El miedo se apoderó de los hombres
que habían quedado fuera y, prestamente, se levantaron aporreando la puerta
para que les permitiéramos franquearla; así se hizo, rápidamente, sin
preguntarles nada ni afearles su conducta; ¡a ver quién era el valiente que
aguantaba una carga de caballería armado sólo con un arco y diez flechas!.
No bien estuvimos todos dentro de la
iglesia, los jinetes llegaron hasta los muros y comenzaron a lanzar flechas
hacia las troneras esperando herir o matar a alguno de nosotros, tuvimos
suerte, pues todos nos retiramos prontamente con el miedo pintado en los
rostros; ninguno éramos hombre de guerra y aunque habíamos batallado en muchas
escaramuzas, nunca habíamos sido confrontados por tal cantidad de guerreros, y
menos montados en aquellos caballos enormes y fieros que daban casi más miedo
que sus jinetes; tardamos un rato en volver a asomarnos, el enemigo se había
retirado a una mediana distancia y se les veía hablar entre ellos como
discutiendo la mejor manera de acabar con nosotros.
Pronto vimos claras sus intenciones
cuando volvieron grupas y comenzaon a incendiar nuestras casas; los techos de
paja o de retamas, resecos por el aire y el sol, ardieron como yesca en cuando lanzaron
teas encendidas sobre ellos; el humo comenzó a levantarse hacia el cielo
mientras nuestros ojos de llenaban de lágrimas al ver desaparecer aquello que
tanto nos había costado levantar.
Se oyó más de un juramento y alguna
maldición al tiempo que, por los ventanucos, se lanzaban flechas que caían
inocentemente lejos de aquellos a los que iban dirigidas.
-¡Callaos! –se oyó de pronto la voz
de Martín- ¡Tened vuestras sucias lenguas en el templo del Señor!, ¡dad gracias,
más bien, porque son casas las que arden y no vuestros cuerpos!. ¿Así os
portáis en la primera dificultad?; ¡tened más confianza en vosotros, hombres, y
mucha más en la voluntad de Dios, que no permitirá que nada malo os pase!
Los murmullos fueron bajando de tono
y todos se volvieron hacia Martín que, subido al altar mayor, les miraba con
su cara sonrosada y redonda como un pan y en la que asomaba aquella sonrisa que
nunca se desprendía de su rostro.
-Las casas las van a quemar y no
podemos hacer nada por evitarlo; pero sí que podemos evitar que nos maten a
nosotros y a nuestras familias; hay que organizarse; pronto querrán incendiar,
también, la techumbre de esta iglesia y eso no hay que permitirlo, pues sería
nuestro fin; hay que hacer más aspilleras en los muros para poder lanzar más
flechas; preparad mantas y trapos, además de baldes de agua, para sofocar un
posible incendio y, si resistimos hasta la noche… ¡yo os prometo que hemos de
vencerlos y echarlos de aquí como perros que son!
Me quedé mirándole con la misma cara
con que le mirábamos todos, con respeto y algo de temor; pero tenía toda la
razón y parecía que tenía las cosas claras, cosa que ninguno de nosotros tenía;
necesitábamos un líder y allí estaba: Martín, como siempre, era el ángel que
velaba por nosotros…
-¡Ya le habéis oído! –grité como para
hacer notar que aún era yo el jefe- preparad todo, las mujeres que tengan listas
las cobijas y los trapos, vosotros, arrancad piedras, haced más agujeros en las
paredes. Vamos a quitar esta parte del tejado para poder disparar sobre las
vigas y poder trabajar mejor si nos intentan prender fuego. ¡Venga, deprisa!
Martín me miró y me sonrió como dando
a entender que estaba de acuerdo; yo era el jefe y yo debía ordenar; él… era
simplemente un pobre fraile… le sonreí a mi vez y él entendió aquella sonrisa
como mi forma de darle las gracias; desde la distancia me bendijo haciendo una
cruz en el aire e, inmediatamente, se bajó del altar para ayudar a todos y a
todo.
¡Bendito fraile motilón!
No tardaron en volver al ataque; esta
vez, como habíamos previsto, galopaban velozmente hacía nosotros y al pasar
arrojaban antorchas encendidas sobre nuestro tejado…. A la vez, en la
distancia, sus arqueros lanzaban flechas incendiarias en nuestra dirección; lo
distinto fue que, nosotros, les recibimos con una lluvia de flechas que salían
por todas las troneras que habíamos abierto y por las jabalinas que les
mandábamos por el agujero del tejado que habíamos desmontado para tal fin…. Eso
no se lo esperaban, habían ido tan confiados en su fuerza y en nuestra
debilidad que su galope se paró en seco mientras caían de sus monturas heridos
o muertos sin darles tiempo a ver de dónde habían salido aquellos venablos que
los traspasaban.
Ya no se lanzaron más, alegremente, a
un galope desenfrenado para lanzarnos antorchas; no, se habían dado cuenta de
que teníamos dientes y los sabíamos utilizar; la ladera del cerro estaba llena
de cuerpos tendidos, unos muertos y otros heridos que gritaban lastimeramente
pidiendo ayuda a los suyos, pero… ¡ay del que intentaba acercarse! Era
inmediatamente atravesado por las certeras saetas de nuestros compañeros.
A nuestro alrededor todo el poblado
ardía, nuestras cosas, pobres muebles y camastros, taburetes, adornos… todo
ardía en una gran hoguera; pero, como dijo Martín, lo que unos hombres podían
destruir otros lo podrían volver a hacer, sólo había que conservar la vida... y
la esperanza.
También sus flechas nos llegaban y
aunque habían logrado hacer que nuestro tejado ardiera, sólo lo fue parcial y tímidamente
gracias a nuestros esfuerzos, lo cual no quitaba que también tuviéramos bajas a
los que llorábamos en silencio y con rabia.
Habían incendiado nuestra puerta,
también, pero otra de piedra había surgido en su lugar levantada con las que
habíamos arrancado para abrir las troneras; no podrían vencernos fácilmente.
Pasaban las horas y el asedio no cedía; no sé
si nos querían rendir por hambre y sed, o todavía pensaban que quemando nuestro
tejado nos rendiríamos o, quizás, creían que nuestros proyectiles se acabarían
pronto, el caso es que allí permanecían, lanzando de tanto en tanto una lluvia
de flechas ardiendo que intentaban doblegarnos.
Lo cierto es que el número de dardos
con que contábamos iba disminuyendo rápidamente, a pesar de que intentábamos
reutilizar las que ellos nos mandaban, pero muchas estaban quemadas o se
rompían al chocar contra los muros interiores; en fin, poco nos quedaba por
hacer sino esperar a que llegara la noche, como nos había dicho el fraile y ver
que plan había urdido.
El sol se iba escondiendo tras el
cerrete que formaba La Barrera y teñía de sangre los muros de nuestra iglesia
como una premonición; nuestras chozas no eran ya más que humeantes ruinas que
llenaban el atardecer de brumas grises y pesadas; a pesar de todo resistíamos
¿cuánto tiempo más? Martín hizo sonar su voz pidiendo silencio y, luego, nos
llamó a los hombres para comunicarnos el plan que había pensado.
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