17 de mayo de 2016

Leyendas de Aldeavieja: La bodega

          -Gregorio, chico, ves a avisar a tu padre que esta noche le invitamos a cenar en casa; que venga con tu madre. ¿Entendiste?
          -Sí señor, ahora mismo voy.
          Y Gregorio se dio vuelta y cruzando la plazoleta de la cruz entro en una casa de dos alturas, encalada por fuera y que encima de la puerta mostraba este cartel: “Farmacia Perlado”.
          -¡Padre, padre!, ¡que don Juan me ha dicho que le invita a usted y a madre esta noche a cenar en su casa!.
          -Vale, vale, Gregorio; ¿dónde está tu madre?
          -No sé, estará en casa del tío Julián; me ha parecido oírla hablar con la tía Vitorina…
          -Pues anda, ve y dile que venga, que tendremos que prepararnos para ir a esa cena y no vamos a ir así, de estar por casa.
          La casa de don Juan era la más grande del pueblo; de una sola planta, se abría en una esquina de la calle Segovia con la calle del Mediodía, dos grandes ventanales enrejados se abrían a cada calle y una gran puerta, con un tirador en forma de cabeza de león daba acceso a su interior; un distribuidor, fresco y alto, conducía a distintas puertas que daban a diferentes habitaciones, a izquierda y derecha, con ventanas al exterior, se encontraban la sala de billar y el despacho del dueño de la casa, al fondo una escalera conducía a un sobrado, todo el compartimentado por paredes de madera.



          Juan Moreno y Esteban era de Urraca-Miguel y su mujer, Juana Gordo Moreno, pertenecía a una de las más ricas familias de Aldeavieja; don Juan era notario en la ciudad de Toledo y había elegido el pueblo de su mujer para pasar las vacaciones de verano, para lo cual había comprado aquella vieja casona y la había adecentado para poder estar en ella largas temporadas.
          En una de las habitaciones interiores, de cuyas paredes colgaban cabezas de jabalí y de venado, intercaladas con pequeños cuadros ovalados también de piezas de caza, estaba instalado el comedor de gala, en el centro la gran mesa de nogal rodeada de sillas ricamente labradas y pegado a la pared un gran aparador, también de madera tallada que exponía en sus vitrinas lujosas piezas de cerámica de Talavera y de Puente del Arzobispo; allí, a la luz de dos grandes lámparas que colgaban del techo, con decenas de bujías, se desarrolló la cena; se conocían de toda la vida, pues eran medio familia, y la velada se desarrollaba entre la natural alegría de los que comparten sangre y amistad.
          Cuando acabó la cena, y como era costumbre en aquella época, los hombres se retiraron al jardín a fumarse unos habanos, acompañados de alguna copilla de coñac o de anís mientras charlaban de mil y un asuntos y rememoraban los tiempos pasados, sus días de cacería o sus paseos por los campos.
          Del interior de la casa llegaban las notas de una cancioncilla de moda que sonaba en el gramófono de los anfitriones; un precioso aparato de caoba rojizo.
          Las estrellas brillaban en lo alto y la noche era una de las típicas de agosto, cálida y a la vez fresca, en ese punto exacto que en pocos sitios como Aldeavieja se pueden disfrutar. Los cigarros elevaban sus volutas de humo en el aire y, entonces, Juan empezó a contar:
          -Sabrás, querido Ciriaco, que esta casa en la que estamos fue, desde siempre, propiedad de mi familia.
          -Sí, por supuesto, mi cuñado Julián me ha hablado de ello.
          -Claro, su madre, que es tía mía, era una de las herederas.
          -Sí, fue una herencia envenenada..
          -Por supuesto, con tantas particiones y herederos, fue muy difícil ponerse de acuerdo. Uno tenía dos habitaciones, el otro otras dos, y así… sólo el zaguán, las escaleras y los pasillos eran propiedad común; hasta el desván, la cueva y el patio estaban divididos en lotes…
          -¿La cueva?
          -Sí, también la cueva…
          -No sabía que la casa tuviera una cueva. Es extraño que Julián nunca me lo mencionara.
          -No podía mencionártelo. No lo sabía…
          -¿No lo sabía?, pero si Julián es una enciclopedia andante en lo referente a la historia de su familia…
          -Lo sé, pero él era muy pequeño cuando la cueva, o la bodega si se prefiere, se condenó para siempre y desapareció su entrada.
          -¿Y cómo fue eso?
          -Es una larga historia pero, como tenemos tiempo, te la voy a contar. ¿Quieres otra copita?
          -No, gracias… a ver, cuéntame…
          Y comenzó a decir así:

……………………


          Fue en los tiempos de mi bisabuelo Valentín que, al casarse, mando levantar esta casa y como era hombre de gustos exquisitos y de vivir regalado quiso tener, también, una bodega; así que, después de mandar estudiar el terreno, ordenó excavar una, profunda, y grande, del tamaño de la vivienda, más o menos; el terreno es duro, de caliza, pero se puede trabajar bastante bien, por lo que no fue demasiado costosa su realización.
          Cuando se inauguró su nueva mansión que, como puedes imaginar, fue la admiración y la comidilla de todo el pueblo, mandó traer botellas y barricas de vino de casi toda la geografía española; riojas, moriles, valdepeñas, de Toro, de Jerez, incluso compró varias partidas de vino francés, algunas botellas de champagne y algunas barricas de Oporto; en fin, que era una bodega bien surtida; tenía la entrada bajo la escalera que conduce al desván y después de bajar unos once o doce peldaños, labrados en la piedra, llegabas a una especie de distribuidor del que partían seis túneles en los que estaban colocados los distintos caldos según su procedencia y antigüedad.
          Estaba tan orgulloso de su bodega que cuando alguien venía a su casa por vez primera, no le dejaba marchar sin habérsela enseñado, explicándole minuciosamente el por qué de su profundidad, su falta de humedad, la temperatura siempre igual en verano y en invierno, en fin, todas aquellas cosas que permitían que sus vinos se mantuvieran en el máximo grado de perfección, sin perder nunca sus cualidades de color, sabor y aroma.
          -Mira el color de este borgoña… este tono de rubí… inigualable.
          -Huele, huele… se nota el roble americano de la barrica en la que ha envejecido… eso es algo único. ¡Ya verás su sabor…!
          -Ni más frío, ni más caliente; esta es la temperatura exacta para tomar estos caldos…
          Lo peor es que esta afición se estaba convirtiendo en una monomanía y no todo el mundo se lo tomaba bien; cansaba un poco tanto hablar del vino y de la bodega.
          Por lo demás, la vida le sonreía; casado con Claudia Moya tenía en su hijo Lorenzo el más fiel seguidor de sus gustos y placeres; sólo se diferenciaban en la pasión que el vástago tenía por la caza (él hizo pintar esos cuadritos venatorios que has visto en las paredes y disecar las cabezas de las piezas de las que estaba más orgulloso de haber cazado); si te preguntas en qué época estamos, sólo te diré que Lorenzo había nacido en 1795, por lo que cuando estalló la guerra contra los invasores franceses, el chico ya tenía trece años.
          Y, precisamente, es en esa época en la que sucedieron los hechos que ocasionaron que yo no te haya podido enseñar la bodega que mandó construir mi bisabuelo Valentín.
          En el invierno de 1808 una gran fuerza militar francesa, la Grande Armée, mandada por el propio Napoleón penetra en la península para derrotar, de una vez por todas, al ejército español que había resistido valientemente en Zaragoza y Gerona y había vencido en Bailén; a mediados de diciembre entra triunfante en Madrid e, inmediatamente, vuelve hacia el norte para destruir las fuerzas inglesas que habían desembarcado para ayudar a los españoles; es ese momento preciso cuando ocurre nuestra historia.
          Fue un invierno muy duro, los pasos de la sierra quedaron cortados durante muchos días, y las tropas francesas se acuartelaron en los pueblos de la zona, esperando la mejoría del tiempo para reanudar su marcha hacia Salamanca y Portugal; el emperador hizo noche en el pueblo de Villacastín y una compañía de coraceros se cobijó en nuestro pueblo; hay que tener en cuenta que eran más de 250.000 hombres, con toda su impedimenta de intendencia, caballería, sanidad… no podían acampar en un solo sitio, todos los pueblos de la zona de Segovia, Ávila y Valladolid tenían su cuota de tropas acuarteladas esperando la orden de marcha.
          Así pues, tenemos que unos 130 hombres, con sus oficiales y caballos, llegaron el 22 de diciembre de 1808 a Aldeavieja y habiendo solicitado la presencia del alcalde le ordenaron que encontrara alojamiento digno para sus hombres y sus caballos, los quería todos juntos, no dispersos por las casas, temiendo siempre, los ataques de las partidas de guerrilleros que, fácilmente, se camuflaban entre la población civil.
