Para que os hagáis una idea de lo
dificultoso de la marcha de nuestros amigos, sólo os diré que, de vez en
cuando, alguno de los chicos se tenía que subir a un árbol de los más altos,
desde donde se divisasen las cercanas montañas, para ver si iban en la dirección
correcta; su idea era acercarse a otro
pequeño río, la cercanía del agua era una condición indispensable, que bajando
de la sierra se alejaba en dirección norte hacia la llanura.
No es que la distancia fuera mucha,
pero la lentitud debida al acarreo del ganado y las sucesivas paradas a causa
de la poca edad de alguno de los niños; lo abrupto del terreno, donde muchas
veces había que “construir” el camino, pues las viejas trochas se cubrían
rápidamente y la conveniencia de hacer todo aquello con el menor ruido posible
por si había patrullas o vigías mahometanos, hizo obligatorio que, llegando la
noche, tuvieran que parar para reponer fuerzas y por la imposibilidad de seguir
al no poder ver puntos de referencia para la dirección que querían tomar.
Al abrigo de unas altas peñas, en la ladera de unos de aquellos
barrancos ocasionados por pequeños arroyos que venían de las montañas,
encendieron un pequeño fuego para calentarse, una vez que comprobaron que los
reflejos de las llamas no delatarían su presencia a algún improbable merodeador
nocturno.
-¿Queda mucho? –inquirió Andrés a
Íñigo-.
-Mañana, al mediodía, estaremos en
nuestro destino.
-Estoy deseando salir de esta selva,
me agota el no poder ver con claridad hacia dónde vamos.
-Ya sabes cómo es esta tierra; de
todas maneras, cuando esta pendiente acabe hay una especie de otero,
desprovisto de vegetación, a cuya sombra podremos construir nuestras cabañas;
sigue habiendo muchos árboles, pero aquella altura da un poco de respiro y deja
ver mucho terreno; a los pies, al sur, corre un riachuelo y cerca, pasado éste,
hay otra selva, grande, de robles y quejíos.
-¿No estaremos muy expuestos?
-Algo más que en San Mikel, pero
también tiene mejor defensa; se ve enseguida quien se acerca y la altura te da
ventaja.
-¿Ya has pensado en cómo lo llamarás?
-Cuando lleguemos allí, lo
decidiremos entre todos; no estaría bien que lo decidiese uno solo.
-No os preocupéis –terció Martín- en
cualquier lugar en que se levante algo en nombre del Señor, Él estará allí y os
protegerá. Por eso vengo con vosotros, soy su representante y yo haré que nada
malo ocurra.
-Muy optimista os veo, freire; tal
vez los moros no lo vean como vos… y su Mahoma también les proteja a ellos.
-¡Bah! ¡Paparruchas!, ese Alá y su
Mahoma poco pueden hacer en tierras de cristianos, y menos a nosotros que de
tan buena tierra venimos.
-¿De dónde sois, Martín?
-Como vosotros vengo del norte; más
allá de Cardeña, donde tenemos una abadía; más allá…hay un río, le llaman
Delagua, que corre entre montañas y valles moviendo las piedras de los molinos
y regando los verdes pastos donde se cría el mejor ganado del mundo.
-¿Delagua?, ¿no será eso en tierra de
vascones?
-De allí mismo… o muy cerca.
Los chiquillos dormían cerca,
intentando calentar sus cuerpos apretujándose unos con otros y tapados por
gruesas pieles que sus madres le habían echado por encima; las mujeres hablaban
entre sí, en voz baja a la vez que intentaban escuchar lo que hablaban los
hombres; sus próximos pasos estaban en sus manos y aunque su opinión no iba a
ser tenida en cuenta en público, en privado sus “peros” o sus “tal vez”, sí
tenían importancia.
-¿Hay algún puesto moro por los
alrededores?
-No lo sabemos con seguridad, no
hemos visto rastro de ello, pero sí que se han visto patrullas con una cierta
regularidad.
-¿En el sitio donde vamos?
-No precisamente allí, pero sí bastante
cerca.
-¿Será peligroso?
-Sí; para que os lo voy a negar;
todos los que estamos a este lado del Duero peligramos. Pero tenemos la ventaja
de que ahora están los moros muy ocupados en sus asuntos internos y nos hacen
poco caso; esta tierra no es muy rica y quitando las ciudades y los pueblos
grandes nada atrae a sus reyes, no tenemos riquezas ni grandes rebaños que les
interese conseguir; en nuestra pobreza tenemos una de nuestras mejores defensas.
