30 de enero de 2017

Leyendas de Aldeavieja: la tumba

          Todos habréis visto, en el suelo de la iglesia, algunas lápidas en las que únicamente se distingue la borrosa figura de una calavera, con los rasgos ya desgastados por el roce de miles de pies a lo largo de los años; de algunas todavía se mal distinguen algunas palabras que daban cuenta del quién y del cuándo del que reposa allí; esta es la historia de una de esas lápidas, no me preguntéis cual de ellas es, pues aunque lo sé, no estaría bien desvelar un secreto que se ha guardado durante tanto tiempo.   

      

          -Hijo mío, escucha, voy a morir y tengo algo que decirte; ya sé que a ti, estas cosas de la iglesia no te importan mucho, pero a mí, sí; sólo te voy a pedir una cosa, y es que, cuando muera, vayas a cuarenta pueblos de los que hay en veinte leguas a la redonda y que, cuando llegues, lo primero que hagas sea enterarte de cuando se dice la primera misa y que acudas a ella; si eso cumples, en la última comprenderás el por qué de esta petición; si alguna vez me quisiste, cumple mi deseo.
          Estas palabras, que un padre moribundo decía a su único hijo, se pudieron oir en un pueblecito castellano perteneciente a las tierras abulenses, en aquellos tiempos en que Ávila era mucho más grande que ahora y parte de lo que hoy es Cáceres, Madrid, Segovia y del mismo Valladolid, le pertenecían.
          Efectivamente, el padre falleció a las pocas horas de haber hablado con su hijo; y cuando éste, después de haber buscado al sepulturero y contactado con el cura, retornó a su vivienda para proceder al entierro de su padre, encontró el lecho mortuorio vacío y nadie en la casa le pudo dar noticia de lo que había pasado con el cuerpo del difunto.
          Nuestro protagonista, apenado, y a la vez, aterrado, por la desaparición del cadáver de su padre, llegó a la conclusión de que ya que no podía darle un entierro digo cumpliría su último deseo; sin pensarlo mucho más, hizo un hatillo con algunas de sus escasas pertenencias, echó la llave a la casa y se puso en camino hacia el pueblo más próximo, que resultó ser Gemuño, oyó la primera misa que se decía en el pueblo y al día siguiente partió hacia El Fresno; después pasó por La Serna, Tornadizos, Valdelavía, Navalgrande… y así durante tres meses fue yendo de pueblo en pueblo, escuchando la primera misa que se decía en cada uno; en algunos tuvo que esperar días porque el cura sólo iba una o dos veces por semana, en otros el párroco estaba enfermo y esperó a que sanase y así hasta que en el mes de mayo se encontró saliendo de Blascoeles en dirección a Aldeavieja que, casualmente, hacía el pueblo número cuarenta de cuantos había visitado.
          Poco tardó en llegar y era media mañana cuando apareció ante sus ojos, a una revuelta del camino, el caserío con la alta torre de la iglesia enseñoreándose de él; preguntó si podía encontrar alojamiento y le indicaron la dirección de un parador que había junto al camino que llevaba a Ávila.
          Allí arregló con el mesonero una habitación y luego pegó la hebra con él ante un vaso de tinto:
          -¡Qué! ¿viene a comprar alguna mula?
          -No, que va, voy de paso, pero antes de seguir, he de hacer algo en este pueblo.
          -Y, ¿qué es ello?… si no es indiscreción.   
           -He hecho la promesa de ir a la primera misa que se diga en la mañana.
          -¿Una promesa?
          -Sí, cosas mías…, como le decía… ¿a qué hora se dice?
          -Decir, decir, a las siete de la mañana.
          -¿Tan pronto? No irá mucha gente.
          -No va nadie.
          -¡Hombre… alguien irá!
          -Lo que yo le diga, por no ir… no va ni el cura.
          -Entonces… no hay misa…. ¡se está quedando usted conmigo!
          -¡No!, ¡que va!
          -Si no va el cura… usted me dirá cómo va a haber misa…
          -Ese es el misterio…
          -¿Cómo que el misterio?
          -Lo que le digo, a las siete suenan las campanas de la iglesia, se abre la puerta, se encienden los cirios, pero el cura sigue durmiendo en su cama…
