15 de marzo de 2018

Leyendas de Aldeavieja: La ermita de la Luz (I)


          Ya había pasado la medianoche cuando Julián se acercó al pueblo, caballero en su asno; venía desde el Alamillo, donde trabajaba de vaquero, e iba a pasar el domingo en casa de sus padres, pues era el cumpleaños de Tomás y como buen hijo no quería perderse el que podría ser el último que pasase, pues ya contaba más de setenta años; no sabía Julián bien cuantos años tenía su padre, recordaba cuando les contaba, a él y a sus hermanos, sus aventuras o desventuras en la guerra contra los carlistas y aquello debió ser hace muchos, muchos años, pues Tomás siempre se presentaba como un chiquillo cuando les relataba las correrías de “El Perdiz” o las cabalgadas del brigadier Fernández de Córdova; iba sumido en estos pensamientos cuando llegó a la altura de la cruz del Tarnelo, allí donde el camino de la sierra se juntaba con el que iba a la ermita de la Virgen del Cubillo; paró un momento a su montura mientras se persignada devotamente al tiempo que se descubría… una breve oración, una de aquellas que le había enseñado su madre cuando era pequeño, salió de sus labios; después se cubrió de nuevo con la boina y siguió su camino…


          -Arre “Lucero”, que ya nos queda poco, en cuanto pasemos el arroyo se verán ya los bultos de las casas.
          Había luna llena, aunque ésta sólo se veía de vez en cuando, pues un mar de nubes cubría el cielo, haciendo que los campos y los montes se iluminaran intermitentemente, según tapaban o destapaban la luz del satélite.
          Enseguida llegó al puentecillo que permitía el paso por encima del arroyo Tijera, bajaba con bastante agua, no en vano la semana anterior había llovido a gusto.
          A la izquierda la masa de los árboles ocultaban las pozas del Arca Madre y, a la derecha el sonido del agua se perdía regando los prados bajo el Valle.
          Según subía la cuestecilla desde el arroyo, Julián fue vislumbrando la masa oscura del caserío, del que sobresalían las dos torres de la iglesia, a su derecha, sobre la loma, la ermita de San Cristóbal parecía más una roca que una obra humana; llegó a la cinta siempre polvorienta del camino real que llevaba a Ávila, la siguió dejando a un lado las bajas tapias del cementerio nuevo; ni una luz, sólo el ladrido de los perros que se despertaban a su paso o que oían en sueños el golpear de las pezuñas del burro sobre las piedras del camino; iba a torcer por la Aceiterilla para ir hacia su casa cuando una luz, a la altura de la pequeña ermita que se alzaba al pie del camino, llamó su atención.
          -¿Quién andará por ahí a estas horas?
          Y pugnando con su curiosidad y las ganas de descansar en su casa, condujo al animal hacia la ermita.
          Cuando ya estaba llegando, el cielo se descubrió y la brillante luz de la luna iluminó la pequeña construcción y a una sombra que huía a toda velocidad hacia la cercana arboleda.
          -¡Eh, eh! –gritó nuestro hombre.
          Pero ya la luna se había ocultado de nuevo dejando todo oscuro como el fondo de una cueva; por más que miró y remiró no pudo ver ni luz ni persona alguna.
          -¡Juraría que había alguien!
          Se bajó un momento del asno y se acercó a la puerta de la ermita, estaba abierta, la empujó y se dio de bruces con la pequeña urna acristalada que contenía al Cristo yacente que allí se custodiaba, pero nada más.
          Sintió frío de repente, como si se hubiera levantado una brisa desde un rincón cualquiera de la ermita.
          -Mañana echaré un vistazo- se dijo, y dándose la vuelta cogió el ronzal del burro y bajando la cuestecilla que conducía a los cuatro caños se internó en el pueblo.

……….

