Hay un lugar en Aldeavieja, mediado
el camino de arriba del Cubillo, que se conoce bajo el nombre de Matancavera;
hace ya muchos años, antes de que se asfaltase, había allí una cuesta llena de
piedras y de hondas torrenteras creadas por el agua de las tormentas que hacía
muy difícil su tránsito para los carros y carretas que se veían obligados a ir
por aquel camino; camino que sólo se arreglaba someramente cuando se acercaba
la festividad de la Virgen, rellenando de tierra y piedras aquellos socavones;
al comienzo de la bajada había una fuente, un manantial, del cual brotaba un
agua transparente y fresca que aliviaba el cansancio de los que tenían que
subir aquella cuesta y abajo, el camino se convertía en un arenal en el cual se
hundían profundamente las ruedas.
Todos recordaréis, si habéis ido en
bicicleta por aquel camino y en aquellos tiempos, cuando al acabar de bajar la
cuesta, las ruedas se hundían profundamente en la arena y la bici se frenaba
abruptamente, acabando muchas veces en el suelo o saliendo disparado por encima
del manillar… ¡cuántas veces nos habremos caído y cuántas no nos habremos
levantado con las rodillas sangrando!
El día de la romería iban los carros
traqueteando por el camino, dejando a su paso una nube de polvo seco y áspero
que abrasaba la garganta y al llegar a la cuesta, el paso de las mulas o de los
bueyes se hacía más calmo, la gente se bajaba y bueno era el día que alguna
rueda no se rompía o algún carro no volcaba.
En fin, eran otros tiempos, más
tranquilos pero también más trabajosos.
Todo esto venía a cuento para
rememorar el por qué del nombre que lleva esa zona, pues así se denomina no
sólo la cuesta, sino también el terreno que queda a la izquierda del camino,
una vez pasado el Valle.
Yo he oído dos historias distintas
referentes al tema: una es que viene de “matanza vera”, que antiguamente se
escribía “matança vera”, matanza verdadera y la otra que viene de “mata cavera”
cavera es como antiguamente se abreviaba calavera y mata quería decir monte,
con lo que tendríamos “mata o monte de la calavera”.
Mi tío Federico, que se crió de niño
en Aldeavieja y luego fue médico en Zarzuela del Monte y en Las Vegas de
Matute, nos contaba, al amor de la lumbre baja, la siguiente historia:
“No
sé si os habré relatado alguna vez la historia de Matancavera, ya sabéis, la
cuesta que está a medio camino de la ermita de la Virgen; fue en 1837, o eso me
contó mi abuelo, en ese año los carlistas decidieron marchar desde el norte a
Madrid y al frente de ellos se puso el que ellos llamaban rey, que era el
infante don Carlos, un hermano de Fernando VII; con un gran ejército fue
desplazándose por Cataluña,, Castellón y Aragón, hasta llegar a las alturas de
Arganda en el mes de septiembre, desde las que divisaron Madrid; creían que les
sería fácil avanzar y conquistar la capital, con lo cual don Carlos sería
coronado rey de España, en vez de su sobrina, Isabel II; pero le llegaron
noticias de que el general Espartero le pisaba los talones al frente de una
tropa numerosísima y, asustado, mandó dar la vuelta para no tener que
enfrentarse a las tropas enemigas; aquel gesto fue su perdición pues, en
seguida, vieron las avanzadillas del ejército enemigo con lo que sus fieles se
dispersaron a fin de poder llegar, con las menos bajas posibles, a sus
cuarteles de Navarra y Guipuzcoa.
Una de las divisiones de infantería,
que procedía de la provincia de Burgos, pues también había carlistas
castellanos, decidieron partir hacia la sierra de Guadarrama para así llegar a
su destino sin toparse con el enemigo, aunque para ello tuvieran que dar un
gran rodeo ya que Somosierra estaba ocupada por fuertes contingentes de
caballería isabelina; y así lo hicieron; a finales de ese mes cruzaron el
Puerto del León en una noche sin luna, con una lluvia incesante y abundante que
les impedía orientarse correctamente; tanto fue así que aquella división se
desperdigó totalmente, atomizándose en pequeños grupos de veinte o treinta
soldados, los que formaban cada pelotón más o menos, que seguían a sus
sargentos a donde éstos buenamente pudieran guiarles.
