Con el verano nuestra situación no
cambió demasiado; vimos pasar partidas, pequeñas partidas es la verdad, de
moros que se dirigían hacia tierras de Abila o hacia el Duero para realizar sus
razzias de verano, pero nosotros no fuimos molestados; no sé si habría sido por
nuestra decidida respuesta a aquel primer ataque serio o porque, en realidad,
no representábamos ni peligro para ellos ni teníamos nada que codiciaran;
ciertamente, nuestras “riquezas” no eran para que nadie tuviera tentación de
asaltarnos para conseguirlas.
Nuestra población había aumentado,
las noticias de nuestra victoria sobre las partidas agarenas y la situación
ventajosa que teníamos había incitado a muchos antiguos habitantes de San Mikel
a unirse a nosotros; también de otras poblaciones allende el Duero y de
nuestras tierras de origen, allá en el norte, vinieron nuevos colonos a
reunirse con nosotros, éramos casi dos centenares y, además, cerca de nuestra
aldea, se fundó otro núcleo por un tal Blas , procedente de San Mikel y cuyas
raíces venían de la tierra de los gallegos; aquella otra aldea se llamó
Blasconceles; y como provenientes de la misma raíz, pronto tuvimos contactos,
buenos y malos, como con todo vecino.
Para asegurar nuestra situación ante
posibles ataques, construimos una especie de torre de vigilancia en un monte
que, por su forma, llamamos “silla jineta”, y desde la que podíamos ver si
alguien procedente de la zona de Abila se acercaba a nuestras tierras; aquellas
seguridades hicieron que el pueblo se expandiera en esa dirección, bajo una
pequeña loma que hacía las veces de barrera de los fríos vientos del norte, por
lo que la denominamos “la barrera” y donde el terreno era más llano y más
adecuado para construir nuestras casas.
Al año siguiente de lo que acabo de
relatar, tuvimos la ocasión de darnos cuenta de la importancia de lo que
acabábamos de hacer y también, como no, de la importancia de las previsiones
del buen Martín que, una vez más, acabó por salvarnos la vida a todos y
asegurar la continuidad de nuestra aldea.
Sería por el año de 1040 de Nuestro
Señor cuando, ya avanzado el mes de mayo, los vigías que siempre estaban
destacados en la torre de Silla Jineta, nos avisaron, mediante señales de humo,
que una gran hueste se acercaba hacia nosotros desde la ciudad de Abila;
tocamos a rebato la campana de la iglesia para que todos abandonaran sus casas
y labores y se refugiaran entre sus muros que, ya en otras ocasiones, habían
demostrado su fortaleza.
Mientras los aldeanos cogían
apresuradamente sus bienes más valiosos, armas, comida y bebida, alejábamos a
los pastores con sus rebaños para que, en medio de la espesura de los bosques,
se ocultaran con nuestra única riqueza real: el ganado y nuestros hijos
pequeños.
A poco llegaron los vigías, que
habían abandonado la torre ante su imposible defensa y que no querían
permanecer alejados ni de sus familias ni de nosotros, sus compañeros. Nos
relataron que, en la otra orilla del Voltoya, a la altura del puente antiguo,
se habían divisado fuertes y numerosos contingentes de moros, con mucho
acompañamiento de banderas y alharacas, quizás quinientos jinetes… o más.
Ante estas noticias hicimos buen acopio
de dardos y flechas, venablos y todo tipo de armas arrojadizas que nos pudieran
dar un poco de ventaja en el primer momento del combate que, con toda
seguridad, habríamos de libras contra las huestes sarracenas y después… confiar
en el buen Dios y en los fuertes muros de la iglesia de san Cristóbal; fray
Martín nos alentaba de mil modos, dando palabras de esperanza a las mujeres y
de valor y gallardía a los hombres; nunca una persona se movió tanto en tan
poco tiempo y espacio para insuflarnos a todos un soplo más de coraje.
Poco después de una hora, o algo así,
pudimos ver, entre las arboledas que bajaban de la sierra, a una avanzadilla de
árabes que, al vislumbrar la iglesia en lo alto del cerro y la cerca que
rodeaba nuestras pocas casas, hicieron alto para poder valorar nuestras
defensas o nuestras posibles fuerzas mientras esperaban al grueso de su
ejército.
Yo había mandado colocar tras la
cerca de piedra a unos diez arqueros para que diesen la bienvenida a los
posibles atacantes y volver luego rápidamente al refugio de los muros de la
iglesia, eso les daría que pensar y les dificultaría conocer nuestro número y
disposición; dos o tres de aquellos jinetes se acercaron con gran cuidado a la
aldea, prestos a huir o a llamar en su auxilio al resto; tenía yo ordenado que
no se les molestase, para que se confiaran o para que pasaran de largo, cosa
esta última algo improbable, pues solían arrasar cualquier agrupación de casas
que encontraran en su camino; éstos miraron, gritaron insultos en nuestra
dirección llamándonos perros y porquerizos para que molestos diéramos la cara,
pero al ver nuestro silencio se frenaron antes de llegar a la cerca, intuyendo
alguna trampa o algo así.
Volvieron sobre sus pasos y se
pusieron a hablar con el resto de sus tropas, señalaban mucho en dirección a la
iglesia e indicaban el poco humo que aun salía de los tejados de algunas de las
chozas que habíamos abandonado a toda prisa; sospechaban que estábamos
escondidos esperando su ataque, pero no sabían ni cuántos ni dónde estábamos,
lo que les hacía dudar sobre la dirección que debían tomar para caer sobre
nosotros; todo esto lo espiábamos a través de las arpilleras abiertas en los
muros de piedra, procurando hacer el
menor ruido posible para mantenerlos dubitativos el mayor tiempo posible.
Al fin, confiando en su número y, por
supuesto, en su valentía y conocimiento de las tácticas militares, lanzaron a
unos cincuenta de ellos hacia la cerca con intención de saltar sobre ella y
atraer nuestros tiros si los hacíamos y saber a qué atenerse; vimos cómo se
lanzaban al galope entre los árboles,
con la desventaja que tenían al tener que hacerlo cuesta arriba y, cuando
parecía que iban a saltar sobre ella, nuestros arqueros armaron sus armas y les
lanzaron un chaparrón de flechas que dieron con toda su vanguardia en el suelo;
ante aquel ataque imprevisto volvieron grupas y se reagruparon para hablar
entre ellos sobre qué hacer.
Nuestros arqueros aprovecharon su
huida para correr sin ser vistos hasta la iglesia, tendiéndose en el suelo,
tras unos matorrales, para volver a repeler otro ataque si este se repetía,
antes de entrar en la iglesia.
Y, por supuesto, el ataque se
repitió; pero esta vez no fueron cincuenta ni cien los jinetes que se lanzaron
hacia nosotros, todo el contingente, los quinientos o seiscientos jinetes, se
lanzaron al galope, lanzando terribles alaridos y manejando, también ellos, sus
arcos, que disparaban con mortal deseo en nuestra dirección.
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