29 de diciembre de 2021

La misa del gallo (cuento)

 

     Sólo se oía el silbar del viento metiéndose entre las maderas mal encajadas de las ventanas; se apartó de ellas, fuera todo era oscuridad, una noche sin luna o, tal vez, una luna oculta tras las nubes; ¿qué mismo daba si no se veía nada?; se acercó al fuego que chisporroteaba alegremente en el hogar, se calentó las manos acercándolas a las llamas, ese era su único placer; alzó la vista… también por el tiro de la chimenea se oía el largo lamento del aire como cuando te acercas una caña a los labios y emites ese quejido largo y armónico que se desplaza a través de valles y cerros.

     Se sentó en la butaca frailera y miró fijamente la danza de las llamas, le atraían sus cambiantes formas, sus reflejos azules, verdosos, rojos, dependiendo de la parte de la madera que se quemaba y luego paseó la vista a su alrededor… el fuego iluminaba los basares que, sujetos a las paredes, mostraban su carga de platos, jarras, vasos y bandejas;

     Las paredes enjalbegadas mostraban sombras extrañas, caprichosas, siguiendo el baile enloquecido de las luces que surgían de las brasas…

     De pronto se quedó quieto, algo más se oía por encima, o detrás, del ulular del viento; era otro lamento, esta vez más nítido y quizás más potente, o más salvaje; sí, le era muy familiar, era el largo y vibrante aullido del lobo llamando a sus iguales, reuniéndoles para la cacería, para la cabalgada hacia las casas donde habitaban los hombres, hacia la aldea, hacia su casa y las de sus vecinos… hacia su comida; era la llamada del hambre y de la lucha y aquel sonido, tan temido u odiado por algunos a él le atraía, a la vez que le recordaba momentos, quizás los únicos, en que se había sentido realmente vivo.

     Se acercó, de nuevo, a la ventana… no esperaba ver nada, por supuesto, pero le pareció que el viento silbaba con menos fuerza y que la ventisca amainaba; de pronto, un sonido, que no por ser familiar dejó de sorprenderle, le llegó nítido y vibrante: era el sonido de la campana de la iglesia llamando a la misa del gallo, esa ceremonia típica de la Nochebuena a la que tantas veces había acudido en compañía de sus padres, cuando era un niño… ¡tam, tam, tam….! era el primer toque, la primera llamada para que los vecinos se fueran preparando para acudir al templo; ¡cuántos recuerdos!, unos buenos, otros no tanto, acudieron a su mente mientras oía aquellos toques metálicos y poderosos.

     ¿Y si esta noche fuera a la iglesia? ¿y si se acercara a oir aquella misa del gallo? Quizás, sólo quizás, podría volver a ser todo como antes… salir de aquella angustia que le atenazaba día a día, perder aquella soledad que le sumergía en aquella pesadilla en la que se había convertido su vida desde aquello…

     Se sentó en la butaca pensativo, no tenía muy claro qué hacer, cual sería la mejor opción: ¿ir? ¿quedarse?; fijó la mirada en el fuego, el baile de las llamas le atraía con sus ondulaciones, la madera chisporroteaba mientras se consumía y, cerrando los ojos, retrocedió a aquellos días de su infancia, aquellas noches de Navidad en que su madre se afanaba ante la cocina para poder darles una cena especial, algo distinto a lo que comían el resto del año, sus manos amasaban sin parar preparando lo que después serían empanadas rellenas o pelaban verduras que después se convertirían en el bocado más exquisito que nunca habrían probado… su padre, mientras, disponía, en una de las mesas, las figurillas de un Belén rodeadas de musgos, piedras y un riachuelo que llevaba agua de verdad…

     ¿Qué conseguía recordando aquellos momentos?, por un instante se quedó con la mirada fija en el techo; sobre las vigas de madera las sombras que las llamas reflejaban bailaban formando figuras que, a veces, le parecían formas obscenas ocupadas en el más descarado de los espectáculos…

     Las campanas volvieron a tocar: ¡tam, tam…!, ¡tam, tam…!; era la segunda llamada, pronto serían las doce y empezaría la ceremonia; se levantó acercándose a la ventana… nada se veía, nada; su casa estaba en un extremo de la aldea y raro tenía que ser el que viera los reflejos de los faroles de los vecinos mostrando el camino hacia la iglesia; ¡sí, iría!.

