3 de mayo de 2016

Leyendas de Aldeavieja: El anillo de hadas

          ¿Sabéis lo que es “un anillo de hadas” o “un corro de brujas”?. Os lo voy a decir, cuando veáis en un prado un círculo perfecto, marcado por hierba más oscura (o más clara) o por florecillas o por setas, os encontraréis ante uno de ellos; ¿cómo sabréis si es de hadas o de brujas?, siento deciros que sólo se puede saber por los resultados… y, así y todo, eso no quiere decir que las hadas sean buenas y las brujas malas… todo un problema; ¿para qué sirve?, preguntaréis, se cree que son una puerta, una entrada misteriosa a ese mundo desconocido, entre la realidad y la fantasía, y que, colocándose en su centro, en el momento adecuado, se tiene la posibilidad de tener contactos con estos seres misteriosos.
          Uno de los sitios favoritos en que las hadas (o las brujas) instalan sus anillos (o corros) es en las praderas del Valle; esas praderas de hierba verde y lujuriosa que, en los meses de primavera, sólo se ve visitada por zorros, lobos, conejos y algún paseante despistado; pues bien, esto que os relato a continuación, es lo que le sucedió a un pastor hace muchos, muchos años, cuando llevaba su rebaño a que pastase por las praderas que existen cerca de las Peñas Verraqueñas, allá, a un lado del camino de abajo de la  Virgen cuando éste está atravesando el Valle.


                                                                            Anillo de hadas en el Valle
        

          Este pastor, al que llamaremos Quintín Moreno, seguía cansinamente a sus ovejas mientras que sus perros vigilaban para que no se desmandasen demasiado, corriendo veloces allí donde su amo, con una piedra lanzada certeramente, les señalaba que algún animal se despistaba o se quedaba rezagado.
          -¡Vamos “Toledano”, corre pa’llá! –le gritaba a uno de sus ayudantes mientras una piedra bien lanzada rozaba una de las orejas de la oveja que se desmandaba-.
          -¡Ria, rrria!
          Era ya cerca del mediodía cuando llegó a la vera de las peñas antes citadas, a las que se arrimó para dar cuenta de su almuerzo, el lugar era perfecto, un regatillo bajaba caudaloso por el deshielo de las nieves invernales y regaba abundantemente aquellos prados; las ovejas se agrupaban a la sombra de los centenarios robles y sus perros le miraban, jadeando, por ver si se escapaba algún pedazo de pan (o algo mejor) de las manos de su dueño.
          Estaba muy buena aquella longaniza y el queso era superior; pero lo mejor fue el traguillo de tinto, refrescado en la bota que le colgaba del hombro y a la que dio sus buenos tientos; miró a su alrededor… todo tranquilo, todo en su sitio; se recostó contra una de las piedras y calándose un poco más el sombrero llegó a la conclusión de que una buena siesta no le haría daño a nadie; si pasaba algo ya le despertarían los perros con sus ladridos.
          Le despertó el silencio… mientras entreabría los ojos miró a su alrededor… las ovejas dormitaban, unas de pie, otras sentadas y los perros habían sucumbido al sol de primavera y mostraban las panzas a sus rayos… pero había algo… algo que no era normal… aquel silencio… que no era silencio realmente… no se oían los pájaros, lo cual ya era raro… pero ni un balido, ni un gruñido… sólo como una musiquilla… una melodía sonando muy bajita… casi imperceptible…
          Ya despierto se puso en pie… miró a su alrededor… aquellos sonidos, suaves y melodiosos, salían de su izquierda… se giró lentamente y, entonces… entonces lo vio… era como un polvillo de colores danzando en el aire… un círculo de hierba más oscura que el resto se marcaba nítidamente en el suelo… y, sobre él, aquella nubecilla, o lo que fuera, bailoteando frenética…
          Las ovejas seguían pastando tranquilamente, ajenas a aquel espectáculo multicolor; Quintín llamó a los perros, muy bajito, casi en un susurro:
          -¡Toledano!, ¡Moro!...
          Los perros le miraron, pero continuaron panza arriba, con los ojillos semicerrados; como si nada pasara a su alrededor…
          Lentamente, Quintín se fue acercando, había oído viejas consejas de los anillos de hadas, cuentos que se contaban en las noches de invierno, al calor de la lumbre, después de una buena cena; también otros pastores hablaban de ellos cuando, en las noches de verano, se agrupaban en alguna majada y se relataban, unos a otros, sus experiencias… de aquellas conversaciones se salía con la idea, una vaga idea, de que lo mejor era no hacer caso de aquellas manifestaciones, pues nada bueno podía traer el tener relaciones con aquellas gentes “mágicas”…
          Pero la curiosidad pudo más que la sensatez… paso a paso se acercaba y pudo distinguir, entre aquellas nubecillas revoloteantes, como pequeños seres, personitas con alas que, cogidas de las manos, danzaban en el aire al compás de aquella musiquilla que salía de no se sabía dónde…
          Algo le impulsó a entrar en el círculo mágico, quería ver… sentir, bailar, él también, al son de aquella canción pegadiza y alegre… pero apenas dio un paso dentro del anillo marcado en la hierba cuando todo desapareció… allí no había nada, ni hadas, ni música, ni polvo de oro, ni alegría… sólo el sonido de las esquilas de las ovejas al moverse bajo el sol y el canto de algún cuco en el fondo de la arboleda…
          De momento se creyó víctima de una ilusión, de un mal sueño, quizás bebió más de lo que pensaba… pero, todo había sido tan real… no podía ser una mala pasada de su imaginación, él lo había visto, casi lo podría haber tocado si hubiera querido…
          Entonces… no, no había sido un sueño; ¿Qué hacía él, si no, en medio de aquel círculo marcado en el suelo?, aquello era real… estaba allí… y sí, estaba seguro… allí había habido algo más.
          Esperó y esperó hasta que el sol fue declinando y tuvo que marchar, llevando al rebaño al redil que tenía instalado en el margen del Valle; pero volvería… allí había pasado algo fuera de lo normal y él lo tenía que ver otra vez.
…………….

