28 de octubre de 2021

Aldeavieja años sesenta.

 

          Hoy voy a hacer un ejercicio de memoria y me remontaré a los años sesenta, esa década prodigiosa en la que aparecieron los Beatles, el hombre puso pie en la Luna, comenzó la guerra en Vietnam, se levantó el Muro de Berlín y Kennedy fue elegido presidente de los Estados Unidos de América. Pero… y en Aldeavieja… ¿cómo era Aldeavieja en esa década feliz?; eso es lo que voy a intentar plasmar en estas líneas; un recuento de lo que hoy llamamos “servicios” con los que contaba nuestro pueblo.

          Había más gente y menos movilidad; durante años, aparte del Correo y de La Valenciana, que eran los autobuses que unían el pueblo con Segovia y Ávila el primero, y con Madrid el segundo, en el pueblo el único vehículo de motor era la camioneta de Tinito, el marido de la Concha y, algo más tarde, la moto o el coche de algunas de las personas que íbamos a pasar el verano.

          Recuerdo que había cuatro sitios que podían llamarse bar, cada uno con su estilo peculiar, sus particularidades y casi con sus funciones únicas; de ellos uno era también estanco, otro parador y otro molino. También había una mercería, dos panaderías, la escuela, la casa del cura, la casa del maestro y la de la maestra; la casa del médico; cuando hicieron el nuevo Ayuntamiento, llevaba aneja la Casa Sindical y un local ambulatorio; también había una fragua y dos lugares donde herrar los animales; dos peluqueros, un carpintero, un guarda forestal y, antes de todo eso (yo no lo conocí), Guardia Civil, boticario (mi abuelo), propietarios con coche de caballos, hijosdalgos, fábricas de harinas, de curtidos y estameñas, un bosque inmenso de pinos cubriendo la sierra…

          En fin, volvamos a lo nuestro, el bar más importante era el de Pablo, el padre de la Concha, estaba en la calle Segovia, casi esquina con la del Mediodía y, como todos, era un antro oscuro apenas iluminado, aún de día, por dos o tres mortecinas bombillas amarillentas; en aquellas casas las ventanas eran pequeñas, tanto para evitar que entrase el frío como para que entrase el calor y, claro, eso dificultaba su ventilación y su iluminación; era una habitación pequeña presidida por el mostrador, por un lado de latón y zinc para ejercer sus funciones de taberna y, por otro, de madera para las funciones de tienda de comestibles. Tenía de todo, de todo lo que tenía, claro, legumbres, frutas, conservas y, sobre todo, vino, licores y gaseosa; de lo otro poco, pues semanalmente venían vendedores ambulantes con mercancía surtida; la carne se encargaba a Villacastín; más adelante, cuando Tinito se casó con la Concha, traía en su camión las bebidas, carne, pescado y todo lo que hiciera falta, desde un saco de cemento (que para algo su padre tenía el único almacén de materiales de construcción entre Avila y Segovia) hasta sellos de franquear; delante del mostrador los sacos de patatas o de garbanzos se mezclaban con las cajas de fruta; del techo colgaban tiras amarillentas llenas de moscas pegadas y, a un lado, cuatro o cinco mesas amueblaban la parte de la taberna; cuando él murió y se hizo cargo del negocio su hija, aquello cambió, primero el nombre: “Hijos de Pablo”, más tarde “Casa Concha”; luego el bar fue poco a poco desapareciendo y la tienda fue ganando terreno, aumentando en calidad y variedad; hasta que la irrupción masiva de los coches y la aparición de supermercados en Villacastín y Avila la hicieron desaparecer.

          Había otra tienda de ultramarinos que también era bar, además de estanco; estaba en la plaza, en esa casa aislada, y hoy vacía, que está entre la calle Ancha y la calle Segovia; entrabas a un zaguán y, una vez en él, a la izquierda, en un cuarto aislado con una ventana sobre la plaza, tenías el mostrador del estanco, con sus labores de tabaco, sus encendedores de mecha, los fósforos y los sellos de correos; a la derecha, en otra habitación similar, otro mostrador con su expendedor de aceite instalado, te servía tanto un sifón o una botella de vino, como una lata de sardinas; aunque lo recuerdo muy bien, no debió de funcionar más allá de 1960.