          El sol estaba saliendo cuando Julián se revolvió en el camastro que sus padres le habían preparado en el sobrao y abrió los ojos, por las ranuras del ventanuco entraba ya la luz iluminando las vigas y las paredes; en su cabeza todavía danzaban las imágenes de la noche anterior que se habían mezclado con ciertas fantasías eróticas; su madre le había dejado una palangana con agua para que se lavara la cara y, después de hacerlo, bajó las escaleras, estrechas y empinadas, atraído por el olor a torreznos fritos que salía de la cocina; ¡cuántos recuerdos de su niñez y adolescencia le traían aquellos aromas…!
          -¡Vamos hijo…, siéntate, que te pongo el tazón con la leche!
          Julián la besó en la mejilla a la vez que se sentaba a la mesa baja donde su padre “mataba el gusanillo” con una copita de aguardiente; sin decir nada, casi sin mirarlo, pero con una sonrisa cómplice en los labios, puso un vasito frente a su hijo y se lo llenó del transparente brebaje.
          -¡A su salud, padre, y que lo podamos hacer muchos años más!
          -Anoche, cuando vine, me pareció ver una luz junto a la ermita del Cristo y ¡mira que ya era tarde hasta para las beatas!; pero cuando me acerqué no había nadie, aunque me pareció sentir una sombra que huía hacia la arboleda de detrás del parador…
          -¿Una luz, dices?
          -Sí, como una vela o un farol; pero como la vi, la dejé de ver… no sé quién andaría por allí, pero nada bueno haría para huir de aquella manera cuando me acerqué…
          -Algún muchacho haciendo alguna gansada…
          -Puede… pero fue todo muy silencioso para ser unos chavales divirtiéndose; cuando yo era pequeño, y hacíamos alguna broma, no nos podíamos tener de risa nunca… siempre nos pillaban por eso…; me acercaré luego a ver, que hace mucho tiempo que no le echo un vistazo.
          -Estará igual que siempre; ya sabes que sólo se usa para la Semana Santa o cuando muere alguien, que la familia va a rezar un poco junto al Cristo muerto; pero hace tiempo que no se muere  nadie…
          El tazón de leche con las sopas de pan, y los torreznos, le entonaron el cuerpo; apuró la copita del aguardiente y se levantó de la mesa, yendo a buscar las abarcas que había dejado arriba junto al camastro.
          El sol ya empezaba a calentar en aquella mañana de mayo cuando Julián salió al corral que se abría detrás de la casa; guiñó los ojos ante la claridad del exterior y se estiró para desentumecer los músculos… ¡todo estaba igual, y le gustaba que así fuera!; nada mejor que volver a casa después de dos semanas de duro trabajo en el caserío y encontrarlo todo como cuando lo dejó; así debía de ser; con estos pensamientos se metió en la cuadra y acariciando la cabeza de “Lucero” le puso un atado de paja en el pesebre y después coger un cubo y salir a llenarlo en el pozo para que el animal tuviera agua fresca.
          Salió por la trasera frente al arroyo que se formaba con el agua que venía de los caños y que recogía la que echaban los vecinos; al otro lado las paredes de piedra de la huerta de don Lorenzo empezaban a verdear con las hojas de las parras; ¡que buenas uvas cogían de ellas cuando eran críos…!
          Después, paso a paso, subió la pequeña cuesta que llegaba a la plaza, descubriendo, junto a una de las paredes de los toriles, a otros mozos que esperaban el momento de salir a sus trabajos dando palique y echándose un cigarrillo de caldo.
          -¡Hombre, Julián! ¡Cuánto bueno por aquí!
          -¿Qué tal por El Alamillo? ¿sigue por allí el Jesús?
          -Na, que he venido a darle los días a mi padre…
          -¡Uh!, ya es muy mayor,¿no?
          -Creo que es de la quinta de mi tío Blas.
          Así, entre darse noticias, fumar cigarrillos e irse a tomar unos chatos a la taberna del tío Pablo se pasó la mañana y buena parte de la tarde; cuando empezaba a anochecer se acercó a los caños a ver si le echaba un ojo a la Teresilla, que siempre le alegraba la vista verla con su cántaro apoyado en la cadera y desparramando alegría y sonrisas a su paso.
          -¡Ah!, -se decía Julián- a esta moza la tengo yo que decir cuatro cosas…
          Y se le iban los ojos tras su figura y no se perdió una mirada que fue sólo para él cuando al llegar a la esquina de la calle Segovia, volvió la cabeza hacia donde él estaba….

……….

          Ya habían cenado a la luz del candil cuando Julián se puso la zamarra y se dispuso a subir hasta la ermita del Cristo a ver si podía descubrir el misterio de aquella luz que había vislumbrado la noche anterior; bueno sería que se encontrara con la aventura de su vida… o lo que fuera; pero sentía que esa noche podría averiguar algo. No les dijo a los padres donde iba, se lo habrían querido impedir o se habrían reído de él; así que dándose aires de que iba a cortejar a una moza se caló la boina y salió rumbo al camino real.
          Dejó a su izquierda la mole de la iglesia y a la derecha el parador; no había ni una luz saliendo por las escasas ventanas; la luna, empezando el menguante, iluminaba la aldea pintando de fría plata los tejados y las copas de los árboles, el humo que salía de alguna chimenea se elevaba perezoso en vertical pues ni la más ligera brisa turbaba el aire de la noche. El ulular de una lechuza puso una nota de aviso en medio del silencio y lejano, hacia la calle Ancha, un perro aulló como si le fuera la vida en ello.
          Ya estaba frente a la ermita; su forma cúbica destacaba, iluminada por la luz de la luna, sobre el fondo de las colinas del cerro del Calvario; había una cruz, a la izquierda y Julián se sentó en los escalones que servían de base a la peana, bien arrebujado en su zamarra, a la espera de…  algo.
          El reloj de la iglesia estaba acabando de dar las doce cuando le pareció que algo se movía en su dirección desde la ladera del cerro, siguiendo el camino que venía desde la ermita del Cristo de la Agonía.
          Se apretujó bien contra los escalones y se bajó la gorra para que la luz no descubriera su cara pálida entre la oscuridad nocturna.
          Un bulto oscuro y menudo paso a su lado sin percatarse de su presencia y, después de mirar en torno suyo, se metió en la ermita haciendo chirriar un poco los goznes de la puerta.
          Julián esperó un tanto, y luego, lentamente, con cuidado de no pisar ni rama ni hoja que pudiera delatar su presencia, se acercó, él también, a la ermita…
          Al asomarse, no vio nada, la oscuridad más profunda reinaba en el interior y sólo un rayo de luna, que se colaba por la rendija que dejaba la puerta entreabierta, se reflejaba en uno de los cristales de la urna del Cristo.
          Iba a entrar a ver quién era el intruso, o la intrusa, cuando el chasquido del pedernal contra el rascador sacando chispas le paralizó; la estopa ardió encendiendo el cabo de una vela y, a su luz, amarillenta y tenebrosa, un bulto oscuro tomó forma y unos ojos grandes y asustados se abrieron mirándole con rabia…
……….
(continuará…)

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