24 de abril de 2017

Tierras del Cardeña. 2

          ¡Qué distintos eran, por aquella época, esos parajes que ahora nos parecen tan familiares! Subiendo desde el río hacia el sur, nos encontraríamos con una selva impenetrable, no sólo por la gran cantidad de encinas y robles que crecían allí, sino por todo el espeso sotobosque, los infinitos matorrales que ocultaban cualquier camino o trocha, en fin, algo que no nos podríamos  imaginar ahora; aquella distancia de no más de diez o doce kilómetros es algo que, entonces, no se podría realizar en menos de un día completo, eso sin contar con que se iba a realizar con niños y llevando consigo todos los utensilios y bagajes que serían necesarios para montar nuevas viviendas en un lugar desconocido, además de unos cuantos animales domésticos, sacos de semillas, armas y tener que ir abriendo camino para poder mover todo aquello en la dirección adecuada.
          Íñigo, Andrés y Roque iban abriendo camino a golpes de hachas y cuchillos; a su vez, dos de los chicos más mayores iban de adelantada, vigilando la zona por donde iban a pasar los demás a fin de no tener ningún encuentro no deseado.
          En total tres hombres, otras tres mujeres y doce chicos y chicas, que iban desde los cinco meses a los dieciséis años, formaban aquella caravana; los chicos medianos cuidaban de seis o siete cerdos ayudados de unos grandes perros que lo mismo servían para cuidar el ganado como para ayudar en el ataque y la defensa; eran aquellos mastines que, a veces, se rodeaban de un collar de hierro con puntas para que no pudieran degollarlos otros perros o cualquier alimaña de las que, naturalmente, abundaban por aquellos parajes.