          Siguiendo desde casa de Concha llegabas al bar de Faustino el Molinero; le llamaban así porque tenía uno; primero en el arroyo Cardeña; funcionaba con el agua del arroyo, que entonces tenía, represado un poco más arriba; bajaba todos los días desde el pueblo, jinete en su burro, con los costales de grano para volverlos de harina; o esperaba la llegada de carros para moler el producto de los pueblos vecinos. Más tarde hizo un molino en el pueblo, en la parte de atrás de su casa, eléctrico, que todavía funcionó unos cuantos años; el bar era un lugar oscuro, muy dentro en la casa, que daba al corral, tenía una barra de ladrillo, dos mesas y un futbolín; allí nos metíamos mis primos y yo, las tardes calurosas de verano, a jugar y tomar gaseosa con aceitunas; más tarde pasaron el bar donde está ahora, sufriendo (o gozando) diversas transformaciones; además del bar, y según las épocas, vendía otros productos, frutas, conservas y cosas así.

          Yendo desde esta tienda hacia casa de la Concha, en la calleja siguiente, a la izquierda y en la acera de la izquierda, una casita hacía las veces de mercería; entrabas y a la luz mezquina de una bombilla una señora ya mayor, o su hija, revolvía entre cajas y cajitas de cartón y te vendía una aguja, o alfileres o esa bobina de hilo que se necesitaba en casa.

          El otro bar era el del Parador; estaba al otro lado de la carretera, y era el lugar de paro y alojamiento de los escasos viajeros que se quedaban en el pueblo; más que nada era en verano cuando tenían huéspedes; algún familiar que no cabía en la casa o algún caso raro; el lugar tenía un encanto que aún conserva; con su arquitectura destinada a su función, como toda la del pueblo, sus puertas grandes para dar cabida a los carros y carruajes, sus cocheras, sus habitaciones pequeñas, luminosas y aireadas, otro mundo diferente del resto del pueblo.

                 La única fragua que he visto funcionando era la que estaba junto a nuestra casa, pared con pared con el corral; realmente sólo recuerdo que estuviera funcionando un par de veces; seguramente arreglaban herraduras o soldaban alguna herramienta rota, o algo así; herrar si he visto; a un lado del parador, junto a la arboleda, había un potro, cuatro postes de granito, unidos por maderos, en los que ataban a las caballerías para herrarlas. Otro artilugio igual estaba en la plaza, junto (o dentro) de los antiguos toriles.

          De los dos que ejercían de peluqueros (de caballero, claro), uno era el sacristán (del que no recuerdo el nombre) que vivía en la calle Real y el otro era Emilio, el marido de Aurea, que tenían su casa y silla en la calle Rodeo.

          Y poco más; pero los verdaderos abastecedores del pueblo eran los vendedores ambulantes: oías tocar la trompeta del alguacil, más tarde de la alguacila: “se venden melones y sandías, en la plaza”, “el cacharrero, se venden botijos, cantaros de todas clases, en la plaza”, “el de Paradinas”; y ropa, muebles, fruta, de todo…y luego venía el colchonero, el mielero, que también vendía velas, el afilador… todo era en la plaza que, a veces, se convertía en un bazar con dos o tres puestos, la mercancía extendida en el suelo, las mujeres mirando, sopesando, preguntando; veías, con el buen tiempo.

          A los colchoneros con sus varas extendiendo la lana de los colchones al sol, vareándola para espumarla, volviéndola a meter en la funda, cosiéndolos; comprando la borra con que algunos estaban rellenos, cambiando colchones de lana por los primeros de muelles… los afiladores con sus bicicletas, su silbo inconfundible, su acento gallego o asturiano; los estañadores arreglando aceiteras o cántaros, vendiendo lámparas artesanales; y tantos otros con todo aquello que se podía necesitar; y también los anticuarios, a la caza del cuadro, del grabado, del mueble que compraban por dos pesetas y vendían por diez mil y, finalmente, los gitanos, prestos a engañar vendiendo sábanas o cambiándolas por cosas antiguas, “trastos” o intentando llevárselas por las buenas; creo que las únicas ocasiones en que las casas se cerraban con llave era cuando venían los gitanos, los quinquis, como también se les llamaba. 

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