Con gran cuidado retiramos tres de
las grandes piedras que habíamos colocado en el hueco que había dejado la
puerta incendiada; después, en silencio y arrastrándonos nos dirigimos hacia la
ladera que daba al río; habíamos observado que, por esa parte, había menos
enemigos, el contingente era menor, por lo que podríamos pasar entre ellos con
más posibilidades de no ser vistos; éramos cazadores, y un buen cazador no
causa ni un solo ruido, si quiere, cuando está al acecho o tras las huellas de
su presa; nos fue fácil pasar entre la débil vigilancia que los moros habían
colocado; pronto estuvimos al otro lado del río, en pleno bosque de robles.
-Ahora nos dividiremos en dos grupos,
marchando por fuera de la vigilancia enemiga; tenemos que encontrar el lugar
donde guardan sus caballos; el primer grupo que lo consiga lanzará, por tres
veces, el ulular de la lechuza; ese grupo, después de eliminar a los posibles
centinelas, se llevará los caballos en dirección a San Mikel, con seis que
vayan bastará; luego, silenciosamente, el resto se unirá con el otro grupo… y
ya sabéis lo que se tiene que hacer.
Todos escuchamos en silencio las
indicaciones de Martín; nadie preguntó nada y nadie dudó ni un solo instante;
estaba claro quién mandaba; los demás éramos sus subordinados.
Partí, al frente de uno de los grupos
en dirección norte; rodeamos, amparados por la oscuridad, el cerro donde se
aposentaba la iglesia y llegamos al borde donde antes se alzaban algunas de
nuestras cabañas; allí en una especie de plazoleta formada por las ruinas
humeantes habían alzado su campamento los moros; había hogueras encendidas a
cuya luz vislumbramos a los guerreros, unos descansaban echados sobre las sillas
de sus monturas, otros preparaban sus armas para el día siguiente; algunos
comían y otros charlaban entre ellos seguros por la vigilancia que habían
puesto…. por el lado de los sitiados. Algunas tiendas, de forma cónica y de
colores brillantes, se alzaban de tanto en tanto, aguardando la hora en que los
guerreros se alojasen en ellas para bien dormir; nunca pensarían que el peligro
pudiera llegar desde sus espaldas.
Cerca, en un corralón que habíamos
levantado para guardar las ovejas en invierno, tenían a los caballos; nunca
habíamos visto una manada tan grande y con tan buena presencia; eran caballos
de pura raza árabe, blancos, negros… de un tamaño y una presencia imponente; no
había centinelas guardándolos, así que, lentamente y después de haber realizado
la señal correspondiente al otro grupo para que supieran que habíamos cumplido
el primer objetivo, abrimos con cuidado el portón y fuimos conduciendo fuera a
los animales; cuando los tuvimos a una distancia suficiente, los compañeros
elegidos marcharon, lo más silenciosamente posible, en dirección a nuestro
antiguo asentamiento; ya se vería, si todo salía bien, qué hacíamos con ellos,
nos quedamos con los justos para que cada uno de nosotros tuviera su montura,
pues eso era parte del plan.
A poco llegaron Martín y los suyos,
con gesto alegre al ver que, por ahora, todo había salido a pedir de boca.
Esperamos un rato para que, los que se habían llevado los caballos, estuvieran
a una distancia prudencial y, después, montamos cada uno en uno de aquellos
animales tan bellos y fuertes.
Nos reagrupamos a poca distancia del
campamento enemigo; procurando no hacer demasiado ruido, fuimos encendiendo
ramas de árbol que nos pasamos de mano en mano; a una señal, galopamos en
nuestras nuevas monturas irrumpiendo por medio del campamento; arrojábamos las
ramas ardientes a las tiendas mientras, pegando gritos, volcábamos las ollas
donde preparaban su comida o destrozábamos cualquier cosa que hubiese por
medio; para los moros fue como si una muchedumbre de demonios se hubiera
arrojado sobre ellos, estaban tan sorprendidos y espantados que no les dio
tiempo de echar mano a las armas; arrasamos cuanto pudimos y luego, reagrupados
de nuevo en un extremo de aquella explanada disparamos sobre ellos una lluvia
de flechas que terminó por desmoralizarles completamente; corrieron hacia la
cerca donde suponían que estarían sus caballos y, al encontrarla vacía, se
volvieron en medio de gran confusión intentando huir, lo más deprisa que
podían, en dirección a Abila, abandonando armas y bagajes, entonces galopamos
de nuevo sobre ellos, esta vez con nuestras espadas y lanzas y atropellamos y
matamos a cuantos enemigos se nos pusieron delante.
Después, Martín dio una señal y nos
agrupamos y marchamos en dirección a la iglesia; dejamos a algunos compañeros
de vigías por si los moros se atrevían a volver y dando vítores y llamando a
nuestros familiares descabalgamos al pie de los muros mientras nos abrazábamos
riendo y llorando, no sabíamos si de felicidad, de victoria, de puro
nerviosismo o… ¡yo qué se…!
La noche pasó, tensa y alegre a la
vez y, al amanecer, volvimos hacia la explanada donde estuvo el campamento
sarraceno; los vigías que dejamos nos dijeron que no se había oído ni visto
movimiento alguno; con la luz de la mañana, mandamos una patrulla para que, a
caballo, inspeccionase la ruta hacia Abila y nos informase, después, de lo que
hubiera visto.
Contamos más de cien cadáveres
tendidos sobre la tierra, a los que había que añadir los que habían caído
cuando ellos nos atacaron el día anterior; más de la mitad de nuestros enemigos
habían muerto o estaban desangrándose ante nosotros; casi no nos podíamos creer
que hubiéramos salido con bien de aquel peligro; cuando regresaron los
compañeros que habían marchado de reconocimiento nos contaron que toda la ruta
hacia la ciudad se encontraba sembrada de cadáveres; por lo visto, los de Ojos
Albos y Blasconceles habían visto las llamas y alertados, salieron hacia la
zona de Sillas Jineta y del río Voltoya donde dieron buena cuenta de aquella
tropa que tanto nos había aterrorizado.
Busqué con la mirada al bueno de
Martín, pero por más que miré no le vi por lado alguno; pregunté por él, nadie
lo había visto desde que regresamos a la iglesia, por la noche, después de
haber saqueado el campamento moro; no me gustaba aquello y, al galope, volví
hacia la iglesia, allí tampoco estaba, nadie lo había visto; miré en la sacristía, le llamé a voces, corrí de un lado para otro…
pero nada; ni rastro de fraile…
Había desaparecido… como había
venido, se había ido, ¿dónde?
No encontramos nunca señales de él,
ni oímos noticias referentes a su persona; lo cierto es que no tuvimos, nunca
más, que hacer frente a ningún otro ataque de los moros; poco años después,
hacia el año de Nuestro Señor de 1085, nuestro rey, Alfonso VI conquistaba
Toledo, alejando el peligro moro de nosotros, para siempre; a partir de ahora
otros peligros nos acecharían, pero nunca más nos tendríamos que enfrentar al
Islam.
Recordaréis que había otro fray
Martín en San Mikel y otro en Ojos Albos, como lo hubo también en Blasconceles;
les pasó como a nosotros; en un momento dado, cuando el pueblo se asentó
definitivamente y dejó de peligrar su existencia… desaparecieron; fue un gran
misterio para nosotros del que nunca pudimos hallar la causa; pero jamás lo
olvidamos y siempre, en nuestros rezos, nos acordamos de él y agradecemos al
Señor su presencia entre nosotros, aunque fuese corta.
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