12 de junio de 2017

Tierras del Cardeña. 8

          Un pálido sol, del que apenas se veía un círculo blanco a través de las nubes, se mantenía en el cielo mientras Iñigo, seguido de veinte o veinticinco personas más, desandaba el camino entre San Mikel y el cercano lugar de donde procedía; se sentía alegre y casi despreocupado; parecía que el tiempo se había aliado con ellos por una vez, y el frío no se había manifestado aún en todo su poderío; estaban a tiempo de alojar a los nuevos colonos en su nuevo asentamiento; ahora ya sí que iba a parecer una aldea y sí, ahora ya habría que darle un nombre; tenía que dejar de ser “ese lugar, allá en el sur, en la falda de la sierra”.


          Según se acercaban vio, ya desde lejos, que algo se alzaba en aquel cerrete bajo el que construyeron sus casas; se paró un momento, haciendo visera con una mano miró más detenidamente; sí, se veía una pared de piedra labrada y cortada, alta como de tres hombres, rematada con un tejado rojizo y una espadaña en la parte derecha, apuntando al cielo.
          Íñigo recordó entonces las palabras de Martín:
          “…si me miras bien, recordarás a alguien que conociste allá, en el norte, cuando aún eras sólo un mozuelo que corrías detrás de las cabras…”
          Y su cabeza voló allá, a aquellos años mozos en su tierra; ese valle entre montañas regado por un río mágico y misterioso, el Delagua; esa tierra peleada por los vascones y los burgaleses y que cada cual se arrogaba de su posesión y ellos en medio, sintiéndose unas veces vascón y otras burgalés; su padre, Aitor, era más vasco que las piedras que sobresalían de las montañas, y su madre, Aurora, más castellana que las ovejas que cuidaban.
          Y recordó los días en que iba de pastor, guardando el rebaño comunal, cabras y ovejas que engordaban con aquellos pastos siempre verdes; y los mediodías junto al frescor del río, viendo mecerse los juncos sobre el agua y bambolearse las cabezas de las espadañas mientras las cañas secas y rotas ejecutaban unas melodías imposibles de reproducir y de olvidar; y entonces ocurría… un chapoteo en el agua, como si fuera una gran rana saltando o como el brinco del pez que sale al aire para ver que hay fuera del agua… aquel sonido y luego le inundaba aquel sopor, o adormecimiento, y veía salir del agua a la Señora, con sus ropajes traslúcidos de un tejido de un color entre azul y verde a través del que se insinuaba un cuerpo de mujer que prometía todos los goces del paraíso…
          La Señora se sentaba sobre la hierba, cerca de él, rodeada de una pequeña corte de seres tan mágicos como ella y entre ellos, sí, entre ellos estaba Martín, ahora lo recordaba; aquel pequeño ser, regordete, rubicundo, siempre alegre, con una chispa de malicia en los ojos y vestido como los frailes motilones, un oscuro sayal y la capucha que, a veces, le cubría la cara dejando ver, solamente, una sonrisa que uno no sabía muy bien si era diabólica o angelical.
          Siempre le quedó la duda de si lo que veía era real o era un producto de sus sueños; la realidad es que, muchas veces, encontraba pequeños regalos a la orilla del río o aparecía el cordero que había desaparecido o el lobo que había visto a lo lejos no se había acercado a su rebaño; ¿casualidades o era a causa de la presencia de aquellos seres en los que él creía?
           Cuando lo contaba en casa, su padre le miraba de una manera especial y con una sonrisa comprensiva le pasaba la mano por el pelo alborotándoselo, pero sin decir palabra; su madre, en cambio, le hacía mil preguntas sobre la señora y sus acompañantes.
           Si lo comentaba con sus amigos, o con otros pastores, pasaba de todo, unos le contaban esos mismos sueños, o realidades, en cambio, otros, se burlaban de él y lo achacaban a su imaginación.
          Cuando marchó de aquellas tierras, ya casi un mozo, los siguió viendo, como si cuidasen de él o como si estuvieran en todas partes y también allí comprobó que no sólo era él quien los veía, sino que eran visibles para casi todos los habitantes de la zona; fueron aquellos años que pasó cerca del mar, en casa de unos tíos paternos que tenían una ferrería y que le enseñaron todos los secretos para dominar el hierro y fabricar azadas, arados, espadas…
          Después se fue con las mesnadas del rey leonés y fue bajando cada vez más al sur, a aquellas tierras rojizas o amarillentas que prometían mares de espigas al final del verano, pero, cuando llegaba o acampaba junto a un riachuelo o un río mayor, o una laguna… raro era el sitio en que, en un momento u otro, no apareciera la Señora o alguno de sus acompañantes para reconfortarle o ayudarle en alguna de las faenas en que estuviera ocupado en ese momento.
          Así es como se forjó una relación entre aquellos seres que le acompañaban desde sus tierras de nacimiento y que habían formado parte de su vida y de la de muchos de sus compañeros.
          La Señora…. ¿cómo definirla?, ¿cómo decir cómo era?, resultaba tan complicado como explicar las estrellas o los rayos; había fuerza en ella, y a la vez dulzura; aquella sonrisa enigmática que luego fue viendo en las imágenes que, en las iglesias, veía de la Virgen… ¿serían la misma persona, el mismo ser?, ¿o una era adaptación de la otra?
          No sabía, pero aquella mirada llena de sabiduría, de amor, de firme confianza hacía que en él los proyectos no parecieran tan inalcanzables y todo se convirtiera en “posible”, ¿Cómo explicar, si no, todos aquellos casos en que se salvó por un pelo de una muerte segura o de aquellos otros en las que parecía que todo iba a ir mal y, en el último momento, aparecía un brazo salvador o una mesnada oportuna ahuyentaba a los infieles o…?
          En fin, mientras iba pensado en estas cosas se acercaba hacia su meta y volvió a mirar el cerrillo donde se encontraba la ahora nueva construcción; bueno sería que Martín hubiese levantada su ansiada iglesia, no le extrañaba lo más mínimo, pero…. ¿en tan poco tiempo? ¿de dónde había traído los canteros, los albañiles, los carpinteros? y, sobre todo ¿de dónde había conseguido los dineros?
          No sabía si preocuparse, enfadarse, admirarse o reir… que aquello había sido obra del bueno de Martín no le cabía ninguna duda, pero qué consecuencias podría traer en el futuro de la nueva población era algo de lo que no se podía hacer ni la más pequeña idea…
          Y, además, ¿cómo iban a llamar a la nueva población? ¿Altos del Cardeña? ¿Tierras Rojas? ¿San Cristóbal del Cerro? ¿o algo más simple como Muñoíñigo de la Sierra o San Martín del Buenhacer?

          Sonrió para sus adentros con el sólo pensamiento de esos nombres y se dejó llevar por sus ensoñaciones mientras acababan de llegar al emplazamiento.

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