          Pasaron dos o tres días hasta que Quintín volvió al mismo lugar y, lo mismo que aquel otro, se apoyó al abrigo de las rocas para dar cuenta del almuerzo. Aquella vez no bebería vino, no quería pensar que si tenía de nuevo aquellas visiones maravillosas pudiera pensar que fueran fruto de los vapores del alcohol, no, esta vez no quería excusas.
          Terminó de comer y mientras se liaba un cigarrillo no quitaba la vista de aquel corro de hierba verde esmeralda que se veía a diez o veinte metros, enfrente suyo; miraba y miraba y no quería ni pestañear por si se perdía el momento en el que el prodigio se repetiría ante sus ojos… y esta vez no se lo perdería…
          Le costaba trabajo abrir los ojos… sentía la cabeza pesada y, repentinamente, se dio cuenta de que eso que tenía dentro era “la música”, “esa música”…
          -¡Maldición!- se dijo, -me he dormido.
          Aquel pensamiento le hizo abrir los ojos… y ¡sí!.... allí estaban… frente a él… aquella leve nubecilla formada por hadas (o lo que fueran) que giraban sobre el anillo mágico al compás de aquella misteriosa música…
          Se levantó despacio y, paso a paso, se fue acercando hasta que, ante sus ojos, bailoteaban aquellos seres diminutos como envueltos en una nube de polvo de oro; sin saber el por qué su boca se ensanchó en una sonrisa; una felicidad desconocida, sin causa ni motivo, le inundó y como en un sueño notó que aquellos seres crecían ante sus ojos, les iba viendo las caras, esas caras de felicidad, de inocencia, de ausencia de toda malicia… y una alegría contagiosa… sin darse apenas cuenta se encontró agarrado a sus manos y danzando con ellos sobre un camino de polvo de colores, como una alfombra fabricada por un fantástico arco iris; todo lo demás desapareció para él, ya sólo existía el deseo de danzar, de reir, de sentir una felicidad primitiva, sin causa, volver a esa edad de la infancia en que todo es motivo de alegría porque no se es consciente de que el mundo no es, precisamente, un paraíso.
          Se miró y encontró que sus bastas ropas de pastor, su pantalón de pana, sus abarcas, su gorra… se habían convertido en un ropaje evanescente, brillante, tachonado de remaches de oro puro y bordado por cientos de perlas minúsculas que le hacían brillar a la luz del sol como un diamante; sus manos, ásperas y grandes… se veían ahora suaves y blancas y aquella preocupación por sus ovejas, por los perros, el miedo al lobo… se olvidaron; formaba parte de un corro interminable de gente alegre y bella, que danzaba sin esfuerzo y sin cansancio hacia un gran agujero que se abría en la tierra como una boca…
………………..

