Ahora
que se ha puesto de actualidad (gracias al estreno de una película) la gesta de
unos españoles, allá por 1898, en aquella guerra absurda y sangrienta que se
desarrolló entre España y Estados Unidos, en el lejano enclave filipino de
Baler, puede ser un buen momento para publicar esta breve semblanza,
cuasi-histórica, de uno de esos héroes, natural de nuestro pueblo: Domingo
Castro Camarena; es una historia novelada en la que se rellenan algunos
momentos desconocidos de su biografía, pero todos los datos históricos son
correctos; para ahondar más en los hechos militares se puede consultar el
estudio que sobre nuestro personaje publicó Juan Antonio Martín Ruiz en el nº
42 de Cuadernos Abulenses, del año 2013; también, en la entrada de 4 de enero
de 2016 de este blog, se puede encontrar información suplementaria.
Recuerdo mi niñez como en un sueño: aquella casa baja en Aldeavieja, en
la calle Ancha, en la que nací; mi padre, José Castro, era gallego y no sé cómo
fue, pero vino a casarse con una mujer de Castilla; creo que, de joven, vino a
Villacastín para aprender el arte de la piedra; era cantero, allá en Lugo y
había oído hablar del granito de Castilla, menos duro, más moldeable que el de
su tierra, era verano y cuando en el pueblo de al lado fueron las fiestas, allá
fue; ¡la Virgen del Cubillo!, era famosa en toda la región, y estuvo en la
romería y allí... bueno, creo que desde que el mundo es mundo, o así me lo han
contado, los mozos y las mozas se han apalabrado a la sombra de la ermita... ¡esos son sus milagros!, ¡y vaya si lo son...
que de ellos nacen muchachos!; mi madre, Blasa,
tenía los ojos azules, los mismos que he heredado yo, y ese pelo rubio que
a saber que sangres de qué tierras lo habrán traído a este rincón de Castilla...
se casaron en la ermita, allá en El Egido y a los ocho meses nací yo; dicen que
en este pueblo casi todos los críos nacen en junio, entonces nos miramos con
una media sonrisa, nos guiñamos un ojo y decimos: ¡Bendita sea la Virgen del
Cubillo!
Pero contaba yo... a poco de la boda mi
padre dijo de volver a su tierra, allí tenía su trabajo, pero mi madre le
convenció: ¡mira que lo que venga no va a
venir sólo, así, sin ayuda... y aquí está mi madre, y mis hermanas, y quiero
que ellas me ayuden y tú, mientras, puedes echar una mano a mi padre con las
tierras y trabajar en lo tuyo, que aquí no hay nadie con tu arte y trabajo no
te ha de faltar...!
Y se quedaron, y aquí nací, en Aldeavieja; y aquí pasé los primeros diez
años de mi vida, ayudando a mi padre, aprendiendo su oficio, quizás no lo sepa
ya nadie, pero fue él, con mi poca ayuda, quien labró la fuente de cuatro caños
que hay junto a la iglesia, ¡que bien quedó!, no hay otra igual en los pueblos
de alrededor, ni siquiera en Villacastín; y también ayudaba a mi abuelo, con su
ganado, al que yo llevaba a pastar; aprendiendo las primeras letras, y las
cuentas, con don Mamerto, el maestro; y haciendo mil pillerías con los chicos
de mi edad: con Ciriaco, Pablito, Julián, Goyito... y tantos otros de los que
he olvidado el nombre, pero no sus caras.
Aquellas mañanas de invierno, casi sin luz, salíamos de casa con las
abarcas, los mitones y el pasamontañas, las rodillas rojas de frío, el cabás en
la mano, corriendo sobre el empedrado, calle Ancha abajo, haciendo resonar
nuestros pasos en la calleja de la Ranza para escuchar el eco que se hacía
contra las paredes de las casas y enfilando al galope la calle Real hasta
llegar a la escuela. Allí, con las manos ateridas, doloridas por los sabañones
que el frío formaba en los nudillos, que teníamos pelados de tanto
rascarnos...intentábamos cerrar una o, hacíamos filas de palotes y nos temblaba
el plumín goteando tinta sobre el cuaderno ¡que frío, madre, hacía en aquel
pueblo en invierno!; cuando rememoro mi infancia, el hielo que se metía hasta
los huesos es uno de mis recuerdos principales; y el gusto que daba cuando
volvías a casa y madre tenía la cocina encendida y nos acercábamos, las manos
por delante, a calentarnos mientras tomábamos nuestra rebanada de pan con vino
y azúcar.