     Descolgó del perchero su viejo gabán, la bufanda de gruesa lana y el sombrero de fieltro; comprobó que los guantes estaban en los bolsillos y empuñando uno de los bastones que descansaban junto a la puerta descorrió los cerrojos que le separaban del exterior.

     Fuera la oscuridad era total, pero eso no le impedía saber por dónde iba; hacía un frío que intentaba meterse en su cuerpo y el sonido de la nieve cuando era pisada por sus fuertes botas le daban la impresión de encontrarse en alguna vasta llanura helada con destino a ningún sitio.

     A ambos lados le parecía percibir las negras moles de las casas, pero de ninguna de ellas salía el más mínimo resquicio de luz, ni el más leve sonido; le vinieron a la mente aquellas noches, tan frías y oscuras como ésta, en la que bien abrigados, seguían el tenue resplandor del farolillo que portaba el padre, en fila india, uno tras otro, con la madre detrás de todos, dirigiéndose hacia la plaza y llamando con risas y canciones a los otros vecinos que se les iban agregando por el camino.

     Nadie en el camino, sólo la blanca compañía de la nieve, que impedía la total oscuridad y el canto del viento al soplar entre los tejados y las chimeneas; ni una sola columna de humo se elevaba por encima de las casas y aquella soledad le iba pesando como si llevara un costal lleno de piedras sobre sus espaldas.

     ¡Por fin!, frente a él se alzaba la masa de la iglesia y en medio de ella, la puerta se veía señalada por la luz que, desde su interior, enmarcaba su silueta; en ese mismo momento las campanas comenzaron a sonar… era el tercer toque, cuando dieran su último tañido el sacerdote saldría de la sacristía y comenzaría la misa… nuestro hombre llegó a la puerta, dentro se oía un murmullo como de gente esperando, pisadas, susurros, alguna vocecilla infantil y el cristalino sonido de las sonajas de la pandereta; un escalofrío recorrió su cuerpo paralizando la mano que  iba a empujar la puerta; aquellos sonidos eran reales, él los oía, había luz, pero… la puerta cedió, al fin, a su empuje, cruzó el umbral, la luz del interior iluminó su rostro, un rostro que poco a poco fue perdiendo el color, los ojos muy abiertos, casi como si fueran a salirse de las órbitas… la nave de la iglesia se mostraba en toda su magnificencia iluminada por cientos de bujías y farolillos, junto al altar mayor un belén grandioso enseñaba el nacimiento de Jesús con figuras de terracota bellamente coloreadas, de la tribuna bajaban las notas del órgano que componían el comienzo de uno de los más conocidos villancicos y, en los bancos, en los reclinatorios, sobre los ruedos de esparto esparcidos por el suelo, las osamentas de los que fueron vecinos del pueblo atendían a la salida de otro esqueleto que, vestido de sobrepelliz y casulla, salía de la sacristía camino del altar…

     Apenas volvieron sus vacías calaveras cuando se oyó, sobre las piedras de la entrada, el sonido de un cuerpo que caía golpeándose contra el suelo. Sólo entonces, cuando dejó de latir su corazón, aquellos seres, si se les puede llamar así, fueron recogiendo sus enseres y fueron desapareciendo; uno tras otro, como absorbidos por el suelo iban ocupando las huesas que había debajo de las lápidas que formaban el pavimento del templo; todo esto se iba desarrollando ante la presencia del esqueleto que permanecía de pie ante el altar, como testigo o notario de cuanto allí ocurría; cuando la última de aquellas almas desapareció se vio cómo aquella calavera entreabría sus mandíbulas y, a la vez que también se esfumaba, se escuchaban unas palabras que eran como el punto final de aquella historia: ¡consumatum est!

