Os decía antes que había otra
historia sobre ese nombre; ésta se la oí contar a mi abuela Margarita; una
tarde, mientras zurcía unos calcetines de mis hermanos, a la solana de aquella
galería que tenía la casa donde vivían en Segovia, nos la fue desgranando, poco
a poco, a sus nietos, que la oíamos embobados sentados a su alrededor:
“Sí,
ya conozco ese sitio del que habláis, es la cuesta de Matancavera, y ¡anda que
no me costaba subirla con estas pobres piernas mías…!, pero de niña… a la
carrera lo hacía, con mis hermanos y mis amigas… íbamos a merendar a donde la
Virgen y otras veces a la Jarrera, pero cruzando los prados en vez de ir por el
camino de Peguerinos… la de veces que habré hecho yo ese camino a lomos de una
buena mula o en el borriquillo de Julián… pero, sí, os estaba contando lo de
Matancavera… mi padre lo llamaba el monte de la calavera, pues así se lo había
oído decir a su abuelo, que ya sabéis que era de Urraca, pero venía mucho a
cazar por estos campos... y buenas perdices y conejos que cazaba en ellos… sí,
ya sé, me voy un poco por los cerros de Úbeda, ahora os contaré por qué se
llama así…
Hace ya muchos años vivía, en la calle
Angosta, un matrimonio que era la comidilla de todo el vecindario; Manuel, el
esposo, era un bebedor empedernido y no había noche en que no llegara a casa
tambaleándose, sucio y con ganas de descargar el mal humor que le ocasionaba el
alcohol en su mujer; ésta, que se llamaba Casilda, aguantaba como podía y pedía
a la Virgen, en silencio, todas las noches, que la librase de esa carga.
Una mañana, que se afanaba en
arreglar la casa mientras su marido estaba en el campo, oyó la siguiente conversación
a través de la ventana abierta que daba a la calle:
-¡Hija! ¿Te has enterao de lo del
Manuel?
-¡No!, que me voy a enterar… ¿qué ha
sido?
-Pues que la Antonia le ha visto
salir de casa de la Casiana, la viuda, antiayer por la noche…
-No me digas, y… ¿tú crees?
-No voy a creer, si esa pava está más
necesitada…
-Pero, ¿qué dices, chica…? Y, la
Casilda ¿sabe algo?
-Qué va a saber… pero, baja la voz,
que tiene la ventana abierta… no nos vaya a oir…
Y Casilda se enjugó con rabia una
lágrima que la resbalaba por la cara…
-¡Pachasco si os iba a oir…! Si
habéis venido a mi ventana para que yo lo oyera… -se dijo mientras una furia
sorda y negra la iba envolviendo-.
Aquello era demasiado para ella, no
sólo tenía que aguantar a un marido sucio y borracho, sino que, encima, tenía
que compartir su cuerpo con otras mujeres, ¡a saber cuántas!; y no era sólo
eso, no, pues ella ya no le quería… pero la humillación, la vergüenza… las
miradas de las otras mujeres. Y de los otros hombres…
Esa noche, cuando Manuel llegó a
casa, como siempre apestando a alcohol y pidiendo a voces la cena, Casilda le
sonrió y se apresuró a servirle las sopas junto a una jarra de buen vino de
Cebreros.
Al rato la cabeza de Manuel reposaba
encima de la mesa, vencido por los vapores del vino, roncaba ruidosamente con
la boca abierta de la que escapaban hilillos de baba; Casilda le miró con asco
y, a la vez, con alegría; salió al corral y metiéndose en la cuadra tanteó en
la pared hasta dar con lo que buscaba; contempló el hacha sopesándolo con ambas
manos, estaba afilado y listo para su uso…
Tuvo que darle más de cuatro golpes para
separar la cabeza del cuerpo y todo estaba lleno de sangre:
-Más que cuando matas un gorrino
-pensó Casilda-.
Tapó la cabeza con un trapo y
armándose de valor cogió el cadáver por los pies y lo llevó arrastrando hasta
el corral; tendría que echar barro nuevo en el piso para tapar toda aquella
sangre que había en el suelo; pero aquello no era cosa que la amilanase, estaba
acostumbrada a trabajar mucho y duro; su vida no había sido nunca un camino de
rosas.
