20 de noviembre de 2016

Leyendas de Aldeavieja: Cabeza Gonzalo

          Existe un lugar, entre el límite de Blascoeles y Aldeavieja, junto a la carretera nacional, que lleva por nombre Cabeza Gonzalo; todos lo conocemos y desde allí hay una bonita vista del pueblo, tendido a los pies de la sierra y asomando entre sus casas la alta torre de la iglesia; tal vez no se sepa de dónde viene el nombre, por lo que voy a intentar explicarlo.
          La historia se remonta a los primeros años del siglo XII, hacia 1109 poco más o menos; los diversos reinos en que se encontraban divididos los cristianos se encontraban inmersos en la tarea de expulsar a los invasores árabes que, tres siglos antes, se habían hecho dueños de la península ibérica; ello no obstaba para que las guerras entre ellos estuvieran a la orden del día y en una de ellas sucedieron los hechos que vamos a contar a continuación y que sirvieron de marco a nuestra relación.
          En Castilla reinaba Alfonso VI que, a fin de asegurar a su descendencia el señorío sobre todas las tierras conquistadas a los infieles, casó a su hija, la famosa doña Urraca, con el rey de Aragón Alfonso I, con lo que el hijo que tuvieran heredaría los reinos de Castilla, León, Aragón y Navarra, quedando como señor absoluto de la Hispania cristiana; doña Urraca ya tenía un hijo de un anterior matrimonio, el infante Alfonso Ramiro (o Raimúndez, según algunas fuentes), con lo que a causa del nuevo matrimonio, perdería sus derechos a reinar.
          En medio de todos estos hechos ocurrieron dos cosas que cambiaron toda la historia y que convirtieron aquel momento en uno de los mejores y más enrevesados capítulos de un culebrón televisivo: por un lado moría el padre de doña Urraca, dejando a ésta al mando del reino castellano; por otro lado las relaciones matrimoniales entre el rey aragonés y la reina castellana no eran nada cordiales, dicho en tonos suaves, infidelidades varias, caracteres incompatibles, etc…; si a esto añadimos los intereses de la nobleza, divididos entre la obediencia a doña Urraca, sus intereses políticos y/o económicos y algún rasgo de patriotismo, nos encontramos con que el bueno de Alfonso I el Batallador, señor de Aragón, invade las tierras de su mujer a la cabeza de un potente y aguerrido ejército, derrotando a castellanos y gallegos en sendas batallas ocurridas en 1110 y 1111.
          Al año siguiente el ejército aragonés se presenta ante las murallas de Ávila, exigiendo su rendición o el juramento de fidelidad a su rey; los abulenses piden tiempo para reflexionar y sus sitiadores instalan el campamento al noreste de la ciudad, en una gran llanura regada por frescos y cristalinos arroyuelos.
          Ocurría que el hijo de doña Urraca, el infante Alfonso, había sido llevado a la ciudad al considerarla como el sitio más seguro de toda Castilla a causa de sus sólidas murallas y del valor de sus habitantes; el Consejo de la ciudad previendo, como había previsto, el sitio del ejército aragonés, había pedido a la nobleza campesina que acudiera con sus huestes a fin de defender la ciudad y al infante. Enterado de ello el rey aragonés, reclama al Consejo que le sea permitido entrar en la ciudad, acompañado sólo de su séquito, para comprobar que el infante, en ese momento teórico sucesor suyo en el trono, se encuentra en buen estado y por su propia voluntad, sin estar retenido ni obligado.
          Al Consejo le parece oportuna la petición y accede a ella; entonces don Alfonso exige, como garantía de su seguridad, la entrega de sesenta rehenes, de entre la nobleza abulense, que serán devueltos una vez él haya visto al niño infante.
          Y es aquí donde entra en juego nuestro pueblo, ya por entonces uno de los más importantes entre Ávila y Segovia y en una zona desde la que se dominaba la llanura castellana y el paso de la sierra que los separaba de los reinos musulmanes; en él tenía su casa solariega un hidalgo, don Gonzalo Zerecedo, maestre de armas y guardián de los pasos del Campo Azálvaro; junto a él una hueste de diez hombres a caballo y veinte arqueros vigilaban los caminos que atravesaban los altos de la sierra, siempre dispuestos a avisar de cualquier incursión agarena y a repelerla si ésta no fuese muy numerosa; don Gonzalo, junto con sus hombres, había sido uno de los ricos homes llamados a la defensa de la capital y del infante en aquellos momentos de inseguridad ante los avances de las tropas aragonesas.
          Don Gonzalo fue, voluntariamente, uno de los sesenta rehenes que pasaron al campo aragonés mientras el rey iba a comprobar la situación del infante.
          Y retomamos la historia, don Alfonso se acercó a las murallas mientras los rehenes marchaban hacia su campamento; al llegar ante las puertas decide no entrar, conformándose con que le enseñaran, desde las almenas, al infante; se cumple su voluntad y éste le es mostrado desde lo alto de los muros; el rey lo ve y se da media vuelta hacia sus reales; al llegar a ellos, furioso quizás por no haber podido doblegar a los abulenses o enajenado por algún disgusto desconocido, manda matar a los rehenes y descuartizarlos, ordenando a continuación que sus cabezas fueran hervidas en unas grandes ollas llenas de aceite; después de aquella sangrienta y sádica jornada don Alfonso manda levantar las tiendas e inicia la marcha en dirección a tierras gallegas a fin de reducir algunos centros enemigos que resistían.
          Cuando el Consejo de la ciudad vio que los aragoneses abandonaban el campo y marchaban hacia el norte y que los rehenes no habían regresado, temiéndose lo peor mandaron a unos caballeros para que reconociesen el terreno, encontrándose éstos con la salvaje acción del aragonés que había abandonado los cadáveres de los sesenta caballeros como pasto de los perros y de las aves; aterrados volvieron a la ciudad para dar cuenta de lo que habían visto.
          El Consejo, enfurecido mandó a dos voluntarios para que alcanzasen al rey felón y le exigieran cuentas de sus actos. Pero esa es otra historia; lo que nos interesa es que las cabezas de los infortunados fueron entregadas a sus familiares, ya que los cuerpos estaban totalmente irreconocibles por su fragmentación y por estar casi devorados, para que fuesen enterradas cristianamente en sus lugares de origen.
          Desde entonces, aquellas praderas al noreste de la ciudad fueron llamadas Las Hervencias, por haber servido para hervir a los nobles abulenses.



          La cabeza de don Gonzalo fue llevada a Aldeavieja y su viuda ordenó fuera enterrada en aquel punto, viniendo de Ávila, desde el que primero se divisase el pueblo; aquel lugar, desde entonces, pasó a llamarse Cabeza Gonzalo en honor del hidalgo y aunque allí se plantó una cruz de piedra con una leyenda en la que se contaba el infortunio y la grandeza de nuestro caballero, ésta, con el paso de los años, desapareció, así como toda memoria de infortunado que allí descansa.

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