17 de noviembre de 2019

Leyendas y cuentos de Aldeavieja: Peña Forcada III.


     Desperté, no podía abrir los ojos pero noté una presencia humana cerca… hacía frío, no sentía el calor de las hogueras y, mis manos, palparon la ropa que llevaba puesta, húmeda y áspera; intenté moverme, pesadamente y una mano agarró mi hombro…


     -¿Cómo estáis, mi señor, creíamos que no despertaríais?
     -Juan… ¿eres tú?.
     Y mis ojos trataron de enfocar la imagen medio borrosa de mi criado Juanillo; por encima de él vislumbré el cañizo del techo de un chozo de pastores…
     -¿Dónde estoy, Juanillo?
     -Calmaos, señor, el ama nos mandó en vuestra busca al ver que la tormenta se desataba y que no llegabais… hace un par de horas os encontramos aquí, en el Verraco Gordo, y nos hemos refugiado en el chozo mientras volvíais en sí…
     -El chozo junto a las piedras… -pensé- no recuerdo cómo llegué aquí…
     -En cuanto escampe volvemos al pueblo, encontramos a vuestra mula no lejos de aquí, diantre de animal… os debió tirar.
     Intenté incorporarme y Juan me ayudó; miré mis manos… estaban rojas, tintas en sangre…
     -¡Mis manos…! ¿qué tengo en las manos?, ¡es sangre!
     -Sí, mi señor, os debisteis herir con las zarzas, pero no hay nada que no quite el agua. Sólo unas pocas desolladuras.
     -¿Habéis estado en la Peña Forcada? Hay alguien muerto allí, yo lo he visto… y gente, mucha gente, desnudos, gritando y me obligaron, me obligaron a…
     -¡Calma, señor, calma! Cuando cese la tormenta iremos a verlo, pero vos no estabais allí, os hemos encontrado junto al arroyo…
     Mi cabeza era una noria de imágenes y voces: la tormenta, la sangre, la mula tirándome al suelo, los cánticos, el fuego, las rocas… ¿Habría soñado todo o había sido realidad?, mis manos tenían sangre, sí, pero… tenía mis ropas puestas, empapadas… y no estaba en Peña Forcada; me vi, de nuevo, en lo alto de las piedras, desnudo, cuchillo en mano, clavándolo en el pecho blanco de una doncella… ¡no podía ser! ¡yo no podía haber hecho eso! ¡todo debía de haber sido un sueño, una pesadilla…! Y caí… caí, otra vez, en un desmayo, febril, sudando, sin saber, muy bien, quien era y dónde estaba.
     ¿Cuánto duró aquello?, no lo sé; me dijeron, cuando desperté, que había estado así dos días, sudando, con fiebre muy alta, sin parar quieto, revolviéndome en la cama; Luisa, mi mujer, me dijo que pronuncié palabras inconexas, alaridos, un idioma que ni el físico ni el cura pudieron entender; me creyeron al borde de la muerte… o de la locura, hasta que me envolvió un sueño pesado, tranquilo, del que he ido saliendo poco a poco.
     Cuando me tuve en pie y pude reflexionar tranquilamente sobre lo que había vivido (o quizás soñado) no llegué a ninguna conclusión; todo me decía que debió de ser un desvarío de mi mente, una fantasía producida por el miedo, la tormenta… ¡Dios sabe qué causas!, pero, cuando tanteé en la ropa que llevaba aquel día, y encontré entre sus pliegues aquel cuchillo de piedra… aquel cuchillo con manchas de un rojo oscuro, casi negro… os juro que casi me desvanecí de nuevo; tenía que encontrar una explicación a todo aquello, tenía que volver allí… algo habría que me mostrase la realidad de lo acaecido aquella noche.
     Una mañana, poco después de lo narrado antes, mandé a Juanillo que ensillase mi mula y que me acompañase, tenía que ir a las rocas, tenía que volver a ver aquel sitio, verlo y comprobar si había pasado algo o no… intentar recordar o dilucidar si todo aquello sólo estaba en mi mente o si había sido real… ¡pronto sabría a qué atenerme!
     El día estaba claro, ni una nube en el horizonte, hacía ese sol claro, que iluminaba las cumbres casi blancas de la sierra como en una pintura; uno de esos días que se dan en nuestra tierra en invierno; un frío pelón bajo un cielo azul claro.
     Los árboles del Valle, desnudos de hojas, enmarcaban el camino, esos robles grandiosos, de troncos retorcidos o de troncos fuertes y esbeltos, mostrando en sus ramas las redondeces de las agallas; una alfombra de hojas doradas, apelmazadas por la lluvia, amortigüaban el paso de nuestras caballerías.
     Juanillo me seguía en una mula torda, iba callado, respetando el silencio que yo imponía; iba meditando sobre el… llamémosle “sueño”, yo viví aquello; pero, es cierto que, a veces, tenemos pesadillas que nos parecen reales, que nos hacen sufrir y gozar como si las viviéramos; ensoñaciones de las que tenemos que despertar si, realmente, queremos seguir vivos o cuerdos; ¿cuál fue mi experiencia?, no lo sabía y, quizás, nunca lo sabría, pero tenía que intentarlo.