Ya más mocito iba con mi madre al Arca Madre, al riachuelo donde ella
lavaba la ropa y yo me bañaba; en verano, claro; la recuerdo con el cesto de la
ropa en la cabeza, apenas equilibrado con una mano, mientras con la otra
sostenía la tabla y el rodillero; yo iba detrás, descalzo, pantalón de pana
corto y camisa mil veces remendada; allí, alrededor de las pozas formadas al
efecto, se reunían las mujeres del pueblo a lavar, mientras, los chiquillos
jugábamos, alborotábamos y acabábamos dentro del agua, en otras pozas río
abajo, desnudos como animalillos, y secándonos al sol tumbados en una lancha o
sobre la hierba de algún prado vecino.
Cuando crecimos un poco más íbamos a escondidas el día en que eran las
muchachas las que acompañaban a las madres al arroyo; agazapados entre los
árboles espiábamos sus cuerpos desnudos, señalando a esta o aquella, riendo
como si fuéramos ya hombres e ignorando, pobres tontos, que ellas hacían lo
mismo cuando éramos nosotros los bañistas.
A mi padre le veía poco, trabajaba de sol a sol en las canteras de
Villacastín y cuando llegaba a casa nosotros ya estábamos en la cama, y digo
nosotros porque había nacido mi hermana y ya éramos cuatro en la familia; sólo los
domingos estábamos con él; al levantarnos le veíamos sentado a la mesa delante
de su tazón de leche con sopas de pan y la copita de aguardiente junto a su
mano; nos subía a las rodillas y con aquel acento gallego, que nunca perdió,
nos preguntaba por la escuela, por los amigos y después, vestidos de domingo,
nos llevaba a la iglesia, mi madre cogida a su brazo, sonriente y mi hermana y
yo de sus manos.
Con mi abuelo Pablo me llevaba muy bien; me contaba historias de cuando
los carlistas entraron en el pueblo, robando cuanto veían y cómo les engañaban
ocultando las cosas; de cómo pasaban las partidas de los “facciosos”, así
llamaban entonces a esta gente, perseguidos por la caballería del Gobierno;
recordaba a un general muy joven, un tal Fernández de Córdova, de los lanceros
de la Princesa, con su uniforme impecable, de pie sobre los estribos de su
caballo y dando órdenes, en medio de la plaza del pueblo, cuando perseguían a
un tal “Perdiz”, jefe de una de esas cuadrillas de carlistas.
-¡Qué hombre!- decía mi abuelo –con
sólo dar una orden, los jinetes obedecían como uno solo, haciendo volverse a los caballos o lanzándose
al galope con una rapidez y una maestría... ¡qué hombre!. Y yo me imaginaba
montado en un caballo corriendo tras enemigos imaginarios y volviendo vencedor
de mil batallas y a mi abuelo esperándome en la plaza para abrazarme y decir -¡Que hombre!, ¡pero qué hombre es mi nieto
Domingo!.
Cuando cumplí los diez años nos fuimos a Galicia; ya éramos cuatro
hermanos, tres chicas y yo, que era el mayor; fuimos a Monforte, de donde era
mi padre, a una casa para nosotros solos, de piedra con musgo en las paredes;
volví muchas veces a mi pueblo, a Aldeavieja, cuando murió mi abuelo, a la boda
de una prima, con mi madre, que echaba mucho de menos el sol de Castilla; y así
seguimos, yo ayudando a mi padre como cantero, oficio al que estaba destinado y
que no me gustaba; echando también de menos los campos abiertos de mi niñez;
pero viviendo, quedándome colgado de unos ojos verdes con los que me cruzaba
todos los días, cuando iba a la cantera... y cumplí veintiún años, y, no sé muy
bien el por qué, antes de que me llamasen para las quintas, me presenté
voluntario para el servicio militar; no lo hice por ganas de irme o por ínfulas
militaristas, sino porque las 200 pesetas que entonces se daban a los
voluntarios me iban a venir muy bien si, cuando acabase, aquella chiquilla y yo
llegábamos a un acuerdo, ya me entendéis...