Una vez en el patio siguió
descuartizando el cuerpo con el hacha y, cuando acabó, fue metiendo todo en dos
sacos; aparejó al burro y le echó encima los sacos; luego se asomó a la puerta
del corral, era noche cerrada y no se veía ni un alma; un poco temerosa tiró de
las riendas del asno y paso a paso salieron del pueblo por el camino de
Villacastín; tiraría los restos por La Fresneda y allí se confundirían con los
de cualquier animal muerto, en un día los buitres y las alimañas darían buena
cuenta de ellos y sólo quedarían los huesos… y los huesos no hablan, se dijo.
La cabeza era otro problema, pero
enseguida pensó en un huertecillo que tenía pasado el Valle, a la izquierda del
camino de la Virgen, junto al arroyo que bajaba de La Jarrera; allí la
arrojaría al pozo que Manuel excavó hace ya muchos años, cuando aún no se había
dado a la bebida y se podía decir que eran más o menos felices…
Y así lo hizo al día siguiente,
montada en su burro, fue al huerto como hacía tantas veces, ya que Manuel cada
vez se dedicaba menos a cuidar de sus cosas, y una vez allí arrojó la cabeza,
metida en un saquete con piedras al fondo, quedándose a oir el chapoteo del agua;
entonces sonrió para sí misma, todo había acabado; ahora vendría otro problema,
le preguntarían, querrían saber qué había pasado con Manuel, dónde estaba…
Efectivamente eso sucedió:
-¿Dónde anda el Manuel que hoy no ha
venío a la taberna?
-¿Y tu marío, que no se le ve por el
campo?
-¿Ande está el Manuel, tá malo?
-No sé, anoche no volvió a casa;
estará por ahí bebiendo –contestaba Casilda-.
Pero pasaban los días y de Manuel
nunca más se supo… nadie lo volvió a ver y por más que indagaron o que
intentaron sonsacar de Casilda, nada sabían de su final, de si estaba vivo o si
estaba muerto; si había marchado a otras tierras o si alguien lo había
asesinado y había hecho desaparecer su cuerpo… nada; el único cambio que se
produjo fue que Casilda estaba más alegre, más sana, más guapa… como si la vida
hubiese vuelto a ella y todo le sonriera…
Al año del suceso que os acabo de
relatar, los paisanos que iban o venían por el camino del Cubillo les parecía
oir gemidos cuando se disponían a subir aquella cuesta que ellos llamaban de
las Arenillas; al principio no hacían caso, alguna alimaña o el silbido del viento, decían… pero también
les parecía oírlo cuando los hojas de los árboles no se movían y por más que
miraban no veían cual podía ser la causa… cuando caía la noche no se atrevían a
ir solos por aquellos parajes y sólo la absoluta necesidad les podía a empujar
a ir por allí.
Casilda oyó de aquellos lamentos y
enseguida ató cabos de cual podía ser la causa, por lo que, pretextando una
enfermedad de su madre, que vivía por Guadalajara, marchó del pueblo después de
vender las pocas tierras que tenía, además de la casa y del huerto.
-Nada me ata ya aquí, -decía a los
vecinos-; sin Manuel esto no es lo mismo y mi madre me necesita; ya está mu
mayor y sólo me tiene a mí.
Cuando el nuevo dueño del huerto fue
a ver su reciente adquisición, comprobó que los gemidos que se oían cuando se
iba por el camino eran allí más audibles y que, a poco que escuchó, procedían
del pozo.
No podía ser que nadie hubiera caído
en él, era mucho tiempo para que estuviera vivo.
Con ayuda de su hijo mayor decidió
investigar y atado a una buena cuerda descendió por el pozo para ver qué es lo
que producía aquellos lúgubres sonidos. El pozo no era muy profundo, tres o
cuatro metros, pues allí manaba el agua enseguida, y tanteando a la luz de un
candil vislumbró un saquete ya muy estropeado, lo cogió y comprobó que había
algo pesado en su interior; sin pensarlo más lo ató a la cuerda para que su
hijo lo izase y luego subió él.
Intrigados y excitados procedieron a
abrir el talego y cual no fue su horror y sorpresa cuando encontraron dentro
una cabeza humana, casi ya sólo una monda calavera.
No tuvieron que dar muchas vueltas…
“blanco y en botella” como se suele decir, sólo podía ser de una persona.
Y así empezó a llamarse aquel lugar,
el sitio de la calavera: ¡Matancavera!.”
Cuando mi abuela acabó, mis hermanos
y yo nos miramos aterrorizados, con ese gustillo que da el miedo en compañía;
mientras, ella, sonreía para sí tras sus gafas a la vez que acababa con la
labor y se levantaba para recoger la ropa.
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