6 de diciembre de 2021

Antonio

 

Se estaba bien en aquel refugio, calentito, seco, después de haber comido… no había nada como, una vez terminada la jornada, echarse y descansar. Antonio estaba un poco más allá, junto al fuego, calentándose las manos y tallando, siempre tallando en sus ratos libres; estuve un rato junto a él, mirándole trabajar, pero… había sido un día muy largo y me apetecía más cerrar los ojos y dormitar; digo dormitar porque nunca te duermes del todo, siempre estás atento, cualquier ruido anormal te hace abrir un ojo y mirar si todo sigue igual, si todos siguen dormidos, tranquilos; en fin, es mi trabajo, hacer que todo vaya bien, que todo esté como tiene que estar: cada uno en su sitio y yo allí, vigilando, cuidando o durmiendo, como voy a hacer dentro de un rato, cuando deje de dar vueltas en la cabeza a las cosas  que han pasado hoy, o ayer, sopesar si todo lo hice bien, si hice lo que se esperaba que hiciera, ¡en fin!, esas cosas que nos pasan a todos cuando la jornada ha sido larga y tienes los pies, y el alma, cansados.



Antonio me mira y sonríe, es como si supiera qué estoy pensando con sólo echarme un vistazo, ¡nunca pensé que fuera tan transparente!, pero es cierto que casi siempre sabe lo que estoy cocinando en la cabeza; también a mí me pasa eso con él; le miro a los ojos y enseguida sé si ya es la hora, o si nos vamos a parar o… cualquier cosa que debamos de hacer; es lo que tiene el llevar tanto tiempo juntos.

¿Cuánto tiempo?, no sé, es difícil calcularlo cuando los días pasan y pasan unos iguales a otros, a ayer, a anteayer y, además, sabes que mañana es muy probable que sea un poco como hoy; sí, quizás en otro sitio, con otro paisaje, pero… lo que vamos a hacer va a ser casi una repetición de hoy; ¡en fin!, ¡así es la vida!

Míralo, ahora se va a poner a fumar; sacará esa vieja petaca de cuero… creo que un día me dijo que había sido de su padre; sí, creo que dijo eso; bueno, luego sacará el librillo de papel, lo mantendrá abarquillado entre los dedos y, con un golpecito de muñeca dejará caer las hebras de tabaco dentro… lo enrollará con habilidad y se lo acercará a los labios para humedecer el borde y cerrarlo apretando suavemente; después cerrará un poquito los extremos y se lo colgará de la boca; siempre hace eso, como un ritual; meterá las manos en la bolsa y sacará un mechero de esos que tienen una rueda que, al girarla, sacará chispas de una piedra pequeña, prenderá en la mecha amarilla con una franja roja, soplará en ella para que se avive bien y acercará la punta del cigarro a la vez que aspira para que se encienda y penetre el humo en sus pulmones… después mirará fijo delante suyo, como si viera algo, aunque sé que en esos momentos no ve nada, y expulsará una nube de humo por la nariz que tapará por un momento su cara… es curioso cómo me gusta verle hacer eso, sé que él se siente bien, le gusta y… si a él le gusta no tiene por qué disgustarme a mí.

Todo esto me hace recordar a mi madre, ella trabajó en esto también y me enseñó todos los trucos que hay que saber para ser bueno en lo que hacemos; creo que conoció a Antonio en algún momento, aunque de eso no estoy totalmente seguro; yo la acompañaba mientras hacía su tarea y me fijaba bien; ahora esto, luego lo otro… ahora esperas, ahora corres… cuidado con esas piedras, vigila esas matas… nunca sabes lo que puedes encontrar, aunque a veces sí, sí lo sabes, un movimiento, un olor… si hay peligro lo sientes y, sin querer, te pones en guardia; en fin, ¿para qué os voy a aburrir con estas cosas?; el caso es que así aprendí lo más básico, luego, como todos, hasta que no te quedas solo y no tienes a quien seguir, a quien preguntar, hasta ese momento no aprendes de verdad y luego, pues ya se sabe, pasa un día, y otro día, y así vas aprendiendo, convirtiéndote en más sabio, más fuerte, más atento…

