3 de mayo de 2017

Tierras del Cardeña. 3


          Para que os hagáis una idea de lo dificultoso de la marcha de nuestros amigos, sólo os diré que, de vez en cuando, alguno de los chicos se tenía que subir a un árbol de los más altos, desde donde se divisasen las cercanas montañas, para ver si iban en la dirección correcta;  su idea era acercarse a otro pequeño río, la cercanía del agua era una condición indispensable, que bajando de la sierra se alejaba en dirección norte hacia la llanura.
          No es que la distancia fuera mucha, pero la lentitud debida al acarreo del ganado y las sucesivas paradas a causa de la poca edad de alguno de los niños; lo abrupto del terreno, donde muchas veces había que “construir” el camino, pues las viejas trochas se cubrían rápidamente y la conveniencia de hacer todo aquello con el menor ruido posible por si había patrullas o vigías mahometanos, hizo obligatorio que, llegando la noche, tuvieran que parar para reponer fuerzas y por la imposibilidad de seguir al no poder ver puntos de referencia para la dirección que querían tomar.
          Al abrigo de unas altas peñas, en la ladera de unos de aquellos barrancos ocasionados por pequeños arroyos que venían de las montañas, encendieron un pequeño fuego para calentarse, una vez que comprobaron que los reflejos de las llamas no delatarían su presencia a algún improbable merodeador nocturno.


