16 de febrero de 2019

La Ventana. V


      (continuación)    

          Nunca más se supo de Julián; su cuerpo no apareció por ningún lado; se habló de que Cipriano y Matías se habían tomado unas copas de más antes de salir a buscarle y que el alcohol, mal digerido, les hizo ver cosas que no existían.
          Se contó que Julián no se llevaba bien con la Remedios y que se inventó la excusa de las vacas para irse del pueblo a empezar una nueva vida en la ciudad; hasta se dijo que alguien le había visto en Barcelona; otros decían que había marchado para las Américas.
          Cipriano y Matías juraron y perjuraron que ellos no habían ni olido el vino aquella mañana, quizás sólo una copa de aguardiente para que el “helazo” no les mordiera; pero que eso lo hacían todos los días de su vida y nunca habían visto “cosas”.


          Lo que nadie pudo explicar, nunca, fue lo sucedido en la casa de la tía Peñalejas; estaba todo el pueblo convencido de que allí, en la casa, vivía la anciana; pero cuándo se preguntaban cuándo era la última vez que la habían visto, todos se miraban y no sabían a ciencia cierta qué contestar: que si un año, que si dos, que si tres meses, que si esa no era ella, que si sí…, en fin, que fue imposible ponerse de acuerdo; y todo siguió así, en un tira y afloja que no explicó nada, excepto la extraña desaparición del Julián y la comprobación de que la casa de la tía Peñalejas estaba vacía, ¿desde cuándo? eso ya era otro misterio y del mismo se siguió hablando durante mucho tiempo; a nadie se le ocurrió volver a poner los pies en ella; parecía que su destino era arruinarse y caerse a fuerza de tormentas y nevadas.
          Pasaron los años y cuando la casa ya no era más que un montón de piedras que se sostenían de puro milagro y el tejado estaba a punto de hundirse y de sus ventanas y de su puerta no quedaban más que maderas podridas y a punto de desaparecer… ¡sucedió!
          Una buena mañana los vecinos que madrugaron para hacer su labor de cada día vieron, con estupefacción, que de la chimenea salía un hilo de humo que pronto se volvió una auténtica columna, que las ventanas y la puerta eran nuevas y estaban cerradas y que el tejado daba la impresión de que acababa de retejarse al completo.
          Aquello causó sorpresa y algo de temor en los habitantes del pueblo; pocos se acordaban ya de las historias de la tía Peñalejas y del pobre Julián, pero alguno, ya más mayor, empezó a recordar aquellos tiempos, quizás por alguna conseja relatada por alguna abuela o abuelo con buena memoria y la historia, un tanto transfigurada, corrió de boca en boca y aunque todos la miraban con recelo, ninguno se atrevía a llamar a la puerta y descifrar aquel misterio que a todos intrigaba.
          Y así estaban: la gente pasaba cerca de la casa, siempre cerrada, siempre humeando y sólo aquella ventana, en la que de vez en cuando se veía un gato negro asomado, con las contraventanas abiertas, como un gran ojo, velado por una cortinilla, que te observaba y te vigilaba.
           ¿Quién vivía en ella? ¿la tía Peñalejas?, sólo de pensarlo a más de uno se le erizaban los cabellos y al que no…es que no pensaba. Hubo, al fin, una reunión en el Ayuntamiento en la que se decidió que un alguacilillo se acercase a la casa, llamara y se interesara por quién vivía allí, con el pretexto de alguna cédula o cualquier impuesto; y así se hizo.
          Germán se acercó, con más miedo que vergüenza, a la casa misteriosa; esa mañana había amanecido clara y limpia, ni una nube en el cielo, un aire de primavera recorría las calles del pueblo y los vecinos parecía que sonreían al notar que el buen tiempo se acercaba; sonreían hasta que veían a Germán, y más de uno se persignó y se volvió a casa, la cabeza gacha y murmurando algún latiguillo contra el mal de ojo.
          Ya estaba frente a la puerta, a pesar del fresquito a Germán le sudaban las manos; pero no había remedio, el alcalde era el alcalde y se lo había ordenado:
          -Germán, te acercas allí, a la casa de la tía… bueno, ya sabes a que casa; llamas y dices que ha dicho el alcalde… no, el alcalde no, mejor dices: que ha dicho el Ayuntamiento que se tiene que presentar aquí para tomar su filiación para que se le cobre el impuesto de habitabilidad; sí eso, de habitabilidad… y le preguntas el nombre y la edad… y que cuántos son en la casa. ¿Enterado?
          -Sí señor alcalde… pero… ¿no iré solo, no?
          -¿Con quién vas a ir, si no?
          -No sé, el Edmundo podría venir conmigo.
          -No, ni pensarlo, el Edmundo tiene que quedarse aquí, por si le necesito; llévate al perro, si quieres…
          Y allí estaban, Germán y el “Negro”, mirando la puerta.


(continuará...)

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