19 de noviembre de 2021

Otro cuento de José Zahonero:"El borriquito de Mingorría"

 

No sé si recordaréis que hace tiempo presenté en este bloc un cuento de José Zahonero “El santero de la Virgen del Cubillo”; hoy hago lo mismo pero con otro distinto: “El borriquillo de Mingorría”, aparecido en la revista “Blanco y Negro” el 27 de agosto de 1898. Ya os dije que este escritor era hijo de José Clariso Roque Zahonero de Robles Uzabal, nacido en Aldeavieja, y aquí se encuentran registrados antepasados suyos hasta, por lo menos, 1734 y, aún hoy, el apellido Zahonero se pasea orgullosamente por Aldeavieja; pues bien, estas raíces hicieron que el paisaje y las costumbres de nuestro pueblo aparecieran en numerosos relatos y cuentos suyos, como este.

En Mingorría, pueblo de panaderos, que se halla a no mucha distancia de la ciudad de Ávila; en Mingorría, pueblo de hornos profundos, casi siempre encendidos, que lanzan al espacio negras columnas de humo y exhalan un gratísimo olorcillo de pan caliente, vivían un viejo vendedor de pan y su hija, mozuela de dieciocho años muy floridos.

Señor Pascual, ó tío Moraña, y Gabriela habitaban en las afueras del pueblo. Una covachita ó madriguera con honores de casa, y sólo ésta y un espacio reducidísimo, cercado de piedra y que servía de corral eran los bienes que poseían..... Es decir, hay que hablar de un asno, al cual no sabemos si comprenderle entre las propiedades o si contarle en el número de las personas como la tercera de la familia. Años hace (aún vivía la mujer del tío Pascual) llegó al pueblo un gitano con un asna y un buchecillo. Aquélla se murió a las pocas horas de llegar a Mingorría, y el gitano enfermó de pena; y gracias a la caridad de la madre dé Gabriela, se vio asistido durante la enfermedad y curado, y por esto al despedirse el pobre zíngaro de la buena mujer la dijo con lengua muy ceceante y palabrera:

- “Comarita de mi arma y de miz clisos, ¡premita Dioz que ozté y tooz loz de ozté tengan zalú y güeña monea en ezta bía y dimpuéz ze vean oztéz en laz mezmaz camaritaz de la gloria a la vera de Dioz y de loz angelicoz, porque lo que ozté ha jecho por mí… la va á trae á ozté toaz laz bendisiones der sielo!. No tengo guita ni máz que un queré y un aquél que ziento por ozté de la mucha ley que lai tomao por zaz güenoz proseeres pa conmigo. La burra que ze me murió era una Matusalena, y no lo poía dezimulá eya, por máz que la habían pintao eztaz manoz y retocao mejó que puea dir una vieja de lo mejó der zefiorío de la corte de Madrid, y azina como eztaba iba yo a endirgárzela ar primé pipi que ze babiea dejao pezcá. Aquéya, manque viviera no ze la hubiea dejao á ozté; pero er buche ez máz fino cun prínsipe rial, y como he guipao que á la chavaliya de ozté le jase grasia er angélico, ahí ze lo dejo pa ricuerdo de un hombre agradesío”.

 Esto dijo él gitano, y el buchecillo quedó en la casa y se crió con Gabriela, así como los potros sé crian con los niños en las tiendas de las kabilas del Sahara. En Gabriela fundaban Pascual y su mujer sus esperanzas, pues andando el tiempo se haría moza y podría casar bien y prestar remedio a la pobreza de sus padres; y no menos risueño sería el porvenir cuando el buchecillo se hiciese todo un burro, y entonces Pascual no tendría que alquilar una mula para llevar el pan a la ciudad en los días de mercado

 Corrieron, saltaron, jugaron como dos hermanitos Gabriela y Maruso, que tal nombre dio la muchacha al asnuelo, y así, dulce é insensiblemente, la niña y el borriquillo fueron creciendo. Al año de ocurrir la muerte de la madre de Gabriela, ésta era una moza hecha, pero muy bien hecha, y derecha como el más gallardo pino de Miraflores de la Sierra. Maruso, el buche, era ya un soberbio burro (es decir, soberbio precisamente no; queremos decir que era un burro de valía); y como tío Pascual estaba ya viejo y a Gabriela, según ella decía, “nadie la iba á comer”, aunque pensamos que no sería por falta de gana en los muchos que al verla admiraban la bizarría de la moza, sino que no intentarían comérsela por temor a los buenos puños de la panadera; y en fin, cómo se hacía necesario ganar la vida, Gabriela se encargó de llevar el pan a la ciudad, y era un contento verla entrar por las magníficas puertas de la venerable muralla jinete en el borrico, gallardamente erguida entre los dos anchos serones cargados de las grandes hogazas, y con su blanco cuello y sus hermosos brazos y su rostro lozano despertando más apetito que la sabrosa mercancía que ella importaba a la noble ciudad de los Caballeros.

 Bien abrigada por el invierno, con los recios refajos en la cabeza, iba y venía Gabriela del pueblo a la ciudad con gran rapidez.

 Llevaba Maruso un trote muy vivo e iba despidiendo por sus dilatadas narices nubecillas de vapor del cálido aliento, como si caminara fumando con una pipa en la boca, o más bien como si con el resoplido, la celeridad y el vaho hubiese querido parodiar, a una locomotora. No necesitaba Maruso ni vara ni espolín. Bastábale que Gabriela le hablase. Se entendían. “Arre, Maruso. Pus no te entontas tú por naa, que se diga”, exclamaba Gabriela; o bien: “|Sóo! ¡para, Maruso! Pus no estás tú hoy poco alocao! Lo menos que se te figura es que todos los días vamos a la romería del Cubillo o de feria a la Moraña”.