oOo

     Cuando llegamos al Verraco Gordo, todo estaba igual a como lo había visto decenas de veces, las rocas, grandiosas, como animales antiguos tumbados al sol, con la redonda panza mirando al cielo; el arroyo, henchido de agua, corría en torno suyo, proveniente de la sierra; los árboles, como enormes soldados, rodeaban toda la zona con sus troncos macizos y sus ramas amenazadoras; nada parecía cambiado, aquí y allá los restos de fogatas que encendían los pastores cuando apretaba el frío o cuando querían hacerse su puchero; los excrementos de las vacas y de los caballos que abonaban la tierra y, sobre nuestras cabezas, el vuelo ágil de los milanos.
     Me apeé de la mula y me encaramé a la más alta de las piedras; desde allí, mirando hacia el este, se veía la Peña Forcada, señorial, aislada de todo, erguida en su soberana soledad que la daba un carácter más de monumento, de torre de iglesia, de… no sé cómo explicar lo que sentía ante su vista… era como cuando uno entra en una iglesia y las sombras de los altares y de las efigies de los santos te rodean y hacen que crezca en tu interior ese respeto, muy cercano al miedo, que representa todo aquello que desconoces y que escenifica el poder sin límites, el poder de la creación, el poder sobre vivos y muertos…
     Miré hacia abajo, a los pies de la roca, Juanillo esperaba, pie a tierra, junto a las mulas, haciendo visera con la mano dirigió la vista hacia donde yo estaba… ¿qué pensaría?, ¿qué ideas o sentimientos rondarían dentro de su cabeza acerca de mí, acerca del que era su amo, del que tenía en las manos su fortuna o su desgracia?; ¿pensaría en que estaba loco, o enfermo… o creería que algún mal del espíritu me había atacado y que pronto saldría de aquella fosa de locura y sueños en la que parecía que me había sumergido?
     No sabía, tampoco me importaba mucho, a fin de cuentas… ¿quién era él para pensar sobre mí? … nadie, no era nadie, sólo un instrumento más de mis negocios, una manos más de las que trabajaban en mis campos y que se alimentaba de lo que yo creía que se merecía, poco más.
     Allí no tenía nada que hacer, bajé y me dirigí a la mula…
     -¡Bueno, Juanillo! Tú… ¿qué piensas de todo esto?
     -Yo… no pienso, amo.
     -Algo discurrirás en tu cabeza… ¿te parece que estoy loco?
     -No, eso no, amo.
     -¿Entonces…?
     -¡Na!, son cosas que cuentan los viejos…
     -¿Los viejos?, ¿qué viejos?, ¿qué cuentan esos viejos?
     -Pues eso… que en estas piedras vive el diablo… o ha vivido.
     -¿El diablo, dices…?
     -¡Sí, el diablo!
     -Y eso… ¿por qué?
     -Por las cosas que pasan… gente que muere… o desaparece… o se vuelve tonta, con perdón.
     -Y…eso… ¿lo hace el diablo?
     -¿Quién, si no?
     -Pero… ¿le ha visto alguien, alguna vez?
     -¡Hombre… verle, lo que se dice verle….!
     -¡Vamos, que no le ha visto nadie!
     -Tampoco es eso… hay quien dice que lo ha sentido… y otros lo han olido… o han visto su sombra…
     -¡Paparruchas!
     -No, amo, no son  tonterías…. ¡usted lo vio también!
     -¡Tú qué sabrás!
     Juanillo bajó la vista y no dijo nada más: ¿qué pensaría de mí?; estaba claro que él creía en lo que yo había contado, pero… ¿yo? ¿yo creía?; ¿no sería todo consecuencia de la caída, del frío, de la noche…? Si yo mismo dudaba de todo aquello… ¿qué no pensarían los demás?, pero estaba claro que, en el pueblo, sí creían en que algo pasaba allí, en que lo que yo había visto… ya lo habían visto otros.
     -¡Vamos, Juan, vamos a la Peña!
     Me icé en la mula y seguido de Juanillo salimos del robledal en dirección a la Peña Forcada.
     Ante nosotros se abría la vista de los prados, grises por el frío invernal, aquí y allá corrían riachuelos que nos traían la nieve deshelada de la sierra; habría mucho pasto esta primavera y buenas cosechas si todo seguía así; enseguida llegamos hasta la peña; se alzaba sobre la linde con Villacastín y parecía como si nos estuviera esperando: maciza, solemne, siempre me había parecido como algo sagrado o, quizás, mágico; pero ahora, hoy, la estaba mirando con ojos nuevos.