          Quintín no salía de su asombro, acompañando a aquellos seres a las profundidades de la tierra pasó por innumerables salones, galerías, plazoletas… todas ellas brillantes, llenas de luz, como si allá abajo luciera otro sol, un sol que calentaba igual que el de arriba pero sin ese agobio de los meses de verano, como una eterna primavera; había árboles, llenos de frutas conocidas y extrañas que los singulares habitantes de aquel mundo subterráneo cogían para alimentarse y estatuas, monumentos, palacios… ¡todos de oro, plata, mármoles…!, fuentes de leche, de chocolate, de agua fresca y cristalina; ríos de… en fin, mirase donde mirase todo era como debía de ser el paraíso; las gentes le sonreían, le saludaban, todos sabían su nombre; le palmeaban la espalda, le tendían las manos, le acercaban cuencos de fruta y vasos con bebidas que despedían una fragancia atrayente y cautivadora.
          Siguiendo a aquella marea de gentes fue conducido a un amplio salón donde la riqueza y la exuberancia era aún más grande que todo lo que había visto; sentada en un trono, en medio de la estancia, una mujer de una embrujadora belleza le sonreía… como si solo estuviera él en aquella sala atestada de gentes.
          Con un gesto de la mano le indicó que se acercara:
          -Acercaos, maese Quintín; esperamos que todo lo que has visto sea de tu agrado.
          El mozo no sabía qué decir, ni qué responder; la belleza de la mujer, aquella mirada que le penetraba hasta lo más íntimo, el lugar cargado de riquezas… todo hacía que las palabras no llegaran a su boca y sólo pudo hacer un amago de sonrisa mientras asentía torpemente con la cabeza.
          -Queremos que os encontréis “como en vuestra casa” en nuestro reino –continuó con una sonrisa maliciosa la reina de aquel mundo.
          -No queremos que echéis nada de menos, así que si necesitáis cualquier cosa o tenéis algún deseo insatisfecho… sólo tenéis que decírselo a alguno de mis chambelanes –indicó señalando a unos personajes muy pomposos que rodeaban el trono.
          -Si queréis oro, plata, comidas, bebidas… o mujeres, sólo tenéis que desearlo y nos ocuparemos que seáis atendido en el acto; sólo hay una prohibición: nunca saldréis de mi reino… ¡jamás! Y si lo intentáis… ¡toda mi ira y la de mis vasallos caerá sobre vos!, pero… no creo que deseéis iros… ¿no es verdad?
          Quintín no se había planteado la duración de su estancia en aquel reino de las maravillas, así que no dijo nada, sólo sonrió bobaliconamente mientras miraba en torno suyo, no dejando de asombrarse con todo lo que veía.
……………
          ¿Cuánto tiempo pasó? ¿Cuándo llegó a echar de menos Quintín a sus ovejas, a sus perros o a la Julia que siempre le sonreía cuando pasaba con el rebaño cerca del caño? No se sabe, lo cierto es que, un día, lleno de añoranza decidió jugarse el todo por el todo e intentar huir de aquella cárcel de oro.
          Claro que… no se iba a ir con las manos vacías… nadie echaría en falta unas cuantas monedas de oro o alguna de esas joyas que adornaban cualquier rincón de aquel mundo maravilloso y a él… le iban a arreglar la vida cuando saliera de allí…
          Quintín se agenció un morral y lo fue llenando… un poco de aquí, otro poco de allá… aquellas gentes eran descuidadas y dejaban sus tesoros por cualquier parte, nadie notaría nada; después, poniendo cara de fiesta se agregó a un grupo de duendecillos que iban a salir al exterior a danzar entre las flores de primavera; con su morral, un poco pesado, esa era la verdad, a la espalda, se unió a ellos, agarrado de las manos mientras otros portaban los violines, los tambores, las trompetas, con que iban a marcar la danza de la buena gente.
          Ya sonaban las notas, las gaitas, la dulzaina, el tamborcillo alegraban los corazones y comenzó una agitada y alegre danza mientras salían, envueltos en polvo de oro y nubes de polen hacia la mañana soleada que les esperaba fuera… la tierra se abrió sobre sus cabezas y uno tras otro salieron bailando, las manos unidas y, en la cabeza, las notas alegres de la música… era el centro justo de un anillo de hadas que les rodeaba totalmente marcado por cientos de florecillas silvestres: campánulas, violetas, margaritas, acianos nacían juntos, trenzados, formando aquel alegre corro.
          Quintín miraba con un ojo por dónde podría escapar mientras con el otro vigilaba la danza para no perder paso y resultar sospechoso, pues si en algo se ocupaban aquellas gentes era en mostrarse en la danza como unos verdaderos maestros, no importándoles nada más que la belleza y la armonía de su baile.
