Entre los recuerdos más entrañables
de mis veraneos en Aldeavieja estarán, siempre, aquellos referentes a las
tareas de la cosecha que se realizaban en las eras; mientras estábamos allí,
una de las cosas que más nos gustaba era ayudar en esas tareas.
Mi tía Claudia seguía cultivando las
tierras que había heredado de sus mayores; en aquellos años era una de las
mayores propietarias del pueblo, si no la mayor; mientras estábamos de
vacaciones se segaba, se acarreaba, se trillaba, se limpiaba el grano y se guardaba;
además había que llevar a beber al ganado, llevar la merienda a los criados,
hacer mil recados y como de casi todo eso le hacían encargado a mi primo Jose,
pues allá que íbamos tan contentos a hacer esas mil y una cosas.
Las eras de mis tíos estaban allí
mismo, en medio del pueblo, junto a la calle que se continuaba al llegar la
carretera del campo al pueblo; había una pequeña junto a la carretera nacional,
y otra más grande a continuación; toda ella cercada por una valla de piedras y
con una rústica caseta de piedra en medio de las dos y que servía para guardar
los aperos cuando se trabajaba allí. A veces, muy pocas veces, íbamos a las
tierras, cuando la siega, a ver como llenaban los carros con los haces de
trigo, cebada o centeno; veías a la cuadrilla en fila, con la hoz en una mano y
con la otra, protegida por la zoqueta, asiendo las espigas que iban a cortar;
iban dejando a un lado amontonado lo que iban segando y detrás, otros, agrupaban
las espigas formando los haces y los ataban con los vencejos (que estaban
hechos de paja de centeno); después, ayudados por las horcas y horcates, por
los garios, alzaban el haz y otro, subido en el carro, lo iba colocando; así
hasta que lo llenaban hasta una altura considerable, a más de cuatro metros del
suelo; entonces nos subíamos en lo alto, agarrándonos a las cuerdas, y nos
tumbábamos encima de las espigas, mientras el carro iba bamboleándose por los
caminos hasta la era donde se descargaría; era un placer, ir tumbados boca
abajo, viendo como las vacas, lentas y ceremoniosas, tiraban del carro y cómo
las iba guiando Andrés o Teo (dos de los criados de los tíos), ayudados por el
aguijón, aquella vara larga y estrecha, en la que iba empotrada una punta, que
servía para azuzar o reconducir la yunta; iba delante del carro, andando a su
paso, la vara al hombro y, de vez en cuando, se volvía y la pasaba, suavemente,
entre los cuernos del animal, como animándole a continuar, jaleándolas:
-¡Arre, Morucha!
-¡Mariposa!, ¡Cariñosa!
Cuando se llegaba a las eras, se
descargaban los haces y, si no se hacía otro viaje, se desenganchaban las
vacas, entonces, todavía uncidas en el yugo, las llevábamos mi primo y yo a
darlas de beber al pilón de las vacas, que así llamábamos a un pilón grande, de
paredes bajas, rodeado de barro y cagadas vacunas, que había a un lado de la
plaza, junto a los restos de los toriles, lleno de moscas y de buen olor; con
la vara al hombro, recorríamos la corta distancia desde las eras al pilón, todo
orgullosos, y después las llevábamos al encerradero de La Barrera donde nos
esperaban para desuncirlas.
