18 de abril de 2017

Tierras del Cardeña. 1

          Os presento, hoy, el primer capítulo de lo que pretendo que sea una novela histórica sobre los inicios de nuestra tierra; “Tierras del Cardeña” la he titulado, pues en las orillas de ese río, hoy modesto arroyo, se fraguó un futuro del que procedemos. Me gustaría que los posibles lectores de estas líneas, me dierais vuestra opinión  sobre ellas, pues, a fin de cuentas, algo de todos nosotros está aquí. Gracias.     

          Allá, en la noche de los tiempos, cuando en estas tierras las razzias musulmanas asolaban frecuentemente los territorios cristianos y nuestra tierra era una “tierra de nadie”, ni mora ni cristiana, se alzaban en algunos lugares pequeños caseríos donde pobladores procedentes del norte peninsular se arriesgaban a ocupar y labrar unas tierras peligrosas bajo la promesa real de conseguir su propiedad si eran capaces de mantenerla en su poder cinco años.
          Uno de estos lugares estaba en las laderas del río Cardeña que, en aquel entonces, finales del siglo IX o principios del X, llevaba bastante más agua de la que ahora podemos ver. Allí, alrededor de una pequeña capilla de adobes y maderos, existían diez o doce casas (aunque ninguna de ellas mereciera ese nombre), levantadas a base de piedras, barro, trozos de árboles y retamas que cobijaban a sesenta o setenta personas; las cabañas, igual que las personas, parecían querer camuflarse con el paisaje, no ser detectadas desde lejos, no queriendo llamar la atención, el que no hacía ruido, el que no era visto, sobrevivía, el que no… lo mejor que le podía pasar era que fuera aprisionado y mandado como esclavo a las tierras cálidas y exuberantes de Al Andalus.


                                                          Las laderas, hoy,  vistas desde el arroyo Cardeña.