Había guerra, lejos, en las colonias, en Cuba y Filipinas; ¡mira que
también sería mala suerte que me tocara ir allá…!; y sí, me toco ir a
Filipinas, al otro lado del mundo; no quiero ni contaros las lágrimas que
derramó mi madre y las que soltaron mis hermanas; mi padre no dijo nada, me
puso una mano en el hombro y me miró a los ojos, los tenía húmedos, pero tan
serenos como siempre:
-Cumple como lo que eres, hijo
–me dijo- y vuelve.
Después me abrazó como sólo lo había hecho antes cuando era niño y era
él el que se iba a algún lugar lejano a trabajar.
Poco tiempo estuve en mi pueblo; un tres de marzo estaba en La Coruña
montando en un tren que nos iba a llevar a Madrid, y desde allí a Barcelona,
donde nos esperaba un barco que nos llevaría a nuestro destino; mis padres y
mis hermanas se agolpaban en el andén desplegando sus pañuelos para despedirme;
tres años largos pasarían hasta que los volviera a ver.
El 20 de mayo de 1897 zarpábamos en
el vapor correo Covadonga; el viaje
en barco fue largo, muy largo; los primeros quince días estuve enfermo
constantemente, vómitos, mareos, perdí seis kilos; luego hacíamos la
instrucción en la cubierta, y las prácticas de tiro; con nuestro traje de
ralladillo y nuestros amplios sombreros de lona; y, a ratos, disfrutábamos del mar;
a nosotros, gente de tierra adentro, nos llenaba los ojos de eternidad y,
aunque a veces echábamos de menos las montañas y los verdes bosques, aquella
inmensidad azul o gris, llenaba nuestros corazones de un no sé qué que nos
hacía permanecer quietos, asombrados, fumando un cigarro tras otro apoyados en
las barandillas.
Domingo Castro Camarena
Tercera Compañía del Batallón de
Cazadores Expedicionario nº 2, esa es mi unidad. Ni mejor ni peor que otras,
pero teníamos buen ambiente y, al estar tan solos y tan lejos de los nuestros,
era muy fácil sentirnos casi como hermanos, como una gran familia.
Por fin llegamos al puerto de Manila,
el 18 de junio, casi un mes de viaje, hasta el otro lado del mundo, ¿qué se nos
habría perdido a nosotros allí?, ¿qué defendíamos, aparte de nuestra bandera?,
¿los intereses de los tabaqueros?, porque eso sí, tabaco nunca nos faltaba, y,
además, bueno. Enseguida nos enteramos que nuestra estancia no va a ser
tranquila, los compañeros “veteranos” nos informan que estamos en guerra de
nuevo, los ataques de los insurgentes a los puestos y a las patrullas son
continuos; no es eso lo que esperábamos.
Mi bautismo de fuego ocurrió en
septiembre, en la localidad de Aliaga, donde tuvimos que hacer frente a los
indígenas sublevados; ver la muerte tan cerca me hizo comprender la tontería
que había cometido por 200 pesetas.
Parece que hemos tenido suerte, a la
semana de estar aquí se ha firmado un armisticio, o algo así, nos van a enviar
a Baler, sustituiremos a un regimiento que ha estado más de dos meses
defendiendo la posición de los ataques de los tagalos; Baler es la capital de
la provincia de El Príncipe, y dicen que, normalmente, es un sitio tranquilo,
con buena gente, ya veremos.
Hemos llegado, desde Manila nos han
traído en barco, un vapor llamado Compañía
de Filipinas; estamos en febrero de 1898; esto es más pequeño y miserable
que el peor poblacho de España; aparte de que las casas sean de paja y madera,
cuando llueve es un barrizal y la selva rodea el poblado por todas partes menos
por donde da al mar; durante cinco meses hacemos una vida normal: nuestras
guardias, servicios, hay mucho tiempo libre, y aunque en España está acabando
el invierno y empezando la primavera, aquí siempre es igual el clima; llega un
momento en que llega a aburrir, y hasta echo de menos la nieve y el hielo; sólo
el mar me consuela, cuando libro me acerco a la playa, a veces nos bañamos, en
pelota viva como cuando éramos chiquillos en el pueblo, las más de las veces me
siento en la arena, mirando lejos, de donde vienen las olas y me imagino que mi
madre, y alguien más, están allá, en Galicia, mirando también el mar, y que
nuestras miradas se pueden encontrar en alguna de esas crestas de espuma
blanca.