          Al fin, cuando la mazurca que ejecutaban les obligaba a soltarse de las manos y girar sobre sí mismos a una velocidad que les hubieran envidiado las peonzas, si éstas pudieran envidiar algo, Quintín se dejó caer sobre la hierba y echó a correr hacia los bordes del anillo mágico y así poder escapar… de lo que no se dio cuenta es de que a cada paso que daba para alejarse de los danzantes… su tamaño iba creciendo, y de una figura poco visible, del tamaño de una libélula pequeña enseguida pasó a abultar como un gato mediano y justo cuando saltaba sobre el círculo de flores tenía la fortaleza de un podenco.
          Fue en ese momento cuando algo estalló tras de él; en el mismo instante en que abandonaba el anillo se oyó como una especie de explosión, la música cesó de sonar en sus oídos y, al volver la vista, no pudo distinguir a ninguno de los duendecillos que pocos instantes antes le acompañaban en el baile maravilloso.
          Corrió con todas sus fuerzas, le daba igual hacia dónde, el caso era huir; algo en su interior le decía que había de pagar muy cara su huida… y su robo; el morral le pesaba en sus espaldas y le golpeaba al correr… poco a poco fue sintiendo como un airecillo frío, muy frío, le iba siguiendo, soplando entre sus cabellos hasta que su carrera se vio frenada por un enorme animal que había aparecido, como de la nada, en su camino.
          -¿Dónde vas tan deprisa, Quintín? – y la figura, primero como de ciervo temible fue metamorfoseándose en el cuerpo de una bella dama que, al instante reconoció.
          -¡Oh, Majestad! Perdonad… -balbuceó aterrado mientras doblaba las rodillas y caía implorante ante la reina de las hadas.
          Había abandonado ya las lindes del Valle y sus pasos le habían dirigido por unas tierras incultas en las que señoreaban enormes piedras de granito, a lo lejos se percibían los tejados de la ermita de la Virgen.
          -¿Nos dejas? ¿Recuerdas lo que te dije cuando llegaste a nuestro mundo?
          Quintín lloriqueaba en el suelo, con las manos extendidas hacia el hada, la voz de la reina había pasado de su natural dulzor, por una escala de graves, a tornarse terrible y amenazante; él sabía de lo que podía aquella mujer, la más encantadora y la más terrible de cuantas había conocido.
          -Además… ¡has traicionado nuestra confianza!, ¿qué llevas en esa mochila?; ¿qué has robado de nuestro reino?
           Quintín no sabía dónde mirar ni qué hacer; estaba avergonzado  y aterrorizado; todo se había descubierto, ¿qué hacer?... sí, ¡huiría!, correría hacia la ermita y allí no podría entrar el hada, pero… ¿le daría tiempo? Estaba muy lejos… pero era su única solución…
          Lo primero era deshacerse, aunque con dolor, de su pesada carga…
          -¡Oh, perdonad!, la avaricia me cegó… -dijo mientras descolgaba de su espalda el morral y lo arrojaba a los pies de la reina.
          Entonces se levantó raudo y echó a correr campo a través…
          Por un momento creyó que podría huir, que la reina se conformaría con recuperar el oro y las joyas…
          Entonces oyó, a su lado, una voz, una vez suave pero nada tranquilizadora:
          -¿No correrías mejor… ¡y más rápido! Si no llevaras esa ropa tan incómoda?
          Y a la vez que terminaba de oir estas palabras notó cómo la ropa que llevaba se desprendía de su cuerpo, volatilizándose; su fantástica casaca con botones de oro, los puños y hombreras decorados con polvo de diamantes… los pantalones con hileras de pequeñas perlas a los lados… la gorra tachonada de herrajes de plata… los botines con cordones de seda… todo desapareció; sintió el aire y el frescor de la mañana en su piel y las piedras comenzaron a clavarse en sus desnudos pies…
          -Bueno…- pensó -, si se conforma con esto…
          No bien acababa de decirse estas cosas cuando notó que ya no se movía…. Que no avanzaba… que sus pies… sus pulmones… sus ojos… habían dejado de obedecerle….
…………..
          Y allí está, allí está todavía; en medio del campo, entre los límites del Valle y el santuario de la Virgen, un cuerpo de piedra (ya sólo medio), de vieja y redondeada piedra berroqueña… como aviso para aquellos que sientan la tentación de burlarse de las hadas…



                                                                          Lo que queda de Quintín... su trasero

          Y es que… meterse en un anillo de hadas cuando éstas salen a danzar bajo los rayos del sol puede ser muy peligroso, e intentar huir de ellas o robarles… mucho más. Imaginad, por un momento qué habría pasado si en vez de hadas hubiera sido un corro de brujas…

1 comentario:

  1. A ver que opinan los Quintines cuando lo lean!!!


    Muy entretenido como el resto de tus historias.

    Estoy ansioso por leer la próxima.

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