29 de mayo de 2017

Tierras del Cardeña. 7

          Íñigo y Mikel desandaban el camino que habían hecho hacía poco más de un mes; tanto tiempo ya… pero ahora era diferente, ya no iban vigilando cada paso que daban, ni ponían cuidado en no ser vistos u oídos; sabían que, por ahora, estaban en terreno seguro y así, lo que hacía unos días les había llevado casi dos jornadas, se completó en dos o tres horas de tranquilo caminar.
          Pronto les llegaron los familiares olores del ganado y del humo que salía por los agujeros de las techumbres de las cabañas, desde lejos se oía el gruñir y el balar de los animales y las risas de los críos; se notaba que confiaban en ellos, que se habían convertido en un puesto avanzado de vigilancia para el poblado; pronto la nueva espadaña de la iglesia se les hizo visible.


          -Mira padre, ya tienen un esquilón en la espadaña.
          -Sí, se nota que los freires se dan buena prisa para lo suyo, también aquí.
           -¿No tienen vigilancia?
          -Creo que confían demasiado en nosotros; pero si nos pasasen por encima los moros no iba a quedar de ellos ni los rabos; tendré que hablar con ellos de eso.
          -¿Crees que porque te has ido tú, ya no sabemos hacer nuestro trabajo?
          Íñigo, al oir aquella voz a sus espaldas se volvió rápido, dándose de bruces contra Rodrigo, que le miraba con una gran sonrisa en la cara.
          -Hace más de una hora que os estamos oyendo haciendo más ruido que toda una piara de cerdos…. ¡bonitos cazadores estáis hechos!
          Y riéndose a carcajadas estrechó entre sus brazos a su antiguo jefe mientras le palmeaba fuertemente.
          -¡Sois bienvenidos!
          -Perdona todos los tontos pensamientos que he tenido sobre vuestra vigilancia; merezco que me neguéis la cerveza y la sombra hasta que no os pida perdón, ¡soy un borrego creído y vanidoso!
          -Ya lo creo que lo eres, pero ¡venga, vamos a la aldea! Ya saben que veníais, les hemos avisado hace más de media hora.
          -Con que paz os habréis quedado sin el fraile Martín ¿eh?
          -¿Sin Martín?
          -Claro… ¿no recuerdas que se vino con nosotros…?
          -¡Ya!
          -¿Cómo que ya?
          -¿Dónde está Martín?
          -Allá arriba, donde lo hemos dejado….
          -Y… ¿quién crees que es ese que viene al frente de los demás a darte la bienvenida?
          Íñigo miró como le decía Rodrigo y se quedó de piedra, sin habla…
          -Padre ¿qué le pasa? Ni que hubiera visto fantasmas… no ve que es… el fraile…. ¡Martín!
          -¿Tú también lo ves, hijo?
          -Con que se había quedado arriba, eh?, no se ha movido de aquí; hasta que no consiguió el esquilón no ha parado.
          Los habitantes de San Mikel acogieron a Íñigo y a su hijo con grandes muestras de alegría, las sonrisas, los palmeados de espalda, los apretones de manos… Pero Íñigo no apartaba los ojos del fraile….
          -¿Era Martín o sólo se le parecía? –se preguntaba a sí mismo- a fin de cuentas todos los frailes parecen iguales: gordos, rubicundos, con el sayal marrón sucio y gastado, los pies calzados con aquellas sandalias asquerosas en unos pies peludos y sarnosos… no sabía qué decir.
          -¡Hombre, Martín!, ¡buena prisa os habéis dado para llegar antes que nosotros!
          -¿Llegar antes?, ¿de dónde?
          -Siempre con ganas de chufla… ¿acaso conocéis algún atajo que no sepamos nosotros? ¡Tenéis que decírnoslo…!
          -¿Atajo?
          -Siempre se hace el sorprendido –le dijo por lo bajo Rodrigo a Íñigo- como si no nos conociera de nada.
          -Y… ¿por qué hace eso?
          -Si lo supiera sería el hombre más sabio de la tierra…
          -Decidme, Íñigo –terció el fraile- ¿cómo decís que me conocéis si… estoy seguro, no nos hemos visto nunca antes?.
          -¡Negáis conocerme?
          -¡Por mis sagrados hábitos….!
          -¿No es acaso pecado hacer lo que estáis haciendo?
          -¿Pecado el qué…?
          -¡Jurar por vuestros hábitos!
          -¿Sois de esos santurrones que no pueden ni oir un juramento?
          -¡Dios me libre!, pero un fraile jurando…
          -Es que, además, soy un hombre…
          -Bueno, dejémoslo; ¿cuándo habéis llegado?