          -¿Queda mucho? –inquirió Andrés a Íñigo-.
          -Mañana, al mediodía, estaremos en nuestro destino.
          -Estoy deseando salir de esta selva, me agota el no poder ver con claridad hacia dónde vamos.
          -Ya sabes cómo es esta tierra; de todas maneras, cuando esta pendiente acabe hay una especie de otero, desprovisto de vegetación, a cuya sombra podremos construir nuestras cabañas; sigue habiendo muchos árboles, pero aquella altura da un poco de respiro y deja ver mucho terreno; a los pies, al sur, corre un riachuelo y cerca, pasado éste, hay otra selva, grande, de robles y quejíos.
          -¿No estaremos muy expuestos?
          -Algo más que en San Mikel, pero también tiene mejor defensa; se ve enseguida quien se acerca y la altura te da ventaja.
          -¿Ya has pensado en cómo lo llamarás?
          -Cuando lleguemos allí, lo decidiremos entre todos; no estaría bien que lo decidiese uno solo.
          -No os preocupéis –terció Martín- en cualquier lugar en que se levante algo en nombre del Señor, Él estará allí y os protegerá. Por eso vengo con vosotros, soy su representante y yo haré que nada malo ocurra.
          -Muy optimista os veo, freire; tal vez los moros no lo vean como vos… y su Mahoma también les proteja a ellos.
          -¡Bah! ¡Paparruchas!, ese Alá y su Mahoma poco pueden hacer en tierras de cristianos, y menos a nosotros que de tan buena tierra venimos.
          -¿De dónde sois, Martín?
          -Como vosotros vengo del norte; más allá de Cardeña, donde tenemos una abadía; más allá…hay un río, le llaman Delagua, que corre entre montañas y valles moviendo las piedras de los molinos y regando los verdes pastos donde se cría el mejor ganado del mundo.
          -¿Delagua?, ¿no será eso en tierra de vascones?
          -De allí mismo… o muy cerca.
          Los chiquillos dormían cerca, intentando calentar sus cuerpos apretujándose unos con otros y tapados por gruesas pieles que sus madres le habían echado por encima; las mujeres hablaban entre sí, en voz baja a la vez que intentaban escuchar lo que hablaban los hombres; sus próximos pasos estaban en sus manos y aunque su opinión no iba a ser tenida en cuenta en público, en privado sus “peros” o sus “tal vez”, sí tenían importancia.
          -¿Hay algún puesto moro por los alrededores?
          -No lo sabemos con seguridad, no hemos visto rastro de ello, pero sí que se han visto patrullas con una cierta regularidad.
          -¿En el sitio donde vamos?
          -No precisamente allí, pero sí bastante cerca.
          -¿Será peligroso?
          -Sí; para que os lo voy a negar; todos los que estamos a este lado del Duero peligramos. Pero tenemos la ventaja de que ahora están los moros muy ocupados en sus asuntos internos y nos hacen poco caso; esta tierra no es muy rica y quitando las ciudades y los pueblos grandes nada atrae a sus reyes, no tenemos riquezas ni grandes rebaños que les interese conseguir; en nuestra pobreza tenemos una de nuestras mejores defensas.
          -Y si no…. ¡Dios proveerá! –terció Martín-.
          A la mañana siguiente, no bien apareció la primera luz por el este, la comitiva se puso en marcha como había hecho el día anterior; pero ya veían las montañas al alcance de la mano y empezaron a darse cuenta de que el bosque comenzaba a ralear…
          Era el momento de tomar más precauciones, aquel grupo de gentes, numeroso para lo que era el lugar y el momento, acarreando múltiples enseres y algo de ganado, podría ser fácilmente avistado si había alguien de guardia; así que, Íñigo mandó por delante a sus hijos mayores para que, sigilosamente, actuaran de avanzada y dieran la voz de alarma si se veía algo sospechoso.
          En un momento determinado, Íñigo se paró y señaló un pequeño cerrete, delante y a la izquierda, que se recortaba contra el gris azulado de la sierra.
          -Aquel es nuestro objetivo –dijo señalando el sitio-. Lo más difícil, hasta ahora, está hecho; como veis, los árboles ya no nos protegen, pero los chicos no han avisado, por lo que no debemos temer nada.
          Un suspiro de alivio y, ¿por qué no?, de alegría, salió de casi todas las gargantas; estaban en medio de una gran dehesa, con cientos de encinas diseminadas por todo el terreno que se veía rojizo bajo la hierba rala.
          Siguieron subiendo, como habían hecho desde que salieron de Cardeña, pero la distancia con aquel promontorio prometido menguaba a ojos vista; no se atrevían, pero si lo hubieran hecho, habrían alzado sus voces en algún canto de alegría y esperanza.
          A poco vieron como los muchachos que se les habían adelantado, movían los brazos en frenético vaivén y saltaban dándoles ánimos para que llegaran a donde les esperaban; aquello significaba que no había peligro cercano y que podían dar rienda suelta a su alegría.
          Y sí, los vítores, los ultreia, los aleluyas, brotaron de sus gargantas en un coro agradecido; ahora sí. ¡Ya habían llegado!.
          -¿Veis?, es como os dije; desde aquí se puede ver a una gran distancia, bien es verdad que hay mucho bosque y no todas las partes se ven igual de bien…
          -¿Y el río, dónde está?
          -Ahí abajo, a nuestros pies, ¿notáis esa línea más verde que baja de la sierra, entre aquellos dos cerros? Va a perderse allá, hacia la izquierda, desemboca en nuestro Cardeña…
          -Levantaremos las casas cerca del río y aquí haremos un puesto de vigilancia amontonando piedras para que parezca algo natural.
          -¿Lleva mucho agua?
          -Menos que el Cardeña, pero suficiente para nuestras necesidades, no pierde caudal en todo el año.
          -¿Y aquella montaña con jorobas?
          -Allí haremos, con el tiempo, otro puesto de vigilancia, en esa dirección está Abila, fue una gran ciudad, pero ahora está casi abandonada; aunque creo que hay algunas tropas asturianas de retén; tuvo hermosas murallas y quieren volverlas a levantar.
          -Bueno, nosotros a lo nuestro; bajemos a la cañada a ver dónde instalamos nuestras chozas; madera y barro no nos va a faltar por lo que veo.
          -Bajemos; podéis elegir el lugar que mejor os convenga.
          Íñigo se quedó arriba, sentado sobre una piedra, en lo alto del cerro; miraba hacia el sur, hacia las montañas que se elevaban frente a él; estaban alfombradas de un  espeso bosque de robles que llegaban casi hasta sus cimas, en las que raleaban dejando ver rocas puntiagudas; bajó la vista hacia sus compañeros que se acercaban al río que corría allá abajo, podía oir como sus aguas saltaban en algún desnivel del terreno formando pequeñas cascadas y, al mirar, se encontró con los ojos de María que esperaba un poco por debajo de él; sus grandes ojos azules le sonreían… ya no era la chiquilla con la que había corrido por valles y praderas allá en el norte; pero su mirada sí era la misma, esa mezcla de confianza y de interrogación.
          -¿No bajas?
          -Ahora iré, vete eligiendo un buen sitio, ya sabes, un lugar que no se nos inunde cuando llueva.

          -Claro…

No hay comentarios:

Publicar un comentario