sus caras no reflejaban nada, recogimiento, fervor, indiferencia... se acercó a un hombre que, de pie, junto a la columna de la arcada, seguía la misa.

     -¿No os parece que la imagen del Cristo no está hoy como siempre, maese Antonio?- le interrogó entre temeroso y avergonzado.

     El hombre le miró, miró hacia la hornacina, se encogió de hombros... – A mí me parece que está como siempre- murmuró con voz opaca.

     Doroteo volvió a mirar, con terror y esperanza a la vez... la mujer le ofrecía sus senos, sus encantos, con gestos perezosos y lujuriantes.

     Pero...¿nadie se daba cuenta de aquello?, pensó Doroteo mirando de nuevo en torno suyo... ¿es que se estaba volviendo loco?

     La misa acabó y después que los aldeanos hubieran salido de la iglesia, Doroteo entró en la sacristía; allí, un monje anciano terminaba de quitarse los ornamentos sagrados con ayuda del monaguillo; esperó a que acabasen y una vez que el chiquillo hubo salido se acercó al monje.

     -Padre, ¿qué le ocurre a la imagen del Cristo?

     El fraile le miró con cara de extrañeza.

     -Y pues, hijo, ¿qué es lo que le ocurre?

     -Pero... ¿no os habéis fijado?

     -¿En qué tenía que fijarme?

     No está!, ¡En su lugar hay una mujer, una mujer desnuda, una mujer que me miraba, que me provocaba con su cuerpo...!

     El fraile le miró, sonriendo levemente.

     -¿Y has notado ese cambio hoy, hijo?

     -No, hoy no, fue ayer, por la noche, yo...

     Doroteo calló, dándose cuenta de que estaba hablando quizás más de lo que debía. El monje volvió a sonreir, se encogió de hombros, se le acercó...

     -¿Sabes que día es hoy, hijo?

     -Jueves, padre...

     -Sí, jueves, pero además hoy hace, mejor dicho, ayer hizo cuatrocientos años que se levantó esta iglesia y este monasterio; antes que él hubo, en este mismo lugar, otros templos dedicados unos al Dios verdadero y otros a falsos dioses –al decir esto el monje volvió a sonreir como si su observación le produjera un interior regocijo-; dicen que aquí hubo un templo a Artemisa, diosa pagana, y hasta hace poco algunos enemigos de Dios intentaban adorarla en este su santo templo, ¿no serás tú uno de ellos, hijo?

     -¡No, padre!, ¡yo no...!

     -Te creo, hijo, te creo.

     -Pero esa mujer está ahí...

     El monje calló, salió a la iglesia, Doroteo le siguió; los dos alzaron los ojos hacia la hornacina...

     -Es muy bella, padre... –musitó Doroteo después de breves instantes.

     -Sí, hijo, muy bella.

     -Luego... ¿vos también la veis?

     No tuvo respuesta, vio cómo se arrodillaba y entonaba un extraño cántico mientras elevaba sus ojos hacia la mujer que le escuchaba complacida desde lo alto; después se levantó, apoyó su mano en el hombro de Doroteo, le miró a los ojos...

     -¿Quién crees que es, hijo mío?

     -Yo... no sé...

     -Es ella, ¡Artemisa!

 

*

 

     El convento tuvo pronto un miembro más, otro fraile que se negó a salir de él, que murió allí y allí fue enterrado.

     Todo esto lo leí en unas borrosas huellas de pies menudos que, aún hoy, marcan el piso de la hornacina del altar mayor, unas huellas que tienen un color diferente del de la piedra y que, durante veinticuatro horas al año, en el solsticio de invierno, se llenan de un calor humano, de un olor a misterio, a luna llena, a esperanza de vida... (lástima que esa hornacina esté hoy tapiada).

 

 

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