                                                     Camino desde San Miguel de Cardeña hacia Aldeavieja

          ¡Ah!, se me olvidaba decir que, con ellos iba, también, el fraile que cuidaba de sus almas en la aldea; Martín se hacía llamar; no se había contado con él para nada en esta aventura que se iba a desarrollar, así que cual no sería su sorpresa cuando al ir a despedirse nuestros aventureros de los demás habitantes, se encontraron, junto a los cerdos y los niños, al buen fraile con su petate al hombro, la capucha bien calada y la mejor de sus sonrisas; no dijo ni una palabra y cuando comprobaron que en vez de quedarse con los demás, les seguía, Íñigo se plantó ante él y le espetó:
          -¿Dónde va, hermano?. Nadie le ha invitado a seguirnos.
          -No hace falta, “hermano”, los servidores de Dios vamos donde más se nos puede necesitar.
          -¿Va a dejar a toda esta gente desamparada?
          -¡No, que va!, mañana o pasado aparecerá por aquí otro hermano, enviado por mi prior, para que se haga cargo de sus almas.
          -Me parece que no quiere entender que no queremos que venga con nosotros.
          -¿Y, eso, por qué?
          -Será un estorbo, ya tenemos bastante con los chicos y las mujeres…
          -Sabes que yo me basto sólo… No voy a necesitar vuestra ayuda, en cambio, vosotros… sí que vais a necesitar de la mia.
          -¿Su ayuda?
          -Bueno, la mia a lo mejor no, pero la de Dios….
          ¿Cómo negar aquellas palabras?. Íñigo entrecerró los ojos mirando al buen fraile: rechoncho, sonriente, lleno de una confianza que ya quisiera para él; se encogió de hombros y se dio la vuelta iniciando la marcha hacia el bosque; para sus adentros iba murmurando pros y contras de la compañía del buen Martín; pero… ¿cómo impedir su presencia si, en teoría, todo aquello se realizaba para devolver aquellas tierras a la verdadera religión?; aquello era una cruzada bendecida por el Santo Padre de Roma…
          Así pues, aquella comitiva, inesperadamente aumentada, se iba desplazando, lentamente, al resguardo de los altos árboles que, en algunos sitios, tapaban el sol, rumbo al sur, a una tierra a la vez cercana y extraña que, suponían, iba a ser para ellos su nuevo hogar.
          Los olores familiares de los animales, de la gente, el humo… se iban convirtiendo, poco a poco, en un recuerdo, cambiándolos por aquel aroma nuevo a vegetación silvestre, animales salvajes… el aire traía sonidos diferentes, casi siempre reconocibles pero, también a veces, inquietantes…
          ¿Habría moros salvajes acechándoles a la vuelta de aquellas rocas? ¿Al cruzar el riachuelo no dejarían sus huellas fácilmente reconocibles para cualquiera que pasara por allí? ¿Estarían siguiendo la dirección correcta?
          Tenían una y mil preguntas en sus mentes a cada paso que daban; las dudas, los miedos, el futuro y hasta el pasado se mezclaban en sus cabezas sin acertar a darles respuesta cierta.
          Mientras, en la aldea que habían abandonado, las gentes se reintegraban a sus quehaceres; alguien lavaba en el río las pieles sucias, otros llevaban a los cerdos bajo las encinas para que comieran las bellotas; Rodrigo, que había quedado de jefe de la aldea al marchar Íñigo, subió a lo alto de la ladera sobre la que se aposentaban las chozas en un intento, inútil, de vislumbrar  que vereda, camino o dirección habrían tomado sus amigos…
          Vano intento, por supuesto, el entramado de las ramas de los árboles impedía observar cualquier movimiento que se pudiera producir bajo ellos… lo que sí vio, cuando su mirada se dirigió a su izquierda, al sentir un movimiento en aquella dirección, fue la oronda figura de un fraile, bajo y regordete, con la capucha bajada, que se dirigía a buen paso hacia la aldea; se apresuró a bajar en su busca y al encontrarse frente a él, se paró desconcertado; el hermano había echado para atrás la capucha dejando ver un rostro rubicundo, en el que se abría una franca sonrisa; pero no fue eso lo que motivó su sorpresa; la cara era la misma que la de Martín; era igual, debía de tratarse del mismo fraile que había marchado con Íñigo y los suyos…
          -¡Hermano Martín, qué hacéis aquí!
          -¡Ah, que sorpresa, conocéis mi nombre!
          -Como no lo voy a conocer, si lleváis aquí casi dos años…
          -¡Qué rápido pasa el tiempo en estas tierras!, ¡no hace ni un minuto que nos conocemos y para vos han pasado dos años…!
          -¡No os chanceéis, Martin! ¿Por qué habéis abandonado a Íñigo y a los suyos?
          -¿Abandonado?
          -¿Acaso vais a negar que esta mañana habéis partido con ellos en dirección a las montañas?
          -Lo negaré, si eso me pedís, pues yo… ¡acabo de llegar proveniente de mi monasterio!
          -¿Sois el hermano Martín?
          -Sí.
          -¿Nunca antes habéis estado aquí?
          -No.
          -¿Tenéis acaso algún hermano en la misma Orden?
          -De sangre, ninguno…
          -Pues no lo entiendo…
          -¿Qué no entendéis?
          -Sois la viva imagen del fraile que ha estado con nosotros durante dos años y que hoy acaba de marchar con otros compañeros nuestros en dirección al sur… No puedo creer que no seáis la misma persona…
          -Pues creedlo, hermano; nunca estuve antes aquí; ayer tarde, mi prior me mandó con vosotros al enterarse de que quedabais sin auxilio espiritual….
          -Bien, pues…. bienvenido; venid, os mostraré la aldea…
          -Gracias, hermano; seguro que me sentiré como en casa desde el primer momento.
          -¡Seguro! ¡Eh, mirad! ¡Mirad todos! El prior del monasterio nos ha mandado al hermano Martín para…. sustituir al hermano Martín…

          -Tú dirás lo que quieras –se dijo Rodrigo cuando el fraile se alejó para saludar a los miembros de la comunidad- pero si tú eres otro Martín yo no me llamo Rodrigo.

1 comentario:

  1. Que intriga!! Qué es esto de dos gemelos que no son ni hermanos??? Espero que tardes poco en escribir el siguiente capítulo!!!
    No lo.

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