 Aquel viaje de la ciudad al pueblo y del pueblo a la ciudad, era agradabilísimo en primavera; a Maruso érale dado hartarse de verde, en tanto que Gabriela se detenía a lavar en algún arroyo el pobre hatillo de ropa blanca.

 El burro era listo y astuto cuanto Gabriela algo torpona y terca. jDime con quién andas…!

 La poca civilidad de Gabriela parecía que se la había llevado el asno; ésta, sin querer, se la había transmitido al Maruso, porque Maruso era doctísimo en malicias. Asno de buen pelo gris oscuro, que, como peto, en pecho y panza tenía una franja blanca; avispados ojos, inquieta y significativa cola (que no merece, por lo muy intelectual y expresiva, el grotesco nombre de rabo), y orejas magníficas; no hay otra manera de decirlo, ¡magnificas! amplias y agudas, admirablemente acaracoladas en su base, y muy afiladas en sus puntas; eran sensibles, y habíalas dotado Naturaleza de movilidad tan fácil, que servían para revelar el gozo cómico de igual manera que la emoción dramática.

 Moza y asno vivían alegres.

 Pues bien; un día notó Gabriela que el asno se asustaba demasiado, poco después que no caminaba de prisa ni con la seguridad de costumbre, y al cabo de algún tiempo, cogiendo Gabriela el cuello de Maruso y poniendo su cara frente a frente de la cabeza de su burro, le miró a los ojos y exclamó aterrada:

-Tié dragón! Es el mal que tié: ¡dragón! ¡Tié dragón! Apuesto á que tié dragón.

Diciendo ésto, se echó a llorar, gimoteando con hipo y lamentos recios, con fuerza, que en todo la ponía su robusta naturaleza. ¡Enfermo el burro, sostén de la casa, sostén del pobre viejo...!

-¡Estas sí que son, estas sí que son penas! gritaba Gabriela inconsolable. ¡Pobretico Maruso, ¡puede quedarse ciego¡

 Viole el veterinario, y se encogió de hombros; podía ser que fuera dragón, esa larga nubécilla que aparece a veces en los ojos de las bestias, o podía ser que no fuese dragón, sino que le atacaran cataratas, y entonces no tendría cura.

 De esto no entendía el veterinario.

 Nada dijo Gabriela. Arte se dio buena para ocultar a padre la semiceguera de Maruso; salía de casa, cargaba los serones de hogazas, montaba airosamente, y canta que canta, muy alegre, emprendía el camino, conduciendo con la vara y el ronzal diestramente al asno; pero después tenía que desmontar, la mayor parte de las veces para servir de guía y llevar ella al burro como un lazarillo a un ciego.

Padre llegó a preguntar qué era lo que le acaecía al Maruso, y al saber que éste estaba ya medio cegato, echóse también a llorar, más de desesperación que de pena, y dijo:

-Ya no habrá más sino matarle y sacar lo que nos dieren por el pellejo. Palabras que hicieron que Gabriela se estremeciese de espanto tal, que concibió un pensamiento, y fué el de irse a la ermita del Cubillo, allá en Aldivieja; y en efecto, fuese en un carro de labradores, y llegó á la ermita, postróse ante la linda imagen de la Virgen de los pastores, de los rudos labriegos, de los pobres y humildes.



-¡Virgen mía, da vista al burro! ¡Sabes, soberana Señora, que él es nuestro sostén; sin el burro no podremos vender en la ciudad, no tenemos dineros para mercar otra bestia; padre es viejo, y yo, madre mía, no sabré remediarme!

 Lloró, rezó, y llena de santa fe, de esa dulce confianza que en las almas puras deja la oración, salió de la ermita, tranquila, pero aún con lágrimas en los ojos.

 -Calle, dijo el señor vicario, que se hallaba a la puerta de la ermita. ¡Gabriela la mingorriana! ¿Qué te trae por aquí? ¿está enfermo tu padre?

 Contóle Gabriela al señor vicario lo que la ocurría, y grande fué el asombro de ésta cuando oyó decir al anciano:

-Pues mira, no te apenes. ¿Ciego? Mejor que mejor. Se murió el burro que teníamos; así pues, te merco yo el vuestro para ponerlo en la noria de la huerta, y ya está todo acabado. Con el dinero mercáis otro, y listos.

 ¡Milagro, sí, milagro! Loca de alegría tornóse al pueblo Gabriela, y a los pocos días hallábase el burro en el huertecito del Cubillo. ¡Ah! ¡Pero qué aflicción sintió Gabriela al despedirse de él! Ya atado se hallaba el pobre Maruso a la noria, cuando sintió que a su cuello se prendían los brazos de su amiga. ¡Lástima es que no hubiera podido comprender las palabras que Gabriela le dirigió!

-Maruso, estás ciego, ¡pobrecico! pero te quedas aquí, aquí, para servir a la Virgen, a la misma Virgen, que por nosotros ha hecho un milagro. ¡Servir a la Virgen! ¡Por ella daría los ojos, por ella he hecho una promesa: venir descalza todos los años a la romería!

 Luego, ya lejos de la ermita, camino del pueblo, volvió la cabeza y vio en el huerto al burro, ciego, que daba vueltas y más vueltas a la noria, y sintió la moza una profunda pena, el apenamiento mayor que hasta entonces había sentido.

 -Mia tú; después de todo, asina vivimos los pobres; tira que tira, cegatos y sin salir de lo mesmo-, pensó sin ella hacerse cargo de lo profundo de su pensamiento.

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