20 de julio de 2021

Aldeavieja: la ermita de San Miguel de Cardeña

    


     Aprovecho que se va a efectuar una excursión colectiva, este próximo fin de semana, a la ermita de San Miguel de Cardeña para hacer una breve incursión a su historia, que espero os parezca más o menos interesante.

     Hablar de San Miguel de Cardeña es hablar de los orígenes de Aldeavieja y de Blascoeles; cuando a principios del siglo XII estas tierras comenzaron a repoblarse, tras la reconquista de Toledo, sus primeros pobladores eligieron un lugar alejado de las principales vías de comunicación y de los grandes centros de población, a fin de pasar desapercibidos, en aquellos primeros (y duros) momentos y poder establecerse sin miedo a ser atacados  por las incursiones musulmanas   o por las bandas de prófugos y desertores que vivían a costa de aquellas primeras comunidades, pequeñas y frágiles.

     Así eligieron un lugar lejos de las antiguas calzadas, cerca de un río y de un bosque, con tierras fértiles y, a ser posible, en alguna hondonada que camuflase sus viviendas y sus ganados; y así, fundaron un primer poblamiento en la margen derecha del río Cardeña, que, aunque pequeño, les serviría tanto para su uso cotidiano, como para regar sus pequeñas huertas o como foso defensivo en caso de ser atacados; lo llamaron San Miguel de Cardeña y, por el nombre, se les supone procedentes de las tierras de Burgos y de las lejanas (entonces) tierras de Asturias y Vasconia.

     El río, por entonces, recibía el nombre de Rioviejas pero, con el tiempo, recogería, y sería conocido, por Cardeña, en recuerdo de las tierras de donde procedían.



     Una de sus primeras preocupaciones fue la de edificar una iglesia de piedra que no sólo les serviría como lugar de culto, sino que, además, sería el único punto fuerte que les serviría de refugio ante cualquier ataque o circunstancia adversa, (hay que tener en cuenta que las viviendas normales fueron, en un principio, simples chozas formadas por un círculo de piedras y techadas por retamas y ramajes con un agujero central para que saliese el humo).



     Y así, edificaron una iglesia de piedra basta, pero maciza, con metro y medio de anchura en los muros, y un ábside en el que intercalaron hileras de ladrillos para darle más fortaleza; lo revocaron por dentro y por fuera; alzaron a los pies una espadaña en la que colocaron una pequeña campana y protegieron la puerta, abierta al sur, con un tejadillo soportado por recias columnas de madera; para hacernos una idea de cómo quedó, sólo hay que mirar la ermita de San Cristóbal, quitarle la torre (que nunca tuvo) colocar la espadaña a los pies y en su entrada el tejadillo soportado (aquí sí) por columnas de piedra labrada; no sé si los más antiguos del pueblo lo recordarán, pero así era.



     Era, pues, de estilo románico, pequeña, quizás no más de diez metros en las paredes laterales, una sola nave y el techo, sostenido por fuertes vigas de madera, a dos aguas.



     Cuando la población de San Miguel creció, sus pobladores ante una época más pacífica y segura, marcharon a crear nuevas poblaciones en lugares más amplios y mejores y, no lejos de allí, fundaron los pueblos de Blascoeles y Aldeavieja; San Miguel quedó como un caserío (algo así como Las Gordillas o El Alamillo) y la iglesia quedó como una ermita consagrada al culto de San Miguel y San Andrés; durante siglos, anualmente, se celebraron romerías y procesiones hasta que, a finales del siglo XVIII o principios del XIX, quedó abandonada, se desmanteló y poco a poco fue quedando como ahora se la puede ver.



     La campana de la espadaña fue lo primero que desapareció, pues se llevó a San Cristóbal para cumplir allí sus funciones y el retablo fue a parar a la iglesia parroquial de San Sebastián.



     Hoy sólo queda de ella un trozo del ábside, que permanece en pie a pesar de todo; en él se aprecia cómo fue edificada la iglesia, cantos, más que piedras, unidas por cal e hileras de ladrillo intercaladas para adornar y dar más fijeza; hasta hace unos veinte años aún quedaba la pared norte, nueve metros más o menos, y unos cinco de altura, que hoy está esparcida en lo que era la nave; ahora bien, la panorámica es inigualable; hay que cerrar los ojos e imaginarse aquel lugar lleno de vida; los rebaños volviendo de los campos segados, el sonido de las esquilas; las mujeres lavando en el río o trayendo, apoyados en la cadera, los cántaros llenos de agua; al fondo la sierra, que atraería sus miradas y su ansia por acercarse a ellas, a un sitio menos salvaje y apartado y los bosques que subirían por el sur, hasta las falda de esos montes… y detrás, la tierra roja de las cárcavas de donde sacaban el material para sus adobes y sus cacharros de barro, protegiéndolos de los fríos del norte.



     ¿Qué nos queda, pues, aparte de estas piedras que ya no durarán en pie mucho más? El retablo que aún hoy podemos admirar en la iglesia parroquial; esas maderas pintadas de azul claro en el lado del Evangelio, justo delante del púlpito. Arriba, un cuadro representa al santo titular: el arcángel San Miguel y, en el centro, la parte más interesante (y más valiosa), en un estilo gótico tardío se ven las imágenes de San Juan y de la Virgen mirando uno hacia arriba y la otra hacia abajo, que acompañan una imagen del Cristo en la cruz (que seguramente no es el original); es una pintura única que merecería una buena restauración; fijaos bien en la ciudad del fondo, amurallada y con grandes y altos baluartes, se supone que es Jerusalem, pero, a poco que comparéis con otras pinturas, se distingue un estilo francés muy acusado.



     Espero que disfrutéis o hayáis disfrutado de la visita.

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