          El alcalde dispuso que la tropa se congregara en la casa-palacio de los Becerril, en la calle Ancha, que por su tamaño y sus grandes corrales y cuadras, podría albergar a toda la compañía; en ese momento, don Juan Becerril, capitán de las Milicias de Ávila, se encontraba en dicha ciudad, por lo que no habría problema de enfrentamientos o disputas. La oficialidad, como estás suponiendo, se albergaría en la casona de mi bisabuelo, por ser la más moderna y mejor preparada para recibir a tan dignos huéspedes.
          El capitán Leclerc y los tenientes Dupois y Chambord dejaron que sus ayudantes acomodasen sus monturas en las cuadras de la mansión y fueron a presentar sus respetos a los dueños de la casa.
          -Monsieur… Madame… - musitó el capitán inclinando la cabeza ante sus anfitriones.
          -Caballeros…. – respondió Valentín mientras les señalaba la puerta de la sala de billar donde les tenía preparada unas copas de vino para el recibimiento.
          Los tres militares eran altos, fuertes, una vez quitados los capotes que les protegían del frío, aparecieron como estatuas de Marte, sus corazas bruñidas y resplandecientes, los grandes bigotes, los pesados sables que casi arrastraban por el suelo, eran la personificación de la guerra y del poderío del que, hasta entonces, era el amo de Europa.
          -Espero que nos honrarán la mesa con su presencia… esta noche.
          Mientras decía estas palabras, Valentín sintió el ridículo de las mismas… ¿cómo no iban a “honrarles” si habían venido a su casa a eso… a cenar y a dormir, les gustase a ellos o no?
          -Con sumo gusto –respondió Leclerc mientras se llevaba a los labios la copa con un jerez amontillado. - ¡que gran vino! – murmuró hacia mi bisabuelo.
          -Gracias…, - sonrió agradecido-. Es de uno de los mejores años… 1788, el año de la coronación de nuestro rey… Carlos –balbució al darse cuenta de la inconveniencia de su comentario.
          Los franceses obviaron su explicación mientras bebían y admiraban la decoración y disposición de la sala donde se encontraban; una doble lámpara con cuatro bujías a cada lado, instalada sobre la mesa de juego, iluminaba convenientemente la habitación y en sus paredes lucían cuadros de cacerías intercalados por algunos temas mitológicos en los que diosas y dioses correteaban por bosques encantados o descansaban junto a arroyuelos cristalinos.
          Un criado se asomó a una de las puertas haciendo una seña al dueño, y Valentín indicó a sus huéspedes que les esperaban en el comedor. Acompañó a los franceses hasta la sala donde iban a cenar y en la que les esperaban su esposa y sus dos hermanos, Lorenzo y Juan, con sus consortes, invitados especialmente para el ágape, así como su hijo y unos sobrinos.
          Eran las fechas cercanas a Navidad y, como era de esperar, una gran cena les aguardaba; la sala, brillantemente iluminada, ofrecía un magnífico aspecto; la vajilla, de fina porcelana de las fábricas del Buen Retiro, con los bordes en oro, la cristalería del Real Sitio de La Granja, mantelería de Lagartera… en fin, todo parecía dispuesto para agasajar a tan distinguidos huéspedes.
          Los platos se fueron sucediendo, a cual más exquisito: crema de espárragos, capón relleno, jabalí con puré de castañas… todo ello regado con excelentes caldos de la bodega de mi bisabuelo; para terminar brindaron con aquella bebida que se iba imponiendo en las casas pudientes: el champagne…
          -¡Por nuestros invitados! –dijo Valentín-.
          -¡Por nuestros anfitriones! –contestó el capitán Leclerc-.
          -¡Por el final de esta guerra…! -dijo, elevando su copa mi bisabuela-.
          -¡Por el emperador! –rugió uno de los tenientes franceses-.
          Un silencio extraño recorrió la mesa ante este último brindis, sólo el rápido entrechocar de las copas y la voz vibrante del dueño de la casa dando vivas a España y a Francia sacó adelante sin incidencias aquel peligroso momento.
          Llegó el momento en que las damas se retiraron y quedó Valentín, acompañado de sus dos hermanos, en compañía de los tres franceses, una copa de licor en una mano y un buen cigarro habano en la otra.
          -¡Exquisitos vinos los de España! –comentó el capitán francés-.
          -¡Oh, sí, por supuesto! Pero… tan importante como el vino es el saber conservarlo –replicó Valentín-. Una buena bodega, construida con los últimos estudios sobre enología y viticultura es tanto o más esencial que la cepa y el cuidado de los racimos.
          -Y… ¿vos tenéis?
