23 de junio de 2017

Tierras del Cardeña. 9.

          La bienvenida, como siempre, fue jubilosa y estruendosa; los esquilones de la ermita se pusieron a repicar mientras los habitantes aparecieron con los niños en brazos y los viejos apoyados  en sus cayados, al frente de los cuales se destacaba la maciza figura de fray Martín que, a voz en grito, les saludó con los brazos abiertos mientras exclamaba:
          -“Bienvenidos a Aldea Vieja!, capital de las tierras del Cardeña””¡Sed todos bienvenidos!”.
          Al oir aquellas palabras Íñigo dio un respingo, ¿qué era aquello’ ¿pues no se habían atrevido a poner nombre al lugar en su ausencia?
          Mientras abrazaba a su mujer y a sus hijos echó una mala mirada a Martín, ¡seguro que había sido ocurrencia suya! Y en los ojos pícaros y alegres del fraile vio las respuestas a sus preguntas.
          Una vez colocados los nuevos habitantes de “Aldea Vieja” en lo que serían sus futuros hogares, Íñigo se acercó a Martín, éste estaba tomando el último sol crepuscular del día apoyado en una de las paredes de aquella ermita que había aparecido, como por arte de magia, en lo alto del cerro.


          -Lo has conseguido de nuevo, ¡viejo zorro!, sin contar con nada ni con nadie, como siempre… ¿lo has hecho tú solo o te han ayudado en tu duro trabajo esos amigos tuyos que te acompañan cuando vais con la Señora?
          Se le notaba tenso y molesto; había tenido que disimular toda la tarde entre sus compañeros pues eran muchas las cosas de las que había que ocuparse, pero aquello había colmado el vaso de su paciencia y su tolerancia…
          -¿Cómo has podido dar nombre a este lugar sin contar conmigo?; ¿Acaso tú te has arriesgado como yo en buscar este lugar, ver sus posibilidades, encontrar un sitio ni muy ventoso ni demasiado abrigado, junto al agua, al reparo de una altura, con una vista privilegiada de los alrededores, fácil de defender…
          -¡Vale, vale, amigo Íñigo!
          -¡No!, ¡No vale!, ¡Basta ya de hacer y deshacer sin mi consentimiento, yo soy el jefe de toda esta gente y soy  responsable de su seguridad y de su bienestar; por lo tanto, a mi, o si no, a todos nosotros, nos habría correspondido poner nombre al lugar, no sólo a ti, maldito fraile, bueno para nada, que más pareces un grano en el culo que un servidor de Dios…
          -¿Y quién te ha dicho que lo sea?
          -Pues si no lo eres ya puedes marchar con viento fresco, ¡vuelve con tus hermanos que aquí… nadie te ha llamado! Y, además, qué es esto que has mandado construir tú… o tus rezos mágicos, este engendro de piedra a mayor gloria de ti y tus encantamientos…
          -Por ahí no paso, Íñigo, esta iglesia se ha levantado a mayor gloria de Dios, ¡no lo dudes! Y nos servirá tanto de lugar de culto como de defensa en las más que posibles incursiones moras, ¡mira sus muros, sus aspilleras, su altura, aquí estará el pueblo más seguro que en cualquier otro sitio que hubieras podido imaginar… o construir….
          -¿Y cómo lo has levantado?
          -A fuerza de rezos y…con la ayuda de mis amigos…
          -¿En una noche?
          -¡Hemos trabajado muy duro!.
          -¿Trabajado?
          -¡Sí! ¿La has visto por dentro?
          -Aún no…
          -¡Ven, vamos ahora!
          Se levantaron y se acercaron a la puerta que miraba hacia la sierra; una penumbra sólo rota por la frágil luz de tres velones en el altar mayor les acogió.
          La mirada de Íñigo subió hacia el techo, todo él de grandes vigas de madera, labradas, apoyadas en los fuertes muros de piedra; en el ábside, sobre el altar, una complicada red de madera trabajada y coloreada, lucía uno de los artesonados más bellos de los que había visto en su vida.