     Me apeé de la mula y me acerqué a las pìedras; grises, frías, con un musgo gris en su superficie; las miré fijamente hasta que los ojos me dolieron, pero nada extraño o distinto veía en ellas.
     Pasé las manos por encima, como en una caricia y, entonces, sí; algo me corrió por dentro, como un cosquilleo que subía por mis dedos hasta perderse en mi pecho; las retiré rápido y eché un vistazo hacia Juan, por si él había visto algo de ese gesto, tenía la cabeza baja, mirando al suelo, pero, estoy seguro, estoy seguro de que había vislumbrado lo que yo había hecho; y seguro que también había notado la crispación de mi cara, la mueca de sorpresa que me había dominado en ese momento.
     Miré hacia arriba, al remate de la pirámide de rocas, dos cuernos de piedra, sí, eso eran, dos cuernos… ¿del demonio o, simplemente, de un buey?...
     -¡Ayúdame, Juan! ¡Quiero subir a lo alto!
     -¿Está seguro, señor?
     -¡Sí!, ¡venga, vamos!
     Agarrándome a pequeñas rugosidades y grietas me fui alzando, con algo de ayuda de Juan, hasta que me encontré en pie, junto a la piedra horcada; pasé mi mano por su superficie; estaba lisa y suave, como si miles de manos, antes que la mía, la hubieran acariciado, tocado… también me fijé en unas grandes manchas oscuras, muy lavadas por la lluvia y los vientos, pero bien marcadas, que descendían por entre los cuernos hasta la base, llegando casi hasta el suelo; después… miré a mi alrededor, desde allí se veía todo el bosque de robles, que subía suavemente en dirección al pueblo; el riachuelo que corría unos cuantos metros más adelante… los prados… y al fondo, a mi izquierda, las suaves ondulaciones de los montes: la Atalaya, la Cruz de Hierro… y los cerros de la Avena, del Asperón, del Monte… y abajo, a mis pies, una gran explanada rodeándome…
     Cerré los ojos, quise llevar dentro de mi cabeza, otra vez, las imágenes de aquella noche en que creí vivir, o viví realmente, aquella pesadilla de sangre y de fuego, aquellos demonios (¿qué, si no?)  llenos de maldad que me empujaban, me guiaban, me forzaban a participar en aquel sacrificio impuro y abominable.
     Y… sí, allí estaban otra vez, gritando detrás de aquellas máscaras horribles, desnudos como animales y con las manos tintas de sangre; en lo alto de las rocas, entre los cuernos de piedra… y me señalaban, me señalaban con las manos extendidas, vociferaban mi nombre y, entonces, decenas de brazos me aupaban y me subían junto a ellos; sentía en mi piel sus manos, agarrándome, tirando de mí mientras acercaban su cara a la mía y reían… reían… y luego, uno de ellos colocó en mis manos aquel puñal, aquella piedra afilada que goteaba aquel líquido inmundo y miré a la víctima… era una joven, creí reconocer su cara, sí, la conocía, era una de las muchachas a las que rondaba en los bailes de la aldea… y estaba allí, tumbada entre los cuernos, desnuda, sangrando por una gran herida que tenía en el cuello… y yo… yo… clavé el cuchillo en su pecho y entonces…
     No pude soportarlo más, me obligué a abrir los ojos, grité… ¡sí, grité!, y entonces… lo vi: sí, allí estaba, desnudo sobre la roca, con un cuchillo de piedra goteando sangre, rodeado por una multitud vociferante, con sus voces llenando mis oídos… y comencé a reir, a reir… las llamas de las hogueras iluminaban todo y, al volver la cabeza, mis ojos tropezaron con la figura de Juan, de Juanillo, que me observaba con la cara desencajada, los ojos abiertos como platos, mudo de terror y yo, al verlo, me reí como si me fuera la vida en ello… le señalé con la mano y reí, reí…
     La oscuridad, una oscuridad absoluta, negra y espesa, cayó sobre mí… y noté como mi cuerpo se relajaba, se hundía, y sentí cómo golpeaba contra el suelo al caer…


Continuará...

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