Distaban cuatro leguas de su destino,
la que fue una importante ciudad visigoda, arrasada dos o tres veces por los
moros y vuelta a levantar; interesaba mucho saber en manos de quien estaba en
ese momento y así valorar cuánto peligro podía haber para el nuevo asentamiento,
si sus medidas de seguridad y de vigilancia debían extremarse o si podían
confiar en una temporada más o menos tranquila.
A poco de caminar entre los espesos
encinares llegaron a aquella elevación con dos jorobas desde donde pudieron ver el
camino que les faltaba…. Una gran llanura cubierta totalmente por encinas y
robles, dejando unos pequeños cerros, continuación de la sierra que acababan de
abandonar y, a la derecha, una planicie de la que no se distinguía fin y que
llevaba a las tierras de donde procedían, allí estaba el reino de León, el de
Asturias, el de Galicia… y el gran río Duero, frontera, entonces, entre ellos y
nosotros.
A poca distancia, se distinguía la
cortadura por la que pasaba un gran río que algunos llamaban Vueltolla, por las
vueltas y revueltas con las que se abría camino hacia el norte; habría que
cruzarle.
Al bajar hacia el cauce encontraron
una senda que, a trozos, estaba enlosada con grandes piedras de granito y que
conducía a un pequeño puente, todo de piedra, medio escondido entre zarzas y
matorrales, iban a cruzarle cuando oyeron una voz a sus espaldas:
-¿Quiénes sois? ¿A dónde vais?
Se volvieron temerosos por la
sorpresa y se encontraron con cuatro hombres, grandes y fuertes, dos de ellos
les apuntaban con sus arcos mientras los otros dos portaban unas lanzas cortas
terminadas en afilados hierros.
-Gente de paz –respondió Íñigo- somos
gente de paz.
-¿De dónde venís?
-Somos gentes de Cardeña y vamos a Abila.
-¿Sólo sois dos?
-Sí, ya te digo que somos gente de
paz; Estamos instalándonos a legua y media de aquí, hacia oriente y queríamos
comprobar en manos de quién está esta zona hasta Abila.
-¿No serás Íñigo, el burgalés?
-Así me conocen.
La tensión se relajó casi
inmediatamente, se destensaron los arcos y los cuatro hombres se les acercaron
con una media sonrisa en los rostros.
-Custodiamos el puente, es el único
paso del río en varias leguas a la redonda; si algo va o viene de la ciudad,
nosotros lo controlamos.
-¿Vivís aquí?
-No, allá arriba, en la sierra, lo
llamamos Ojos Albos, pues tenemos dos fuentes del agua más pura que se puede
imaginar; es buena tierra para el ganado.
A la entrada del puente había una
pequeña explanada y allí se sentaron a conversar mientras uno de ellos se
alejaba un tanto para seguir vigilando.
Aquella gente había hecho lo mismo
que ellos, se habían desgajado de un asentamiento cercano a Cauca, una villa
más al norte y habían llegado a aquella zona para repoblar y crear un punto más
de apoyo para la segura conquista de las huestes cristianas.
-¿Sabéis la situación de Abila?
- Sí, ahora está en nuestras manos, es
más pequeña que el más pequeño de los poblachos que puedas conocer, pero allí,
caídas y desperdigadas están las piedras que formaron parte de la muralla más
formidable que puedas imaginar….
-He oído hablar de ella.
-Pues lo que hayas podido oir no es
nada con lo que fueron en realidad. Media legua medían con más de treinta
torreones, altas como diez hombres subidos uno encima de otro.
-Y… ¿a qué esperan para levantarlas
de nuevo?
-A que lleguen canteros que sepan cómo
se levantan; no es nada fácil hacerlo sin que se te caigan encima.
-¿Están, pues, seguros?
-Ya sabes que seguros…. No estamos
ninguno; cada primavera, desde hace ya más de veinte años, los moros organizan
alguna de sus algaradas y asolan todo el terreno que encuentran, llevándose
todo lo que haya de valor. Esas murallas, desde que estamos aquí, se han
levantado tres veces y otras tantas han caído.
-Eso es a lo que íbamos a Abila, a
enterarnos en qué manos estaba y cómo era de fuerte.