          Gente proveniente de Cardeña, allá junto a la ciudad de Burgos, se habían aposentado allí, atraídas por las proclamas reales y sus promesas de tierras y fueros; aquellas laderas estaban cubiertas de encinas y robles hasta donde abarcaba la vista; era buen terreno para la caza y para cuidar puercos y, además, junto al río, en las vegas formadas por sus aguas, se abrían explanadas donde se podría cultivar el maíz indispensable para su supervivencia y la de sus animales; gente brava que descendía de aquellos vascones que habían resistido la invasión sarracena y luego, poco a poco, habían bajado a las tierras castellanas llevando sus costumbres, sus usos, parte de su lengua (pues los años les hacían olvidarla poco a poco) y, sobre todo, sus creencias y sus supersticiones.
     Su vida pasaba entre la caza, el pastoreo y el cultivo, pequeño, de aquel maíz que los alimentaba desde la noche de los tiempos; no era terreno para otra cosa; los cazadores, además, se ocupaban de la seguridad del lugar, estableciendo puestos avanzados hacia el sur, cerca de las montañas que se elevaban frente a sus bosques; estaba con ellos un fraile, que levantó con sus manos la pequeña iglesia donde los domingos celebraba con ellos la eucaristía y poco más, pues entre semana se juntaba con los cazadores en sus andanzas en busca de piezas.
          Llamaron al lugar San Mikel, pues en la festividad de este santo habían llegado allí y al río que les proveía de agua Cardeña, igual que el lugar de donde habían venido, así todos sabrían de dónde procedían y a quien obedecían, aunque sólo fuera nominalmente, hasta que el rey les concediese la propiedad de aquellas tierras.
          Recolectar las bellotas cuando era el tiempo, cuidar de los marranos para que no se les escapasen; curtir las pieles que traían los cazadores, convertirlas en vestidos y calzados; criar hijos, muchos, para ser más y más fuertes; aprender a luchar, a tirar con arco, a manejar la jabalina, la honda… en fin, vivir para subsistir.
          Al más fuerte de entre ellos, al más astuto, al más hábil, le habían convertido en su jefe, juez ante los pequeños litigios, caudillo en la defensa y el ataque a las patrullas moras… Íñigo, pues ese era su nombre, vivía junto a su mujer y cinco hijos, en una de las chozas que estaban más alejadas del río, casi en la cumbre de la ladera, para tener una buena vista de lo que pudiera ocurrir allá, al sur…
          Era un hombre alto para aquel tiempo de gentes bajas, serían unos 170 centímetros de carne dura y trabajada, rubio, con el cabello largo recogido con una tira de piel formando una coleta y barba negra; tendría unos veinticinco años, pero parecía mayor, bastante más mayor; la vida agreste al aire libre, las largas jornadas de caza entre bosques y sierras pedregosas o de infiltraciones en tierras moras para atacar o conseguir botín habían marcado su piel de arrugas y heridas; pero dentro de su cabeza, una inteligencia natural formada por la observación y las enseñanzas de sus antepasados, habían logrado una mente despierta y siempre preparada, lo que no se reñía con sus creencias supersticiosas heredadas de un pueblo que vivía para sí mismo, sin contactos con los extranjeros y enemigo de cualquier cambio o novedad en la forma de entender los elementos, las pasiones o la vida.
          Su compañera, Maya o María, era, como él, fuerte y esbelta, aunque su cuerpo ya no era el que había sido por culpa de los partos y el duro trabajo del día a día; ella sola se bastaba para criar a sus cinco vástagos y cuidar de los dos cerdos que poseían, además de todas aquellas “pequeñas” faenas (curtir, labrar, recolectar, coser, pescar, amamantar, recoger leña…) que eran las normales de una mujer en aquellos años oscuros y difíciles.
          Aquel día, Íñigo estaba en la aldea, pensativo, esperando la llegada de los otros hombres para tener una reunión; él, como jefe del clan, se había encargado de llamarlos y en breve, cuando cayera la noche, alrededor de un buen fuego, les contaría lo que le rondaba la cabeza y que iba a suponer un gran cambio en la vida de todos.
          -Creo que todos conocéis mi opinión sobre la situación.
          Su voz sonaba serena y fuerte, aunque no quería que nadie la interpretase como una orden, sino como una sugerencia.
          -Somos ya demasiados en este lugar, y todos sabéis que cuantos más seamos, más peligro tenemos de ser descubiertos y de que nos aniquilen.
          -Setenta y seis personas dice que somos fray Eurico.
          -Esas he contado.
          -Yo también, -dijo Íñigo-, y en dos años más seremos cien y cien personas hacen mucho ruido, comen mucho, cocinan mucho…. Y hacen mucho humo y mucho humo se ve desde mucha distancia…
          -Pero, si nos separamos… ¡seremos más débiles, más vulnerables!
          -Pero también más ágiles, más difíciles de encontrar… ¡más seguros! He pensado en marchar hacia el sur, al pie de la sierra que vemos desde aquí, fundar otra aldea que sirva de atalaya para ésta, de escudo… y así, los que os quedéis podréis crecer con más tranquilidad, sabiendo que nosotros estaremos allí para avisaros y detener el primer golpe… si lo hay.
          -Correréis mucho riesgo…
          -Anoche soñé con la dama del río; se me apareció envuelta en esa túnica verde que todos conocéis… me dijo que marchara, que ella enviaría a alguien con nosotros para ayudarnos; también me dijo que San Mikel estaba de acuerdo con ello y que alguien del cielo nos esperaría en el lugar a donde vamos.
          Los compañeros se miraron entre sí; pocas veces alguno de ellos hacía referencia a sus sueños o a la presencia de aquellos espíritus amigos que les acompañaban desde que abandonaron sus tierras del norte; pero su sola mención les devolvió la confianza en su líder, sabiendo que era un elegido; todo saldría bien.

-Sólo dos familias más vendrán con la mía; seremos pocos, pero os iré llamando y más tarde, según Cardeña vaya creciendo podréis ir, los que sobren, a vivir con nosotros. Todo saldrá bien, ¡confiad!.

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