Ya
había pasado la medianoche cuando Julián se acercó al pueblo, caballero en su
asno; venía desde el Alamillo, donde trabajaba de vaquero, e iba a pasar el
domingo en casa de sus padres, pues era el cumpleaños de Tomás y como buen hijo
no quería perderse el que podría ser el último que pasase, pues ya contaba más
de setenta años; no sabía Julián bien cuantos años tenía su padre, recordaba
cuando les contaba, a él y a sus hermanos, sus aventuras o desventuras en la
guerra contra los carlistas y aquello debió ser hace muchos, muchos años, pues
Tomás siempre se presentaba como un chiquillo cuando les relataba las correrías
de “El Perdiz” o las cabalgadas del brigadier Fernández de Córdova; iba sumido
en estos pensamientos cuando llegó a la altura de la cruz del Tarnelo, allí
donde el camino de la sierra se juntaba con el que iba a la ermita de la Virgen
del Cubillo; paró un momento a su montura mientras se persignada devotamente al
tiempo que se descubría… una breve oración, una de aquellas que le había
enseñado su madre cuando era pequeño, salió de sus labios; después se cubrió de
nuevo con la boina y siguió su camino…
-Arre “Lucero”, que ya nos queda
poco, en cuanto pasemos el arroyo se verán ya los bultos de las casas.
Había luna llena, aunque ésta sólo se
veía de vez en cuando, pues un mar de nubes cubría el cielo, haciendo que los
campos y los montes se iluminaran intermitentemente, según tapaban o destapaban
la luz del satélite.
Enseguida llegó al puentecillo que
permitía el paso por encima del arroyo Tijera, bajaba con bastante agua, no en
vano la semana anterior había llovido a gusto.
A la izquierda la masa de los árboles
ocultaban las pozas del Arca Madre y, a la derecha el sonido del agua se perdía
regando los prados bajo el Valle.
Según subía la cuestecilla desde el
arroyo, Julián fue vislumbrando la masa oscura del caserío, del que sobresalían
las dos torres de la iglesia, a su derecha, sobre la loma, la ermita de San
Cristóbal parecía más una roca que una obra humana; llegó a la cinta siempre
polvorienta del camino real que llevaba a Ávila, la siguió dejando a un lado
las bajas tapias del cementerio nuevo; ni una luz, sólo el ladrido de los
perros que se despertaban a su paso o que oían en sueños el golpear de las
pezuñas del burro sobre las piedras del camino; iba a torcer por la Aceiterilla
para ir hacia su casa cuando una luz, a la altura de la pequeña ermita que se
alzaba al pie del camino, llamó su atención.
-¿Quién andará por ahí a estas horas?
Y pugnando con su curiosidad y las ganas
de descansar en su casa, condujo al animal hacia la ermita.
Cuando ya estaba llegando, el cielo
se descubrió y la brillante luz de la luna iluminó la pequeña construcción y a una
sombra que huía a toda velocidad hacia la cercana arboleda.
-¡Eh, eh! –gritó nuestro hombre.
Pero ya la luna se había ocultado de
nuevo dejando todo oscuro como el fondo de una cueva; por más que miró y remiró
no pudo ver ni luz ni persona alguna.
-¡Juraría que había alguien!
Se bajó un momento del asno y se
acercó a la puerta de la ermita, estaba abierta, la empujó y se dio de bruces
con la pequeña urna acristalada que contenía al Cristo yacente que allí se
custodiaba, pero nada más.
Sintió frío de repente, como si se hubiera
levantado una brisa desde un rincón cualquiera de la ermita.
-Mañana echaré un vistazo- se dijo, y
dándose la vuelta cogió el ronzal del burro y bajando la cuestecilla que
conducía a los cuatro caños se internó en el pueblo.
……….
El sol estaba saliendo cuando Julián se
revolvió en el camastro que sus padres le habían preparado en el sobrao y abrió
los ojos, por las ranuras del ventanuco entraba ya la luz iluminando las vigas
y las paredes; en su cabeza todavía danzaban las imágenes de la noche anterior
que se habían mezclado con ciertas fantasías eróticas; su madre le había dejado
una palangana con agua para que se lavara la cara y, después de hacerlo, bajó
las escaleras, estrechas y empinadas, atraído por el olor a torreznos fritos
que salía de la cocina; ¡cuántos recuerdos de su niñez y adolescencia le traían
aquellos aromas…!
-¡Vamos hijo…, siéntate, que te pongo
el tazón con la leche!
Julián la besó en la mejilla a la vez
que se sentaba a la mesa baja donde su padre “mataba el gusanillo” con una
copita de aguardiente; sin decir nada, casi sin mirarlo, pero con una sonrisa
cómplice en los labios, puso un vasito frente a su hijo y se lo llenó del
transparente brebaje.
-¡A su salud, padre, y que lo podamos
hacer muchos años más!
-Anoche, cuando vine, me pareció ver
una luz junto a la ermita del Cristo y ¡mira que ya era tarde hasta para las
beatas!; pero cuando me acerqué no había nadie, aunque me pareció sentir una
sombra que huía hacia la arboleda de detrás del parador…
-¿Una luz, dices?
-Sí, como una vela o un farol; pero
como la vi, la dejé de ver… no sé quién andaría por allí, pero nada bueno haría
para huir de aquella manera cuando me acerqué…
-Algún muchacho haciendo alguna
gansada…
-Puede… pero fue todo muy silencioso
para ser unos chavales divirtiéndose; cuando yo era pequeño, y hacíamos alguna
broma, no nos podíamos tener de risa nunca… siempre nos pillaban por eso…; me
acercaré luego a ver, que hace mucho tiempo que no le echo un vistazo.
