Un pálido sol, del que apenas se veía
un círculo blanco a través de las nubes, se mantenía en el cielo mientras
Iñigo, seguido de veinte o veinticinco personas más, desandaba el camino entre
San Mikel y el cercano lugar de donde procedía; se sentía alegre y casi
despreocupado; parecía que el tiempo se había aliado con ellos por una vez, y
el frío no se había manifestado aún en todo su poderío; estaban a tiempo de
alojar a los nuevos colonos en su nuevo asentamiento; ahora ya sí que iba a
parecer una aldea y sí, ahora ya habría que darle un nombre; tenía que dejar de
ser “ese lugar, allá en el sur, en la falda de la sierra”.
Según se acercaban vio, ya desde
lejos, que algo se alzaba en aquel cerrete bajo el que construyeron sus casas;
se paró un momento, haciendo visera con una mano miró más detenidamente; sí, se
veía una pared de piedra labrada y cortada, alta como de tres hombres, rematada
con un tejado rojizo y una espadaña en la parte derecha, apuntando al cielo.
Íñigo recordó entonces las palabras
de Martín:
“…si me miras bien, recordarás a
alguien que conociste allá, en el norte, cuando aún eras sólo un mozuelo que
corrías detrás de las cabras…”
Y su cabeza voló allá, a aquellos
años mozos en su tierra; ese valle entre montañas regado por un río mágico y
misterioso, el Delagua; esa tierra peleada por los vascones y los burgaleses y
que cada cual se arrogaba de su posesión y ellos en medio, sintiéndose unas
veces vascón y otras burgalés; su padre, Aitor, era más vasco que las piedras
que sobresalían de las montañas, y su madre, Aurora, más castellana que las
ovejas que cuidaban.
Y recordó los días en que iba de
pastor, guardando el rebaño comunal, cabras y ovejas que engordaban con
aquellos pastos siempre verdes; y los mediodías junto al frescor del río,
viendo mecerse los juncos sobre el agua y bambolearse las cabezas de las
espadañas mientras las cañas secas y rotas ejecutaban unas melodías imposibles
de reproducir y de olvidar; y entonces ocurría… un chapoteo en el agua, como si
fuera una gran rana saltando o como el brinco del pez que sale al aire para ver
que hay fuera del agua… aquel sonido y luego le inundaba aquel sopor, o
adormecimiento, y veía salir del agua a la Señora, con sus ropajes traslúcidos
de un tejido de un color entre azul y verde a través del que se insinuaba un
cuerpo de mujer que prometía todos los goces del paraíso…
La Señora se sentaba sobre la hierba,
cerca de él, rodeada de una pequeña corte de seres tan mágicos como ella y
entre ellos, sí, entre ellos estaba Martín, ahora lo recordaba; aquel pequeño
ser, regordete, rubicundo, siempre alegre, con una chispa de malicia en los
ojos y vestido como los frailes motilones, un oscuro sayal y la capucha que, a
veces, le cubría la cara dejando ver, solamente, una sonrisa que uno no sabía
muy bien si era diabólica o angelical.
Siempre le quedó la duda de si lo que
veía era real o era un producto de sus sueños; la realidad es que, muchas
veces, encontraba pequeños regalos a la orilla del río o aparecía el cordero
que había desaparecido o el lobo que había visto a lo lejos no se había
acercado a su rebaño; ¿casualidades o era a causa de la presencia de aquellos
seres en los que él creía?
Cuando lo contaba en casa, su padre
le miraba de una manera especial y con una sonrisa comprensiva le pasaba la
mano por el pelo alborotándoselo, pero sin decir palabra; su madre, en cambio,
le hacía mil preguntas sobre la señora y sus acompañantes.
Si lo comentaba con sus amigos, o
con otros pastores, pasaba de todo, unos le contaban esos mismos sueños, o
realidades, en cambio, otros, se burlaban de él y lo achacaban a su
imaginación.
Cuando marchó de aquellas tierras, ya
casi un mozo, los siguió viendo, como si cuidasen de él o como si estuvieran en
todas partes y también allí comprobó que no sólo era él quien los veía, sino
que eran visibles para casi todos los habitantes de la zona; fueron aquellos
años que pasó cerca del mar, en casa de unos tíos paternos que tenían una
ferrería y que le enseñaron todos los secretos para dominar el hierro y
fabricar azadas, arados, espadas…
Después se fue con las mesnadas del
rey leonés y fue bajando cada vez más al sur, a aquellas tierras rojizas o
amarillentas que prometían mares de espigas al final del verano, pero, cuando
llegaba o acampaba junto a un riachuelo o un río mayor, o una laguna… raro era
el sitio en que, en un momento u otro, no apareciera la Señora o alguno de sus
acompañantes para reconfortarle o ayudarle en alguna de las faenas en que
estuviera ocupado en ese momento.
Así es como se forjó una relación
entre aquellos seres que le acompañaban desde sus tierras de nacimiento y que
habían formado parte de su vida y de la de muchos de sus compañeros.
La Señora…. ¿cómo definirla?, ¿cómo
decir cómo era?, resultaba tan complicado como explicar las estrellas o los
rayos; había fuerza en ella, y a la vez dulzura; aquella sonrisa enigmática que
luego fue viendo en las imágenes que, en las iglesias, veía de la Virgen…
¿serían la misma persona, el mismo ser?, ¿o una era adaptación de la otra?
No sabía, pero aquella mirada llena
de sabiduría, de amor, de firme confianza hacía que en él los proyectos no
parecieran tan inalcanzables y todo se convirtiera en “posible”, ¿Cómo
explicar, si no, todos aquellos casos en que se salvó por un pelo de una muerte
segura o de aquellos otros en las que parecía que todo iba a ir mal y, en el
último momento, aparecía un brazo salvador o una mesnada oportuna ahuyentaba a
los infieles o…?
En fin, mientras iba pensado en estas
cosas se acercaba hacia su meta y volvió a mirar el cerrillo donde se
encontraba la ahora nueva construcción; bueno sería que Martín hubiese
levantada su ansiada iglesia, no le extrañaba lo más mínimo, pero…. ¿en tan
poco tiempo? ¿de dónde había traído los canteros, los albañiles, los
carpinteros? y, sobre todo ¿de dónde había conseguido los dineros?
No sabía si preocuparse, enfadarse,
admirarse o reir… que aquello había sido obra del bueno de Martín no le cabía
ninguna duda, pero qué consecuencias podría traer en el futuro de la nueva
población era algo de lo que no se podía hacer ni la más pequeña idea…
Y, además, ¿cómo iban a llamar a la
nueva población? ¿Altos del Cardeña? ¿Tierras Rojas? ¿San Cristóbal del Cerro?
¿o algo más simple como Muñoíñigo de la Sierra o San Martín del Buenhacer?
Sonrió para sus adentros con el sólo
pensamiento de esos nombres y se dejó llevar por sus ensoñaciones mientras
acababan de llegar al emplazamiento.
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