Estamos con la mosca tras la oreja,
no hay nadie, los nativos se han largado y el capitán nos ha mandado llevar
todos los víveres que encontremos a una vieja iglesia, nos vamos a atrincherar
allí, pues es el único edificio de piedra y ladrillos que hay; parece que se
espera un ataque. Hace cinco meses que vinimos y ya sabemos de qué pie cojean
los filipinos: no nos quieren, es lógico, yo tampoco querría que un francés o
un portugués mandara en mi tierra, nos llaman castelas o castellas, por
Castilla; y es mejor no darles la espalda.
Esto es un infierno, es Navidad y
nada de lo que nos rodea y vivimos nos lo recuerda; excepto alguna salida para
hostigar a los rebeldes, llevamos desde julio encerrados entre las paredes de
la iglesia; nuestro capitán ha muerto, ha habido compañeros que han desertado,
muchos están enfermos; los tagalos nos tirotean día y noche, la comida
racionada, la ropa… ni un mendigo la querría; luego las habladurías… que si la
guerra ha terminado, que la hemos perdido, que nuestro teniente está loco, que
moriremos todos… se habla de que nos han ofrecido la rendición y que no se ha
aceptado; que los americanos han hundido nuestra escuadra de Cuba y la de aquí;
en fin, lo único que no nos falta es munición, pero de lo demás… poco queda.
Ha pasado la Navidad, estamos en 1899 y nuestra situación se va
volviendo insostenible; por mucho que queramos, o quieran nuestros jefes, poco
vamos a resistir; menudean los intentos del enemigo de parlamentar, ofrecen el
oro y el moro y, a pesar de los intentos de los oficiales de que no nos
enteremos de nada, se habla, y hablamos, de que ya hemos sufrido demasiado…
pero también está el miedo a lo que nos pueda ocurrir si nos rendimos… hemos
matado a muchos de ellos.
He cumplido 23 años, no me ha felicitado
nadie; como tabaco no falta, estoy arrimado a una pared, descansando y fumando
un cigarro… acabo de terminar una
guardia en las aspilleras que miran al mar, no se veía, pero como el viento
sopla de allá, se le oye perfectamente, como en Galicia… ¿Cuándo volveré a ver
a mis padres y a mis hermanas? ¿Cuándo volveré a ver los campos de mi pueblo,
la ermita de San Cristóbal, las eras, la escuela…? Hay momentos en que se me
borran de la memoria, que no puedo concretar aquel rasgo de mi padre, o el
color de los ojos de mi madre, o si había un árbol o no lo había junto a la
puerta de casa.
Por fin, salimos de aquí; esto se ha
acabado. No sé cuales habrán sido los motivos o las razones, pero nuestros
jefes nos han reunido y el teniente Martín nos ha explicado que la guerra ha
terminado y que la hemos perdido; que nos vamos para Manila y desde allí nos
van a repatriar para España… ¡al fin!, ¡volver a casa!. Tengo emociones
encontradas, de un lado: tanto sufrimiento para nada, tanta muerte, tanta hambre…
del otro… ¡qué alegría! Volver a casa….
El teniente nos ha formado, hemos
salido de la iglesia desfilando con las armas al hombro; después, formados en
la que fue plaza del pueblo, hemos entregado nuestros fusiles a los tagalos,
dicen que por nuestra seguridad y, “protegidos” por ellos, comenzamos a marchar
hacia Manila.
Más de un mes nos ha llevado llegar a
la capital, para ser exactos: un mes y cuatro días.
Nos ha pasado de todo; fuimos
insultados, robados (a mí, personalmente, me ataron a un árbol después de llevarse
el animal que cargaba con los equipajes de los oficiales), y, también,
vitoreados y agasajados; el nuevo presidente de este país nos ha regalado una
placa de plata con el texto de nuestro “sitio” grabado, ¡a cada uno…! Y al
llegar a Manila ¡y cómo llegamos!, ¡parecíamos espectros!, rotos, sucios,
hambrientos… nos alojaron bien, nos invitaron a comer, nos dieron ropa nueva…
vinieron a hacernos fotos en el Palacio de la Capitanía… en fin, ¡que somos
héroes y nuestro teniente nos ha dicho que han solicitado la Laureada para cada
uno de nosotros!... si fuera verdad, tendríamos la vida arreglada…
Otra vez en el mar, de vuelta a la
patria; ya hablamos así, como si hubiéramos hecho algo importante; todo el
mundo quiere conocernos, hablarnos, tocarnos; cuando el barco zarpó un gentío
fue a despedirnos a los muelles… y nosotros agitamos nuestros sombreros
felices, volvemos a casa… ¡que distinto este viaje al otro que hicimos desde
España!, ahora somos pasajeros, sin armas, sin guardias, sin revistas… solo
mirar el mar, pensar en las caras de nuestros seres queridos y hablar entre
nosotros… ¿qué va a ser de nosotros cuando lleguemos?