          En la cabecera, una imagen de San Cristóbal, cargado con el Niño Dios, presidía la iglesia; bajo ella un sencillo altar de piedra con un crucificado de madera servía de base a un sencillo sagrario de madera pintada. A la izquierda del altar mayor se abría una pequeña puerta que daría, seguramente, a la sacristía.
          A los pies, unas escaleras de trabajado granito subían a un coro con balaustrada de madera desde el que se podían tocar las campanas por medio de unas cuerdas que colgaban al fondo, entre dos estrechas arpilleras; otros ventanucos, igualmente estrechos, asomaban a los lados del ábside y en las paredes norte y sur de la iglesia.
          -¿Qué te parece?
          -Más simula una fortaleza que un templo….
          -Sabía que te gustaría. Como ves, unos poyetes bajo los ventanucos sirven para que un buen flechero se encarame en cada uno de ellos y pueda disparar sus saetas sin peligro.
          -Bien pensado; me gusta esta disposición de la arquería, dando más fuerza y consistencia a la iglesia. ¿Qué es ese escudo que se vislumbra entre la arcada?
          -Representa un sol; es la imagen de Nuestro Señor iluminando su casa y cegando al enemigo o al que intente penetrar con malas intenciones en ella,
          -Me gusta…. No sé, ni quiero saber cómo lo has hecho, pero me gusta.
          -Lo sabía, Íñigo, son muchos años juntos… aunque no te lo parezca.
          -Pero podías consultarme estas cosas, a fin de cuentas, se supone que yo mando aquí.
          -¿Se supone? Bien deberías de saber que tú sólo eres un instrumento del Señor…. Al igual que yo.
          -No vamos a discutir sobre ello, ahora, Martín; sino de otra cosa que me importa más: el nombre del pueblo, ¿cómo se te ha ocurrido darle ese nombre tan… tan… inadecuado.
          Martín le condujo, escaleras arriba, a la tribuna de la iglesia; en la oscuridad se distinguía una banca de madera adosada a la pared, justo debajo de una aspillera central por la que entraba un débil rayo de luna iluminando espectralmente el interior del edificio; hacía ella se dirigió Martin y, tomando asiento, invitó a Íñigo a hacer lo mismo.
          -Teníamos que decirles a nuestros nuevos convecinos cómo se llamaba el lugar a donde les has traído.
          -Ya, eso sí, pero…
          -No se puede llevar a las personas a ningún sitio; hay que darles un nombre, aunque resulte ridículo, para que ellas se sientan acogidas por él y puedan decir a quien quiera oírles que son de allí; no de aquel lugar al pie de la sierra junto al bosque de robles, o de ese lugar junto al río que baja de la sierra y hay una ermita… ¡no! Hay que decirles un nombre para que puedan decir, con orgullo: ¿vivo en Aldea Vieja!, ¡Soy de Aldea Vieja!, ¡ven a verme a Aldea Vieja! Tienen que sentirse partícipes de algo, de un sitio, de un sitio con nombre, por supuesto y amar ese sitio, amar ese nombre, aunque pueda resultar ridículo; ya verás cómo, enseguida, deja de parecerlo y lo oirás, tú también, con orgullo, con pasión, con un débil o fuerte sentimiento de pertenencia y satisfacción…. ¡soy de Aldea Vieja! ¡yo he ayudado a fundar este pueblo! ¡Aldea Vieja y yo somos uno!. ¡Piénsalo!
          Íñigo calló, sopesó todas y cada una de las palabras de su amigo y tuvo, aunque en silencio, que asentir y dar por buenas las razones que le había dado.
          -No puedo decirte más que: ¡tienes razón!. Pero, de todas maneras, ¡el nombre…! se las trae! Aldea… Vieja. Aldea…. bueno, pero vieja…. ¡si la acabamos de fundar!
          -Tú, ¿de qué te fiarías más, de algo nuevo o de algo viejo y probado?
          -Te entiendo.
          -Pues eso.

          Los dos amigos se miraron y creo yo que se sonrieron debajo de aquella oscuridad que se había ido adueñando del interior del edificio; había muchas dudas, muchas cosas que discutir, muchos asuntos que tratar, pero mañana sería otro día.

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