Al amanecer uno de estos grupos se
situaba en las inmediaciones de las Navas de San Antonio, totalmente
desconectados de la fuerza principal y de sus mandos y sin saber dónde se
encontraban exactamente.
Aquellos hombres, completamente
calados por la intensa lluvia que habían soportado toda la noche, cansados,
hambrientos, aplastados bajo el peso de todo el equipo de combate que tenían
que llevar, sólo deseaban encontrar un lugar donde descansar y recobrar
fuerzas; no podían aventurarse a que les vieran los del pueblo, por la
posibilidad de que avisasen a tropas gubernamentales, así que, campo a través,
llegaron a un encerradero de los que había por la Dehesa de los Alijares y allí
se metieron a intentar reponer las fuerzas.
Desde allí, a una distancia de media
legua, divisaban la ermita del Cubillo y, más lejos, sobre otro cerro, la de
San Cristóbal; no sabiendo con exactitud dónde se encontraban, decidieron
aproximarse a la primera y ver si el santero, si lo había, les encaminaba en la
buena dirección.
Con grandes precauciones, una vez que
se hubieron repuesto, se fueron acercando hacia la ermita de la Virgen; lo que
no sabían es que, al salir del encerradero, habían sido vistos por uno de los
pastores de la dehesa que, al ver tantos hombres de armas tocados con las
características boinas rojas, corrió a la cercana población de Villacastín a
dar la voz de alarma.
Casualmente se encontraba en dicha
localidad un destacamento de dragones que, desde Valladolid, iba camino a
Segovia para reforzar la guarnición de la ciudad a causa de la cercanía de las
tropas carlistas; avisados por las autoridades de la villa de la posible
existencia de un pequeño grupo de tropas enemigas en las cercanías, se decidió
ir de descubierta e impedir cualquier acción que estas pudieran realizar. A
poco la tropa estaba montada y guiados por un lugareño se dirigieron hacia la
ermita de la Virgen, ya que en esa dirección se les había visto ir.
Mientras, los soldados carlistas
habían estado hablando con el santero de la ermita, que les informó de dónde
estaban y cual podía ser su camino si querían volver a sus tierras; pero
aquellos, desesperados por encontrarse en tan alejado lugar y rodeados de
gentes que no defendían lo mismo que ellos, dieron rienda suelta a su
nerviosismo y, después de matar al hombre que les había auxiliado, se
apoderaron de todo cuanto les parecía que tuviera algún valor, sin tener en
cuenta si eran objetos sagrados o no; después decidieron acercarse al cercano
pueblo, del que les había informado el santero que no tenía ningún tipo de
defensa y adueñándose de él, conseguir monturas para poder huir más rápidamente
hacía sus hogares.
A poco de irse del lugar, llegó el
pelotón de caballería cristino y después de comprobar que los carlistas habían
pasado por allí y los destrozos que habían ocasionado, pusieron al galope sus
monturas para darles caza antes de que llegaran a Aldeavieja.
Y, sí, efectivamente, les dieron
alcance cuando empezaban a subir esa cuesta; los saqueadores, pues habían
dejado de ser soldados para convertirse en eso, intentaron hacer frente a la
caballería pero a las primeras de cambio se dieron cuenta de su inferioridad y
decidieron desperdigarse por aquellos campos, pensando en llegar al bosque de
robles que se vislumbraba en lo alto de la cuesta donde les sería más fácil
defenderse o huir.
No lo consiguieron, sus cuerpos
quedaron allí tendidos, destrozados por los sables de la caballería.
Desde entonces aquel lugar quedó con
ese nombre: Matancavera; para recordar el sitio donde se produjo una matanza
verdadera”.
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