……………….
Un mes y dos días, eso hemos tardado
en llegar a Barcelona. La acogida ha sido emocionante, al entrar en el puerto
han empezado a sonar todas las sirenas de los barcos; una lancha se ha acercado
y el Capitán General ha subido a recibirnos; después hemos desembarcado entre
los gritos de una multitud que nos esperaba en el puerto; algunos han tenido la
suerte de ver a sus familias, los que vivían por aquí; después un banquete en
uno de los cuarteles, con vino y todo; han venido periodistas, políticos,
curiosos, y mujeres… muchas mujeres…
Nos han pasado a la reserva, voy para
mi pueblo, para Aldeavieja, están allí mi madre y mis hermanas; han ido para
las fiestas y me esperan; yo también quiero ir y darle gracias a la Virgen
porque he vuelto; antes pasaré por Madrid.
Aquí, en la capital he tenido que
quedarme unos días… fuimos a un periódico a contar nuestra aventura y alguien
avisó a Palacio; la Reina Gobernadora quiere vernos, un mes en España y todavía
no he visto a mi madre…
¡Qué grande es el Palacio!, fuimos de
uniforme, con nuestras dos cruces colgadas en la pechera y la placa que nos
dieron en Manila; radiantes y temerosos… ¡que señora tan amable!, nosotros, la
cabeza baja, apenas respondíamos con monosílabos a las preguntas de la señora;
todo lo quería saber… antes de que le pudiéramos contar todo, mucho antes, nos
ofreció la mano con una sonrisa y, a un gesto de nuestro teniente, que nos
acompañaba, la tocamos mientras doblábamos el espinazo; salimos y, en la
puerta, un ujier nos dio una pitillera de plata con el escudo real grabado y la
fecha del año: 1899.
Don Saturnino, nuestro teniente, nos
dio un papel a cada uno, era una carta de recomendación por si queríamos
permanecer en el Ejército o ingresar en el Cuerpo de Carabineros o en la
Guardia Civil; se lo agradecimos mucho.
De allí, en la diligencia, me fui
para Aldeavieja; cuando bajé, en la plaza, estaban mis padres esperándome, ¡lo
que lloró mi madre!, misas habían dicho por mi alma en la iglesia, creyéndome
muerto; yo aguanté como pude mientras mi padre, los ojos vidriosos, me abrazaba
y no me soltaba; estaban casi todos los vecinos, a algunos les recordaba, a la
mayoría no, daba igual, fui abrazado, apretado, palmeado, besado, admirado,
hasta que me dolió todo el cuerpo… fuimos para casa, la recordaba más grande, y
allí, sentados alrededor de la mesa baja, hablamos y hablamos mientras mi madre
y mis hermanas traían bollos y copitas de anís, como si fueran fiestas…
Cuando todos los vecinos y los amigos
se fueron, y nos quedamos solos, mis padres, mis hermanas y yo, nos miramos
largamente y yo, con lágrimas en los ojos les relaté no las cosas que habían
oído, o las hazañas y los viajes y las medallas, sino todo aquello que no se
cuenta a nadie más que a la familia: la soledad, el hambre, el miedo, las
lágrimas al pensar en ellos, el miedo a la muerte, la desesperación de no poder
salir de aquella iglesia cercada y tiroteada, en fin, el día a día de aquella
tragedia…
Cuando me eché en la cama, no podía
dormir, ese día había rememorado todo el sufrimiento y toda la gloria de aquel
sitio, de aquellos dos años lejos de todo lo que era mío, de mi vida, de mis
gentes, de mis lugares; del sabor de mi vino, de mi tortilla de patatas, del
cordero asado; sentir los besos de mi madre, el calor de los amigos, la luz de
mi tierra… y aquella chica que me esperaba en Monforte; ya tenía prisa por ir
allá; ingresaría en los Carabineros y nos casaríamos… y, pensando en sus ojos
verdes, me dormí.
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