-Ahora mismo, no puedes esperar nada
de sus habitantes, si acaso, lo esperarían ellos de vosotros.
-Pues nos habéis ahorrado el camino.
Ya no nos hace falta llegarnos allá. Con vuestra información nos podemos volver
tranquilamente a nuestro poblado.
-¿Cómo lo habéis llamado?
-Aún no tiene nombre; vamos a esperar
a ser más y entre todos decidiremos.
-No os volváis todavía; venid con
nosotros a ver nuestro lugar, allá arriba; hace mucho que no vemos forasteros y
a todos nos agradará conocer noticias de lo que pasa en otros lugares; a fin de
cuentas todos tenemos problemas parecidos y nos podemos aconsejar.
-De acuerdo, tenéis razón; siempre es
bueno ver cómo se desenvuelven los vecinos; a fin de cuentas, vosotros
conoceréis mejor que nosotros estas sierras y nos podéis enseñar muchas cosas.
-Pues no se hable más; yo os guiaré y
esta noche dormiréis bajo nuestros techos; mañana podréis volver a vuestro
pueblo.
Fueron siguiendo el cauce del río,
que se retorcía entre peñascos monte arriba; pequeños prados rodeados de
árboles centenarios sombreaban una tierra verde y generosa; al volver un recodo
se encontraban con una caída del agua que saltaba entre las rocas con un ruido
ensordecedor; en grandes pozas, de las que casi no se veía el fondo, veían
saltar peces a los que el sol arrancaba destellos de plata; media legua más
arriba el río se amansaba; discurría por una explanada sembrada de encinas,
serpenteando como una culebra; su guía les señaló una vereda que trepaba a la
izquierda hacia un monte que, en esos momentos recibía los últimos rayos del
sol poniente coloreando una tierra dura y roja.
Escondidas bajo los árboles
distinguieron unas cabañas de madera cubiertas de barro las paredes y techadas
con retamas y ramajes; alguna tenía la parte baja de piedra y adosado un
corralillo donde gruñía algún cerdo o balaba alguna oveja.
La gente les miraba pasar entre
curiosa y sorprendida; se notaba que transitaban por allí pocos forasteros.
La noche cubrió enseguida de sombras
la ladera donde se aposentaba la aldea; alguien prendió una gran hoguera y se
fueron sentando a su alrededor para comer y agasajar a sus invitados.
La cerveza pasó de unos a otros en
grandes cuernos vaciados y artísticamente labrados; carne de venado asada allí
mismo les sirvió de cena y mientras se contaban sus progresos, sus aventuras y
sus historias, fue pasando el tiempo y los ojos de los más pequeños y de los más
mayores se fueron cerrando progresivamente.
Cuando ya el único sonido que se oía
fue el ulular de los búhos y el aullido de los lobos y el guarrido de los
zorros, Íñigo se levantó acompañado por León, el jefe de aquella gente, le
gustaba respirar el aire de la noche antes de ponerse a dormir; miró hacia el
este, hacia su gente, muy cercana pero a los que no podía ver con aquellas
alturas por medio; pensó en María, acostando seguramente a los chicos y de
pronto algo le hizo aguzar la vista y el oido…
-Ha sido como un resplandor por
encima de la sierra….
-Sí, también yo lo he visto.
-Como si hubiera sido un relámpago,
pero…. el cielo está sereno y ni una nube pasajera tapa las estrellas.
-A veces, aquí en las montañas, se
producen cosas extrañas como ésta.
-¿Lo has visto más veces?
-Sí, a veces, la gente dice que son
los duendes… que trabajan en sus fraguas….
-Eso dice también, a veces, mi gente.
-Pero a nuestro cura, el hermano
Martín, no le gusta que se diga eso… prefiere decir que son los ángeles…
-¡Tenéis también un fraile Martín?,
no lo he visto en la hoguera esta noche…
-No está ahora, salió de cacería con
algunos compañeros; tras la sierra hay una gran llanura, Azálvaro la llamaban
los moros, donde abundan los jabalíes y los gamos. Aún tardará uno o dos día en
volver; aprovechan para vigilar por si pasan tropas por esa zona.
-¿Cómo es el monje?
-Como todos, regordete, risueño,
vascuence…
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