3 de noviembre de 2019

Leyendas y cuentos de Aldeavieja: Peña Forcada. I.


     Era noche cerrada cuando llegué a lo que yo suponía eran las cercanías de la ermita de la Virgen del Cubillo; el cielo, cubierto de nubes que amenazaban tormenta, hacía más difícil guiarse y saber, con exactitud, dónde me encontraba en ese momento. Venía de Villacastín, caballero en mi mula parda, de  cerrar tratos con uno de los molineros del Cardeña, para que moliera una buena cantidad de trigo de la última cosecha.
     Si no llega a ser por mi montura que, inopinadamente, se paró, me habría dado de bruces contra las paredes de la ermita; la masa oscura de piedra se elevaba frente a mi, me apeé y llevando al animal del ronzal, fui rodeando el edificio, tanteando a ratos con la mano que tenía libre hasta que llegué hasta la puerta de la casa del santero; golpeé la madera con el puño mientras llamaba:
     -¡Santero, abre, que aquí ha llegado un viajero!.
     Esperé un poco y repetí la llamada:
     -¡Despierta, hombre, por el amor de Dios y de la Virgen!
     No salía ningún ruido del interior y por más que empujé, clamé y vociferé no conseguí que nadie abriera la puerta.
     Tenía la opción de forzar la entrada a la caseta que servía de cuadra en la parte sur de la ermita, pero, pensándolo bien… sólo estaba a poco más de media legua del pueblo; en algo más de media hora podría estar en casa,  tomando un buen caldo, un vaso de buen vino y al amor de una lumbre cálida y reconfortante.
     Aquella visión de una chimenea ardiendo frente a mí y el sabor de una grandiosa sopa de ajo atravesando por mi garganta bastó para decidirme, palmeando a la mula en el lomo la acerqué a un poyete de piedra que había junto al portal de la ermita y, una vez montado en ella, la dirigí a lo que yo creía era el camino hacia el pueblo.


     El aire olía a lluvia y, a lo lejos, para la parte de Ávila, el cielo se iluminaba levemente, mostrando las formas de las nubes, cuando un fogonazo señalaba al rayo que caía, aunque debía de estar aún muy lejos, pues ni el más pequeño sonido de truenos llegaba hasta donde me encontraba.
     Aquella luz intermitente me permitía, aunque con algún pequeño desvío, permanecer en la ruta que me había señalado, cruzamos uno o dos regatos cuando, en un soplo, comenzó a descargar una tormenta tremenda, como si, desde allá arriba, se dedicaran a vaciar una charca con cubos, el agua caía en goterones gordos, casi sólidos, o así lo parecía; me arrebujé como pude con la manta en la que me había envuelto para evitar el frío y bajando la cabeza me encasqueté, hasta donde pude, el sombrero de ala ancha con el que me cubría.
     El agua corría entre las patas de la mula como si estuviéramos vadeando un río, sólo que peor, pues se estaba formando un barro que dificultaba el paso del animal y yo ya no sabía qué iba a ser de nosotros: si el agua nos desleería como a un azucarillo o nos acabaríamos convirtiendo en ranas.
     En esas estaba cuando empezó a tronar, al agua se unió una batalla de truenos y relámpagos que acabó con la poca paciencia que la mula tenía; asustada, se levantó de patas haciéndome caer al suelo mientras huía, como alma que lleva el diablo, hacia cualquier lugar… pero lejos de mí.
     -¡Maldito animal! –gruñí en mi interior-.
     Me incorporé como pude, sucio, calado hasta los huesos, aterido de frío, en fin, hecho una pena; instintivamente miré en torno mío, no sabía dónde me encontraba, aunque debía ya estar cerca del robledal, casi a mitad de camino hasta casa, pero… ¡dónde exactamente?, ¿en qué punto concreto?; ¡claro, no vi nada!, sólo sombras, bultos, que, a ratos, se iluminaban sin darme tiempo a distinguir qué eran o dónde me hallaba.
     Caminando casi a tientas me enredaba con zarzas y matojos, caía y me volvía a levantar; las botas resbalaban en el barro y la lluvia me cegaba; intuí, más que vi, algo oscuro frente a mí, supuse que sería alguna de las moles rocosas que se levantan cerca del camino, procuré dirigirme hacia ella, quizás, con un poco de suerte, me podría deslizar entre los huecos que quedaban entre piedra y piedra y aguantar allí mientras la tormenta pasaba.
     Estaba casi a punto de tocar las piedras cuando un relámpago iluminó la noche y lo vi… allí, arriba, entre los cuernos de la Peña Forcada, un cuerpo desnudo chorreando sangre que se deslizaba, mezclado con el agua de la lluvia, hacia el suelo; un trueno tremendo me ensordeció… otro fogonazo estalló y su luz me cegó… caí de rodillas y me abracé a las rocas que se alzaban ante mí, después… perdí el sentido, todo se volvió negro y soñé cosas que nunca creí que podría soñar.

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