          -Será otro cura.
          -No… ¡nadie!
          -¿Quién lo ha visto?
          -Nadie… nadie va jamás a esa misa.
          -Entonces… ¿cómo sabéis que se da la misa?
          -Se oye desde fuera.
          -Al acabar, se verá salir al que la dice.
          -Ese es otro misterio, nadie sale. La puerta se cierra sola y no se oye nada más. Luego, si se entra, no se ve a nadie, ni una sombra, ni un ruido… nada. Pero las velas todavía humean, han estado encendidas…
          -Pues yo tengo que ir a esa misa. Es una promesa que no puedo romper. Se la hice a mi padre.
          -Usted verá… pero… yo que usted no lo haría.
          -Despiérteme a las seis, tomaré algo y luego iré a esa misa fantasma. Si hay una misa, alguien la dirá, digo yo.
          Esa noche nuestro hombre se acostó no sin dar vueltas en la cabeza a la conversación que había tenido con el posadero. Era extraño, pero seguro que era una broma del paisano que repetiría a todos los forasteros que pernoctaban allí.
          La cama era dura y estrecha, pero unas buenas mantas zamoranas subidas hasta los ojos enseguida le hicieron entrar en calor y se durmió sin que la conversación mantenida por la mañana le quitara el sueño.
          Aún era de noche cuando sintió unos golpes en la puerta de la habitación…
          -¡Oiga, oiga!, ¡son las seis!.
          -Ya va, ya va. Gracias.
          Medio dormido se sentó en la cama, echó un vistazo al ventanuco, daba al oeste y por él no entraba la más mínima luz. Se puso en pie y fue vistiéndose pausadamente; tendría que abrigarse, las mañanas de mayo podían ser muy traidoras en aquellos pueblos castellanos; se calzó las botas y bajó las escaleras que daban a la cocina de la planta baja.
          El posadero estaba colocando un tazón con un brebaje oscuro en una mesa junto a una hogaza de pan.
          -Tráigame también una copa de aguardiente, por favor.
          -¿Sigue en sus trece?
          -¿Qué trece?
          -Lo de ir a la misa.
          -Por supuesto… si digo una cosa, la hago.
          -Usted verá…
          Con el cuerpo un poco más entonado miró por la ventana del parador; de frente, a doscientos metros mal contados, se vislumbraba la masa oscura de la iglesia, negra contra un cielo que iba aclarando débilmente por la derecha.
          De pronto el silencio se vio roto por el tañido de las campanas, ¡tan, tan tan…!, tres tañidos repetidos a intervalos cortos…
          -Es el primer toque… terceras las llamamos aquí; aún quedan dos toques más.
          -Iré para allá…
          -Espere que toquen segundas, le dará tiempo de sobra…
          -¿Estará la puerta abierta?
          -Sí, desde el primer toque se abren las puertas y se encienden los cirios…
          Después de un rato, las campanas se dejaron oir de nuevo…. ¡tan… tan…!
          -¡Segundas!
         -Voy para allá.
          -¡Vaya con Dios… ¡
          -Con él voy.
          -O con el diablo, -dijo para sí el posadero.
          Cuando se cerró la puerta a sus espaldas, un vientecillo frío y cortante como un cuchillo hizo que se subiera el cuello del gabán y se encasquetara el sombrero; no las tenía todas consigo pero… no le quedaba más remedio… ¡no iba a romper ahora su promesa, justo en el momento en que iba a completarla!
          A cada paso veía crecer la mole pétrea del templo, estaba rodeado de una valla no muy alta que cerraba el cementerio, como era costumbre en esa época; siguió la cerca hasta que llegó a la puerta que daba acceso al camposanto y, desde él, a la puerta de la iglesia.
          La puerta resaltaba en la fachada como una gran boca negra, oscura contra el fondo un poco más claro de la pared… estaba abierta; quitándose el sombrero la atravesó … dentro estaba oscuro y frío, sólo cuatro velas alumbraban el altar mayor, iluminando tenuemente la parte baja del retablo… En ese momento, sintiendo los golpes en lo más profundo de su corazón, se oyeron las campanadas que anunciaban el comienzo de la misa.
          Se sentó en un banco delantero, no quería perderse aquel misterio; cuando el último eco de las campanadas se perdió en la soledad del templo, se abrió con chirriante sonido la puerta de la sacristía; una casucha negra con bordados dorados apareció en ella, bajo la casulla el alba blanca resplandecía en medio de la penumbra.
          No había tal misterio, el cura había salido de la sacristía, ¡cuentos de fantasmas! al ver que salía solo, se acercó con ánimo de ayudar; casi siempre lo hacía en las iglesias de aquellos pueblos silenciosos y casi deshabitados, en los que la primera misa sólo era concurrida por mujeres viejas, beatas de reclinatorio y en las que el cura, casi siempre un hombre a las puertas de la ancianidad, no tenía monaguillo que le asistiese.
          Se arrodilló a la derecha del oficiante, y cuando levantó la vista para verle el rostro, se encontró con unas cuencas vacías que le miraban (si se podía decir que miraba algo que estaba desprovisto de ojos) y una blanca y monda calavera que le hizo una seña de aquiescencia.
          Con el corazón alborotado hizo como si aquello fuera normal y le siguió en todas las partes de la ceremonia, asistiéndole de la manera habitual; cuando llegó el momento de la consagración y contempló aquellas manos descarnadas (huesos al fin) que elevaban la hostia mientras él hacía sonar la campanilla, sintió como si una corriente eléctrica le atravesase el cuerpo y notó que algo se rompía en su interior.
          La misa terminó y, la cabeza baja, acompañó al “sacerdote” a la sacristía; le ayudó a despojarse de los hábitos y doblándolos los guardó en un cajón que permanecía abierto y de donde habían sido sacados.
          Entonces se atrevió a mirar a la osamenta; de pie, ante él, aquel esqueleto permanecía quieto, como esperando. Y, entonces, oyó una voz, una voz que salía de entre las mandíbulas desnudas de la calavera, una voz que le sorprendió por su naturalidad, cuando estaba esperando que fuese cavernosa y lúgubre.
          -¿No tienes miedo?
          -Ssssí….
          -No lo aparentas.
          -Es que es más… ¿cómo decirlo?.... sorprendido. ¿Hay truco?
          -¿Truco?
          -Sí, truco…. Tú estás muerto ¿no?; luego no puedes hablar, ni andar… ni nada de lo que estás haciendo.
          -Pero lo hago.
          -Sí, lo haces. Por eso pregunto que dónde está el truco.
          -No lo hay. Lo que ves es lo que hay.
          -No esperarás que lo crea sin más.
          -Tócame, busca mis hilos… busca… mi truco. No lo encontrarás porque no lo hay.
          -Pero eso sería… ¿magia?, ¿milagro?
          -Llámalo como quieras, pero, por ahora, soy real. Te contaré el caso: yo estoy muerto; fallecí hace diez años; soy… fui, párroco de este pueblo; mi nombre era Damián; falté a mis votos; pero no sólo eso, dejé morir a personas inocentes por negligencia, por dejadez, por egoísmo o, quizás, por algo peor: por falta de caridad, y eso, en mi oficio, es lo peor que puede pasar; mi cuerpo murió, pero mi espíritu estaba condenado a seguir atado a este mundo hasta que alguien, en este caso tú, acudiera a oir la misa que, desde entonces, digo diariamente a las siete de la mañana.
          -Y … ¿por qué precisamente yo?
          -Porque tú eres mi hijo; nunca supiste mi historia anterior, mi pasado de sacerdote, por qué me vi obligado por mis pecados a salir de la Iglesia y esconderme en un pueblo perdido donde nadie sospechara de mi vergüenza y mi falta; tu madre murió al nacer tú… por mi culpa y mi pecado… y sólo tú podías redimirme…Volvieron mis restos aquí, al pueblo donde cometí mi crimen y aquí debía ser perdonado o condenado eternamente. Nadie en este pueblo se acordará de esto que ahora te estoy contando; esta ha sido mi última misa; cuando salgas de la iglesia cuenta al párroco lo que te he dicho y luego marcha en paz.

          Después de decir aquellas palabras, salió de la sacristía, mientras avanzaba por medio de la nave se alzó una lápida del suelo y el esqueleto se introdujo en la tumba; la lápida volvió a caer y el silencio y la oscuridad se adueñaron de la iglesia.

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