Por la mañana, al ir a por el pan,
nos asomábamos a la calleja desde la que
se veían las eras, para ver si ya habían “tendido” la parva; la parva era una
gran tortilla, redonda, formada con los haces de la mies, se quitaban las
cuerdas que habían atado los haces y se iban poniendo bien juntitos. A la tarde
íbamos a trillar, trillar con las vacas era muy distinto a hacerlo con mulas o
caballos; las mulas tienen el paso más vivo, dan más vueltas, más rápidamente,
pero tienes que estar muy atento, sujetarlas bien, obligarlas casi
continuamente a que den vueltas tirando de las riendas hacia adentro, y que no
las picase un tábano, podían salir corriendo espantadas y llevarte montado en
el trillo por las calles del pueblo; a mí eso no me ocurrió nunca, pero lo he
visto, el trillo corriendo por las calles empedradas, levantando chispas y el
mozo montado en él intentando como loco pararlas, entre el susto y el regocijo
de la gente. Las vacas eran otra cosa, despaciosas, lentas, su mayor peso hacía
que las espigas se fueran cortando antes, podías trillar sentado, en uno de
aquellos banquetes de madera, bajos y que tenían una abertura en el asiento
para poder cogerlos; eran los mismos en los que te sentabas alrededor de la
lumbre, en aquellas cocinas bajas, bajo la gran campana de la chimenea; también
podías dejarte arrastrar por la parva, cuando ya estaba casi completamente
molida, agarrado a los hierros traseros del trillo (que servían para que la
paja no se apelmazase), y era como si te deslizaras por el agua, suave y
cálida. A la hora de la merienda nos poníamos a la sombra de la caseta, nos
quitábamos el sombrero de paja, y nos zampábamos el bocadillo de chorizo o de
lomo que habían preparado en la casa; era un juego, y así lo sentíamos, pero
para los labradores era una ayuda que les permitía dedicarse a otras faenas más
delicadas; el único problema que teníamos al trillar con las vacas es que cada
vez que echaban la plasta, teníamos que poner una pala para recogerlo y que no
se mezclase con las espigas; recuerdo esos momentos, a mi primo de pie, con la
pala de madera en las manos, poniéndola bajo el culo de las vacas para llevarlo
luego junto a la valla de piedras para que no lo pisáramos.
El trillo, ya sabéis, era aquella
plataforma de madera, levantada por delante para “navegar” por el mar de paja y
con el fondo lleno de piedras de sílex cortadas y afiladas para que cortasen
las espigas, a veces junto a ruedecillas metálicas; dábamos vueltas y vueltas
mientras alguno de los mayores, ayudado de los horcates y los garios, daban
vueltas a la parva (como si se tratase de una tortilla) para que lo que quedaba
abajo pudiera también trillarse.
Cuando los haces se habían convertido
en un puré de paja y grano fino y dorado se acababa la trilla; entonces se
uncían las vacas a un instrumento llamado bieldo, que era un palo largo unido a
una gran tabla de madera que servía para empujar la parva y hacer montones más
o menos grandes con lo trillado; si era alargado lo llamaban “pez”; aquel
instrumento tenía un gran parecido a un avión, con su cuerpo alargado, su motor
delantero y sus grandes alas, y nos encantaba jugar en él, tanto si estaba
quieto, a un lado de la parva o funcionando, entonces nos montábamos en él,
(¡nos lo pedían!, pues así hacíamos peso y se recogía mejor la paja), y
recorríamos la era arrastrando lo trillado, que rebosaba entre nuestros pies y
saltábamos deprisa cuando llegábamos al pie del montón.
Las tareas que quedaban ya no nos
dejaban participar en ellas; luego se esperaba un día que hiciera un poco de
viento y con el sistema de lanzar la parva al aire se conseguía separar el
grano de la paja, eso se llamaba aventar; luego se hacían montones separados de
una y otra cosa; la paja se llevaba en carros a los pajares para encender las
lumbres en invierno y para alimentar al ganado cuando no hubiese hierba y el
grano se medía con los celemines y se iba metiendo en costales para llevarlo a
los graneros en espera de que el Servicio Nacional del Trigo fuese a recogerlo.
Después de la trilla, se barría la
era con aquellos “escobetones” hechos de retamas y piornos para que no quedase
rastro de lo que se hubiera trabajado
Antes de que empezase la trilla, las
eras eran uno de los sitios preferidos para jugar; los labradores amontonaban
los haces formando enormes cuadrados, como casas de dos pisos de grandes y en
nuestros juegos eran un escondite perfecto, se quitaban uno o dos haces de los
de abajo y se fabricaba una guarida perfecta para huir de miradas o para fisgar
a nuestro antojo; es curioso que jamás pensáramos en lo peligroso que era, pues
entre la mies segada iban muchas veces víboras y otros bichos igual de
asquerosos, pero... yo jamás vi ninguno, pero los había, ¡eso, seguro!.
Lo que se aprende con estas lecturas. Me gustan mucho, aunque hacía bastante que no las seguía!!!
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