4 de febrero de 2020

Aldeavieja. Leyendas: El campanario II


     -¿Vas para Maello?
     -Para allá voy.
     -Pues te va a coger toda la calorina…
     -¡Qué remedio!
     -Pues ve con Dios…
     -¡Queda tú con él…!
     Juan se quedó mirando cómo Tomás azuzaba al borriquillo que partió con un trote alegre por el camino, encaramándose hacia las alturas de La Barrera; allí, a la sombra del campanario, Juan pasaba las horas del día en que no estaba ayudando en la era a su hijo; veía pasar a los que iban al campo y a los que regresaban, unos camino del trabajo, otros con el ganado, aquel otro arreando a las ovejas, o algún chamarilero que iba de pueblo en pueblo con su mercancía; el sitio era tranquilo y abierto a los aires y al sol; desde allí contemplaba la sierra y la llanura que, bajando de ella, se extendía cubierta a ratos de encinares y otras de campos de trigo, centeno o cebada… poco más allá se divisaba el caserío de Blascoeles, con sus casas bajas del color de la tierra y detrás, el palacio de los Dávila y aún más allá las cárcavas que señalaban las laderas del Cardeña.


     Llevaba allí ya un buen rato cuando vio que se acercaba Antonio, su vecino y amigo, ambos eran de parecida edad y ambos habían pasado ya el límite de edad que les permitía realizar las faenas del campo con normalidad.
     -¿Qué, aquí con la fresca?
     -Ya ves…
     -Según venía y te veía ahí, sentado contra la pared, pensaba en esas piedras…
     -¿Y qué pensabas?
     -Pues… que no son de aquí.
     -¿Qué no son de aquí?
     -¿Dónde has visto tú piedras como estas en el término?
     -No, la verdad es que en ningún sitio.
     -Pues eso decía.
     -Son como las de la cabecera de la ermita, eso sí.
     -Sí, creo que las llaman piedra-caliza., y son más fáciles de trabajar que la piedra berroqueña que tenemos por aquí.
     -¡Y tanto!, ¡Mira, aquí están todavía nuestros nombres, que marcamos a punta de navaja aquella tarde.
     -¡Es verdad! Ya casi no me acordaba. ¡qué tiempos!
     -Mi abuelo me contó que él vio, de niño, cómo hacían la torre con las piedras que trajeron de la ermita.
     -Sí, del pozo de la nieve; también a mí me lo contaron.
     -Del pozo de la nieve y de algún sitio más…
     -¿De otro sitio?
     -No, de allí mismo, pero del cementerio.
     -¡Ah, mira… eso no lo sabía yo!
     -¡Pachasco lo ibas a saber…! como que me dijo mi abuelo que fue un secreto, que no se lo dijeron a nadie, pero como eran pocas para hacer el campanario, cogieron otras de las tumbas más antiguas, esas que ya nadie sabía a quién guardaban y que nadie cuidaba.
     -Pues nunca me había fijado.
     -Tuvieron cuidado de que lo que pudieran conservar de inscripciones quedara oculto; las pusieron boca abajo o para adentro.
     -Hicieron bien.
     -Arriba, donde está la campana, se puede ver una piedra en la que hay grabada una calavera… digo yo que sería de una tumba.
     -¿De qué si no?
     -Es como las que han puesto en el suelo de la iglesia nueva, que ya sabes de dónde las han traído…
     -¡Ya!, del cementerio de san Cristóbal, pero eso ya lo explicó el cura el otro día; las han puesto dentro por eso de que están bendecidas…
     -Sí, pero cuando hicieron este campanario no se anduvieron con  esos cuidados. Si quieres, subimos y la echas un vistazo.
     -¿Tienes la llave?
     Y, así, los dos amigos subieron con cuidado (y a paso de tortuga) las escaleras que llevaban a lo alto de la torre; cuatro arcos, abiertos a los cuatro puntos cardinales, dejaban pasar el aire, y también el calor o el frío, según la estación. Desde allí la vista era grandiosa; a sus pies se extendía el caserío; las casas de adobe enjalbegadas y los rojizos tejados, las calles empedradas… de fondo la sierra y, al otro lado, las llanuras que llevaban al Cardeña y a Blascoeles.
     -Mira aquí –dijo Juan apuntando con su garrota un sitio determinado cerca de la campana- mira lo que te decía.
     Antonio se acercó, guiñando los ojos para ver mejor.
     Sí, allí, en lo alto, se perfilaba una calavera con sus cuencas vacías y su sonrisa; dos huesos cruzados bajo ella y huellas de lo que parecían letras asomaban bajo ella.
     -Pues… es cierto; nunca me había fijado.
     -Yo la vi de casualidad; un día que estaba cogiendo un nido que estaba en aquella grieta.
     -Nunca me habías dicho nada…
     -La verdad es que lo había olvidado, y ahora, al hablar de ello, me ha venido a la memoria.
     -¿De quién sería?
     -A saber…

(continuará...)

1 comentario:

  1. Hola buenas noches, por casualidad he descubierto tu blog y me encantan las historias que cuentas. además somos familia y me gustaría contactar contigo. Me llamo Encarnita y soy nieta de tu tío Federico, hija de Charo

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