          -¡Por supuesto! Y, si no tienen inconveniente, será para mí un placer enseñarles la que he mandado construir en los bajos de esta casa y de la que me siento particularmente orgulloso.
          Se levantó y llamando a dos criados les ordenó que les esperasen en la puerta de la bodega con unos buenos faroles mientras ellos se preparaban para bajar a ella.
          -Pónganse los capotes –dijo señalando los que les traían otros criados- pues allá abajo hay una temperatura más bien fría, acorde con el tiempo que tenemos, claro. Y poniéndose un gabán encabezó la marcha hacia la entrada, en la que, bajo las escaleras que subían al desván, se hallaba la puerta de acceso a la bodega; un criado precedía la comitiva y otro la cerraba, iluminando así el camino.
          Al llegar a la puerta, Valentín sacó una llave que siempre llevaba consigo y abrió la cerradura.
          -¡Cuidado con los escalones, son doce y con este clima estarán un poco húmedos! ¡No quiero que resbalen, por Diós!
          Los faroles iban iluminando débilmente las paredes blancas de la bajada, las sombras se alargaban no dejando ver el techo y pronto llegaron  al final: una rotonda de unos ocho metros de diámetro de la que partían seis túneles altos de dos metros y anchos de tres a cuatro; adosados a las paredes de la rotonda unos barriles de roble indicaban la procedencia de los caldos que albergaba cada pasadizo: Rioja, Jerez, Valdepeñas, Toro, Rueda y Francia.
          Los criados prendieron unas antorchas que estaban clavadas a las paredes.
          -¡Sacre Bleu!, ¡qué maravilla! –exclamó Leclerc-.
          -¿Os gusta?, los nombres son sólo indicativos, ese amontillado del que os hablaba está en el túnel de Jerez, allí también hay Moriles, Montilla, Finos…
          -¡Un verdadero tesoro!
          Se fueron asomando a las distintas cavernas y a la luz de los faroles veían cientos y cientos de botellas, cuidadosamente alineadas a media altura en largos bastidores de madera mientras, en el suelo, barricas y más barricas hasta donde llegaba su vista.
          -¿Cuánto mide cada túnel, Monsieur?
          -Pues yo creo que unos cincuenta metros, o sesenta…. ¡imaginaos!
          Y una sonrisa de satisfacción y orgullo se dibujaba en su cara.
          -Luego hay túneles más cortos que unen los mayores entre sí y que contienen vinos de menor importancia: ribera del Duero, Arganda, Penedés, Villena…. En fin, he tenido que hacer un plano para no perderme y poder saber en qué sitio está cada tipo de vino; ¡mirad!
          Y alzando uno de los faroles, alumbró un gran pergamino que clavado en una de las paredes mostraba, en forma de rayos de sol que se unían entre sí en su mitad, la planta de la maravillosa bodega.
          La mirada que los franceses echaron al plano, así como a las botellas y las barricas, no se sabe si era de admiración o de avaricia, o quizás una mezcla de ambas.
          -Bueno, vamos a ver ese amontillado; ¡Julián! –dijo a uno de los criados- coge unas copas y luego síguenos, para que estos caballeros puedan probar el vino.
          Luego encabezó la marcha por el túnel marcado por la barrica donde ponía “Jerez”: él delante, precedido por el criado que llevaba la antorcha y detrás suyo los tres franceses, cerrando el desfile Juan y Lorenzo.
          Valentín iba detallándoles los vinos por los que pasaban:
          -Estos son del Puerto, un poco más fuertes que los del mismo Jerez, pero de casi igual calidad, más oscuros, quizás debido a los vientos del mar… no sé… éstos otros de Chiclana, tienen muy poca cosecha y son algo más secos, pero dejan un sabor a encina…
          Y así les iba informando hasta que llegaron a uno de los cruces de donde partían otros pasadizos más pequeños que unían los grandes.
          -En este de la izquierda es donde tengo el amontillado que, como su nombre indica, procede de Montilla, tienen un gusto especial, pasad, por favor…
          Esperó en la esquina del cruce a que se adelantaran los franceses siguiendo al criado que portaba el farol; en ese momento las luces se apagaron y tres gemidos de angustia y dolor, rabia y desesperación llenaron las cuevas antes silenciosas.
          Mientras tanto, en la casa-palacio de los Becerril, se desarrollaba otra escena igualmente sangrienta; ciento treinta hombres, coraceros de la Guardia, morían apuñalados, uno por uno, mientras dormían  la borrachera que, gracias al vino cedido gentilmente por don Valentín, les había conducido a una situación de indefensión total.