-Estará igual que siempre; ya sabes
que sólo se usa para la Semana Santa o cuando muere alguien, que la familia va
a rezar un poco junto al Cristo muerto; pero hace tiempo que no se muere nadie…
El tazón de leche con las sopas de pan,
y los torreznos, le entonaron el cuerpo; apuró la copita del aguardiente y se
levantó de la mesa, yendo a buscar las abarcas que había dejado arriba junto al
camastro.
El sol ya empezaba a calentar en
aquella mañana de mayo cuando Julián salió al corral que se abría detrás de la
casa; guiñó los ojos ante la claridad del exterior y se estiró para
desentumecer los músculos… ¡todo estaba igual, y le gustaba que así fuera!;
nada mejor que volver a casa después de dos semanas de duro trabajo en el
caserío y encontrarlo todo como cuando lo dejó; así debía de ser; con estos
pensamientos se metió en la cuadra y acariciando la cabeza de “Lucero” le puso
un atado de paja en el pesebre y después coger un cubo y salir a llenarlo en el
pozo para que el animal tuviera agua fresca.
Salió por la trasera frente al arroyo
que se formaba con el agua que venía de los caños y que recogía la que echaban
los vecinos; al otro lado las paredes de piedra de la huerta de don Lorenzo
empezaban a verdear con las hojas de las parras; ¡que buenas uvas cogían de
ellas cuando eran críos…!
Después, paso a paso, subió la
pequeña cuesta que llegaba a la plaza, descubriendo, junto a una de las paredes
de los toriles, a otros mozos que esperaban el momento de salir a sus trabajos
dando palique y echándose un cigarrillo de caldo.
-¡Hombre, Julián! ¡Cuánto bueno por
aquí!
-¿Qué tal por El Alamillo? ¿sigue por
allí el Jesús?
-Na, que he venido a darle los días a
mi padre…
-¡Uh!, ya es muy mayor,¿no?
-Creo que es de la quinta de mi tío
Blas.
Así, entre darse noticias, fumar
cigarrillos e irse a tomar unos chatos a la taberna del tío Pablo se pasó la
mañana y buena parte de la tarde; cuando empezaba a anochecer se acercó a los
caños a ver si le echaba un ojo a la Teresilla, que siempre le alegraba la
vista verla con su cántaro apoyado en la cadera y desparramando alegría y
sonrisas a su paso.
-¡Ah!, -se decía Julián- a esta moza
la tengo yo que decir cuatro cosas…
Y se le iban los ojos tras su figura
y no se perdió una mirada que fue sólo para él cuando al llegar a la esquina de
la calle Segovia, volvió la cabeza hacia donde él estaba….
……….
Ya habían cenado a la luz del candil cuando
Julián se puso la zamarra y se dispuso a subir hasta la ermita del Cristo a ver
si podía descubrir el misterio de aquella luz que había vislumbrado la noche
anterior; bueno sería que se encontrara con la aventura de su vida… o lo que
fuera; pero sentía que esa noche podría averiguar algo. No les dijo a los
padres donde iba, se lo habrían querido impedir o se habrían reído de él; así
que dándose aires de que iba a cortejar a una moza se caló la boina y salió
rumbo al camino real.
Dejó a su izquierda la mole de la
iglesia y a la derecha el parador; no había ni una luz saliendo por las escasas
ventanas; la luna, empezando el menguante, iluminaba la aldea pintando de fría
plata los tejados y las copas de los árboles, el humo que salía de alguna
chimenea se elevaba perezoso en vertical pues ni la más ligera brisa turbaba el
aire de la noche. El ulular de una lechuza puso una nota de aviso en medio del
silencio y lejano, hacia la calle Ancha, un perro aulló como si le fuera la
vida en ello.
Ya estaba frente a la ermita; su
forma cúbica destacaba, iluminada por la luz de la luna, sobre el fondo de las
colinas del cerro del Calvario; había una cruz, a la izquierda y Julián se
sentó en los escalones que servían de base a la peana, bien arrebujado en su
zamarra, a la espera de… algo.
El reloj de la iglesia estaba
acabando de dar las doce cuando le pareció que algo se movía en su dirección
desde la ladera del cerro, siguiendo el camino que venía desde la ermita del
Cristo de la Agonía.
Se apretujó bien contra los escalones
y se bajó la gorra para que la luz no descubriera su cara pálida entre la
oscuridad nocturna.
Un bulto oscuro y menudo paso a su
lado sin percatarse de su presencia y, después de mirar en torno suyo, se metió
en la ermita haciendo chirriar un poco los goznes de la puerta.
Julián esperó un tanto, y luego,
lentamente, con cuidado de no pisar ni rama ni hoja que pudiera delatar su
presencia, se acercó, él también, a la ermita…
Al asomarse, no vio nada, la
oscuridad más profunda reinaba en el interior y sólo un rayo de luna, que se
colaba por la rendija que dejaba la puerta entreabierta, se reflejaba en uno de
los cristales de la urna del Cristo.
Iba a entrar a ver quién era el
intruso, o la intrusa, cuando el chasquido del pedernal contra el rascador
sacando chispas le paralizó; la estopa ardió encendiendo el cabo de una vela y,
a su luz, amarillenta y tenebrosa, un bulto oscuro tomó forma y unos ojos
grandes y asustados se abrieron mirándole con rabia…
……….
(continuará…)
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