-Y si no…. ¡Dios proveerá! –terció
Martín-.
A la mañana siguiente, no bien
apareció la primera luz por el este, la comitiva se puso en marcha como había
hecho el día anterior; pero ya veían las montañas al alcance de la mano y empezaron
a darse cuenta de que el bosque comenzaba a ralear…
Era el momento de tomar más
precauciones, aquel grupo de gentes, numeroso para lo que era el lugar y el
momento, acarreando múltiples enseres y algo de ganado, podría ser fácilmente
avistado si había alguien de guardia; así que, Íñigo mandó por delante a sus
hijos mayores para que, sigilosamente, actuaran de avanzada y dieran la voz de
alarma si se veía algo sospechoso.
En un momento determinado, Íñigo se
paró y señaló un pequeño cerrete, delante y a la izquierda, que se recortaba
contra el gris azulado de la sierra.
-Aquel es nuestro objetivo –dijo
señalando el sitio-. Lo más difícil, hasta ahora, está hecho; como veis, los
árboles ya no nos protegen, pero los chicos no han avisado, por lo que no
debemos temer nada.
Un suspiro de alivio y, ¿por qué no?,
de alegría, salió de casi todas las gargantas; estaban en medio de una gran
dehesa, con cientos de encinas diseminadas por todo el terreno que se veía
rojizo bajo la hierba rala.
Siguieron subiendo, como habían hecho
desde que salieron de Cardeña, pero la distancia con aquel promontorio
prometido menguaba a ojos vista; no se atrevían, pero si lo hubieran hecho,
habrían alzado sus voces en algún canto de alegría y esperanza.
A poco vieron como los muchachos que
se les habían adelantado, movían los brazos en frenético vaivén y saltaban
dándoles ánimos para que llegaran a donde les esperaban; aquello significaba
que no había peligro cercano y que podían dar rienda suelta a su alegría.
Y sí, los vítores, los ultreia, los
aleluyas, brotaron de sus gargantas en un coro agradecido; ahora sí. ¡Ya habían
llegado!.
-¿Veis?, es como os dije; desde aquí
se puede ver a una gran distancia, bien es verdad que hay mucho bosque y no
todas las partes se ven igual de bien…
-¿Y el río, dónde está?
-Ahí abajo, a nuestros pies, ¿notáis
esa línea más verde que baja de la sierra, entre aquellos dos cerros? Va a
perderse allá, hacia la izquierda, desemboca en nuestro Cardeña…
-Levantaremos las casas cerca del río
y aquí haremos un puesto de vigilancia amontonando piedras para que parezca
algo natural.
-¿Lleva mucho agua?
-Menos que el Cardeña, pero suficiente
para nuestras necesidades, no pierde caudal en todo el año.
-¿Y aquella montaña con jorobas?
-Allí haremos, con el tiempo, otro
puesto de vigilancia, en esa dirección está Abila, fue una gran ciudad, pero
ahora está casi abandonada; aunque creo que hay algunas tropas asturianas de
retén; tuvo hermosas murallas y quieren volverlas a levantar.
-Bueno, nosotros a lo nuestro;
bajemos a la cañada a ver dónde instalamos nuestras chozas; madera y barro no
nos va a faltar por lo que veo.
-Bajemos; podéis elegir el lugar que
mejor os convenga.
Íñigo se quedó arriba, sentado sobre
una piedra, en lo alto del cerro; miraba hacia el sur, hacia las montañas que
se elevaban frente a él; estaban alfombradas de un espeso bosque de robles que llegaban casi
hasta sus cimas, en las que raleaban dejando ver rocas puntiagudas; bajó la
vista hacia sus compañeros que se acercaban al río que corría allá abajo, podía
oir como sus aguas saltaban en algún desnivel del terreno formando pequeñas
cascadas y, al mirar, se encontró con los ojos de María que esperaba un poco
por debajo de él; sus grandes ojos azules le sonreían… ya no era la chiquilla
con la que había corrido por valles y praderas allá en el norte; pero su mirada
sí era la misma, esa mezcla de confianza y de interrogación.
-¿No bajas?
-Ahora iré, vete eligiendo un buen
sitio, ya sabes, un lugar que no se nos inunde cuando llueva.
-Claro…
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