………………..

          -Desconocía que durante la guerra de Independencia hubiera ocurrido un hecho así en este pueblo.
          -Es uno de nuestros secretos mejor guardados. Se borró todo rastro de ello de los libros del Ayuntamiento y se hizo jurar a todos los vecinos que nunca se mencionaría ni lo sucedido ni la existencia de un cuerpo de caballería que hubiera pernoctado aquí. Era mucho el miedo que se tenía a una posible venganza por parte de los franceses. Tan bien se guardó el secreto que en una generación fue olvidado por casi la totalidad de los vecinos; sólo unos pocos lo recordamos, o nos ha sido contado, quizás por haber sido algo más que testigos de los sucesos.
              -Luego, en la bodega…
          -Efectivamente, en el túnel del vino de Francia, al fondo, se cavó un pozo y en él fueron echados los cuerpos de los franceses, mezclados con cal viva.
               -¿Y los caballos?
          -Pues, con gran pena, se soltaron, en esa época había gran cantidad de caballos sueltos, asalvajados, que habían sobrevivido o habían escapado de alguna batalla… no se podían conservar por miedo a represalias.
                -Pero… ¿por qué se cerró la bodega?
             -Dicen, y yo no soy quien para discutirlo, que el vino empezó a tener un sabor raro, fuera cual fuera su procedencia o añada, daba igual Rioja que Cebreros, todos tenían un sabor… a sangre.

          Mientras, recostado en el sillón de mimbre, dejaba que las volutas de humo del cigarro se perdieran entre las estrellas, no pude dejar de estremecerme al pensar que, bajo nuestros pies, había un cementerio.

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