          -Me dijeron que el mismo día que marchasteis de aquí.
          -Sí, así fue –confirmó Rodrigo-.
          -Ya hablaremos hermano; ahora tengo que tratar otros asuntos con Rodrigo.
          Ambos amigos se alejaron un poco para hablar, con tranquilidad, sobre el asunto que les había reunido; Íñigo le explicó que la tierra donde se habían instalado era mejor que esta de San Mikel; tenían más recursos en madera y había posibilidad de más pastos; estaban, además, cerca de otras poblaciones con las que podrían intercambiar productos y ayudarse en caso de peligro grave; por otro lado, era un sitio más estratégico, mejor situado y dominaba un gran espacio, con lo que la defensa y las alertas podrían ser más fáciles; Íñigo le animó a que convenciese a más familias a instalarse más al sur, con ellos y así agrandar la aldea, hacerla más fuerte y tener más posibilidades de futuro; pero debía darse prisa, lo ideal es que marchasen ya, en una semana o dos como máximo, a fin de poder construirse refugios en los que pasar el invierno; luego, en primavera afianzarían todo. A Rodrigo le pareció bien, y le dijo a Íñigo que si se esperaba un par de días, podrían marchar con él cinco o seis familias que ya le habían hablado anteriormente de sus deseos de trasladarse con ellos; y en eso quedaron; Íñigo se quedaría para guiar a los nuevos colonos y su hijo marcharía al sur para avisar a los ya instalados que les prepararían parcelas en las que construir sus nuevas viviendas.
          Cuando Mikel se fue, orgulloso de ir solo en su primera “gran aventura”, Íñigo hizo por encontrarse con el fraile Martín; estaba lleno de curiosidad por saber el secreto de tanto fraile que se llamaba igual, vestía igual, se parecían como arenques en un tonel y hasta parecía que decían las mismas palabras.
          Ya se había dado cuenta de que no eran una misma persona; no era posible que estuviera en dos sitios a la vez; además pequeños rasgos físicos, como una verruga allí, una cicatriz allá, un palmo más o menos de altura, les diferenciaban.
          -O te saco tu secreto o te saco las tripas –se dijo en un arrebato de rabia- ¡veremos quién puede más!.
          Y dicho y hecho, esa noche, cuando ya la gente se iba retirando de la hoguera comunal a sus cabañas para dormir, Íñigo se hizo el remolón y esperó hasta que sólo quedaron el fraile y él, sentados alrededor del fuego.
          -¿Aún no os vais a dormir, hermano?
          -Todavía no tengo sueño.
          -Eso mismo me pasa a mi, encontrarme otra vez en estos campos me da para pensar y no  puedo descansar tumbado.
          -Sé lo que estás pensando, Íñigo….
          -¿Cómo es ello?
          -No hay más que mirarte a la cara.
          -¿Y, qué pienso?
          -Piensas en los malditos frailes martinicos que están donde quiera que vas…
          -¿Eso crees que pienso? –farfulló asombrado-.
          -Sí. Y no tienes por qué preocuparte. Además, tú sabes perfectamente quiénes somos y por qué estamos aquí, pero no quieres reconocerlo.
          -¡No sé de qué me hablas!
          -No sabes… ¿o no quieres saber?. Vamos, Íñigo, llevamos muchos años juntos y nos conocemos, aunque no siempre nos hemos visto así: tú, ya tan mayor y tan sabio y yo… dentro de estos hábitos y esta figura….pero, si me miras bien, recordarás a alguien que conociste allá, en el norte, cuando aún eras sólo un mozuelo que corrías detrás de las cabras y te adormecía, y soñabas tendido en la hierba, a la orilla de aquel río que tú conociste muy bien…
          -El Delagua…
          -Ese mismo; bien, piensa en lo que te he dicho y acepta las cosas tal y como vienen, que más pronto de lo que piensas tendrás que enfrentarte a enemigos de los que ni yo, ni el hermano Martín, te podrán defender… o tal vez sí, pero yo que tú no confiaría demasiado.
          Y, habiendo dicho este, el fraile se levantó y, paso a paso, se encaminó a la choza adosada a la iglesuela de piedra que estaba en el centro del poblado.

          Íñigo, quedó allí solo, mirando fijamente a las llamas con la mente muy lejos de allí, a un paisaje verde y salvaje, encerrado entre altas montañas sobre las que, siempre, se veía el alto vuelo de las águilas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario