20 de julio de 2017

Tierras del Cardeña. 11

          Con el verano nuestra situación no cambió demasiado; vimos pasar partidas, pequeñas partidas es la verdad, de moros que se dirigían hacia tierras de Abila o hacia el Duero para realizar sus razzias de verano, pero nosotros no fuimos molestados; no sé si habría sido por nuestra decidida respuesta a aquel primer ataque serio o porque, en realidad, no representábamos ni peligro para ellos ni teníamos nada que codiciaran; ciertamente, nuestras “riquezas” no eran para que nadie tuviera tentación de asaltarnos para conseguirlas.
          Nuestra población había aumentado, las noticias de nuestra victoria sobre las partidas agarenas y la situación ventajosa que teníamos había incitado a muchos antiguos habitantes de San Mikel a unirse a nosotros; también de otras poblaciones allende el Duero y de nuestras tierras de origen, allá en el norte, vinieron nuevos colonos a reunirse con nosotros, éramos casi dos centenares y, además, cerca de nuestra aldea, se fundó otro núcleo por un tal Blas , procedente de San Mikel y cuyas raíces venían de la tierra de los gallegos; aquella otra aldea se llamó Blasconceles; y como provenientes de la misma raíz, pronto tuvimos contactos, buenos y malos, como con todo vecino.
          Para asegurar nuestra situación ante posibles ataques, construimos una especie de torre de vigilancia en un monte que, por su forma, llamamos “silla jineta”, y desde la que podíamos ver si alguien procedente de la zona de Abila se acercaba a nuestras tierras; aquellas seguridades hicieron que el pueblo se expandiera en esa dirección, bajo una pequeña loma que hacía las veces de barrera de los fríos vientos del norte, por lo que la denominamos “la barrera” y donde el terreno era más llano y más adecuado para construir nuestras casas.
          Al año siguiente de lo que acabo de relatar, tuvimos la ocasión de darnos cuenta de la importancia de lo que acabábamos de hacer y también, como no, de la importancia de las previsiones del buen Martín que, una vez más, acabó por salvarnos la vida a todos y asegurar la continuidad de nuestra aldea.


          Sería por el año de 1040 de Nuestro Señor cuando, ya avanzado el mes de mayo, los vigías que siempre estaban destacados en la torre de Silla Jineta, nos avisaron, mediante señales de humo, que una gran hueste se acercaba hacia nosotros desde la ciudad de Abila; tocamos a rebato la campana de la iglesia para que todos abandonaran sus casas y labores y se refugiaran entre sus muros que, ya en otras ocasiones, habían demostrado su fortaleza.
          Mientras los aldeanos cogían apresuradamente sus bienes más valiosos, armas, comida y bebida, alejábamos a los pastores con sus rebaños para que, en medio de la espesura de los bosques, se ocultaran con nuestra única riqueza real: el ganado y nuestros hijos pequeños.
          A poco llegaron los vigías, que habían abandonado la torre ante su imposible defensa y que no querían permanecer alejados ni de sus familias ni de nosotros, sus compañeros. Nos relataron que, en la otra orilla del Voltoya, a la altura del puente antiguo, se habían divisado fuertes y numerosos contingentes de moros, con mucho acompañamiento de banderas y alharacas, quizás quinientos jinetes… o más.
          Ante estas noticias hicimos buen acopio de dardos y flechas, venablos y todo tipo de armas arrojadizas que nos pudieran dar un poco de ventaja en el primer momento del combate que, con toda seguridad, habríamos de libras contra las huestes sarracenas y después… confiar en el buen Dios y en los fuertes muros de la iglesia de san Cristóbal; fray Martín nos alentaba de mil modos, dando palabras de esperanza a las mujeres y de valor y gallardía a los hombres; nunca una persona se movió tanto en tan poco tiempo y espacio para insuflarnos a todos un soplo más de coraje.
          Poco después de una hora, o algo así, pudimos ver, entre las arboledas que bajaban de la sierra, a una avanzadilla de árabes que, al vislumbrar la iglesia en lo alto del cerro y la cerca que rodeaba nuestras pocas casas, hicieron alto para poder valorar nuestras defensas o nuestras posibles fuerzas mientras esperaban al grueso de su ejército.
          Yo había mandado colocar tras la cerca de piedra a unos diez arqueros para que diesen la bienvenida a los posibles atacantes y volver luego rápidamente al refugio de los muros de la iglesia, eso les daría que pensar y les dificultaría conocer nuestro número y disposición; dos o tres de aquellos jinetes se acercaron con gran cuidado a la aldea, prestos a huir o a llamar en su auxilio al resto; tenía yo ordenado que no se les molestase, para que se confiaran o para que pasaran de largo, cosa esta última algo improbable, pues solían arrasar cualquier agrupación de casas que encontraran en su camino; éstos miraron, gritaron insultos en nuestra dirección llamándonos perros y porquerizos para que molestos diéramos la cara, pero al ver nuestro silencio se frenaron antes de llegar a la cerca, intuyendo alguna trampa o algo así.
          Volvieron sobre sus pasos y se pusieron a hablar con el resto de sus tropas, señalaban mucho en dirección a la iglesia e indicaban el poco humo que aun salía de los tejados de algunas de las chozas que habíamos abandonado a toda prisa; sospechaban que estábamos escondidos esperando su ataque, pero no sabían ni cuántos ni dónde estábamos, lo que les hacía dudar sobre la dirección que debían tomar para caer sobre nosotros; todo esto lo espiábamos a través de las arpilleras abiertas en los muros  de piedra, procurando hacer el menor ruido posible para mantenerlos dubitativos el mayor tiempo posible.
          Al fin, confiando en su número y, por supuesto, en su valentía y conocimiento de las tácticas militares, lanzaron a unos cincuenta de ellos hacia la cerca con intención de saltar sobre ella y atraer nuestros tiros si los hacíamos y saber a qué atenerse; vimos cómo se lanzaban al galope  entre los árboles, con la desventaja que tenían al tener que hacerlo cuesta arriba y, cuando parecía que iban a saltar sobre ella, nuestros arqueros armaron sus armas y les lanzaron un chaparrón de flechas que dieron con toda su vanguardia en el suelo; ante aquel ataque imprevisto volvieron grupas y se reagruparon para hablar entre ellos sobre qué hacer.
          Nuestros arqueros aprovecharon su huida para correr sin ser vistos hasta la iglesia, tendiéndose en el suelo, tras unos matorrales, para volver a repeler otro ataque si este se repetía, antes de entrar en la iglesia.

          Y, por supuesto, el ataque se repitió; pero esta vez no fueron cincuenta ni cien los jinetes que se lanzaron hacia nosotros, todo el contingente, los quinientos o seiscientos jinetes, se lanzaron al galope, lanzando terribles alaridos y manejando, también ellos, sus arcos, que disparaban con mortal deseo en nuestra dirección.

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