Antonio se va a dormir, le estoy viendo, bosteza y los ojos se le cierran sin querer; no importa, él puede descansar tranquilo, hemos hecho una buena jornada y todo ha sido como debiera; ahora… ya sólo queda descansar, nada va a romper esta tranquilidad, este sosiego… si pasara algo… ya lo solventaría yo.

Bueno… yo también echaré una cabezadita, me arrimaré a Blanquita y así se me templará un poco el cuerpo, ¡tiene una lana tan amorosa…! De todas maneras sé que mis orejas me indicarán cualquier ruido fuera de lo normal y mi olfato me señalará la cercanía de cualquier intruso, podremos dormir todos tranquilos… mañana será otro día y nos esperan vastas praderas verdes como esmeraldas o, por lo menos, eso decía siempre mi madre antes de dormir.

Buenas noches ovejitas… buenas noches Antonio,

28 de noviembre de 2021

"Prosa y Verso"

 Lo que hoy os traigo es un “artículo” aparecido en la revista abulense “Prosa y Verso”, (subtitulado como periódico literario, de aparición semanal) del sábado 7 de septiembre de 1907. “Prosa y Verso” era una gacetilla editada y compuesta por los jóvenes literatos de la ciudad para dar rienda suelta a su ingenio, sin mayores pretensiones. Apareció en 1903 y luego tuvo una pausa, a la muerte de sus fundadores, para tener una pequeña continuación (medio año) en 1907. Tenían la Redacción y la Administración en la calle de Pedro de Lagasca, 7, cerca del Mercado Chico.

Este artículo, titulado “Caballería Rusticana”, de Federico P. Olarría, narra el encuentro entre dos enamorados en el que se utilizan los nombres de las localidades de la provincia para sustituir las palabras adecuadas, haciendo gala de un ingenio muy del gusto de la época y que, a veces, es un poco/mucho forzado.

Nuestro pueblo, Aldeavieja, aparece en la tercera línea del escrito; espero que os haga pasar un rato entretenido.

 


 Caballería rusticana

 

Dejó atrás los Encinares, las Umbrías y pavorosas Cuevas del Valle, y Alamedilla arriba, el buen Pedro Bernardo llegó á prima noche a la Aldehuela de miserables Casillas de adobes, una Aldeaseca, una Aldeavieja y casi despoblada.

Todos conocéis a Pedro Bernardo, el zafio hijo de Gutierre-Muñoz, mozo fornido, de Crespos cabellos y labio y carrillos completamente Rasueros.

Llegado que hubo a La Torre señorial de Dongimeno, penetró en el amplio zaguán, cruzó el patio alegre de espeso Parral, subió tres escalones, torció a la derecha, luego a la izquierda; y —¡Dios té guarde. Mari-Pepa!—dijo entrando en la cocina como su tocayo, (sin Bernardo), por su casa.

Bajo la campana del hogar, entre pucheros y cazuelas, majando en un morteruelo, Mari- Pepa aderezaba la cena de sus amos. ¡San Esteban de Zapardiel y qué moza la tal Mari-Pepa! A pesar de su Mediana estatura, de su crucero de colorines, de sus cuarenta refajos, del sofoco de la lumbre, de sus manos Escara-bajosas, y de sus dedos Tiñosillos, imponía su belleza bárbara de las que quitan el hipo, como suele decir la gente de poca educación. ¡Qué frente la suya más Alba de Tormes! ¡Qué Ojos-Albos más Serranillos! ¡Qué Garganta del Villar! ¡Y luego aquel Hoyorredondo de su barbilla!... Sin ofensa para nadie afirmo y sostengo que Mari-Pepa era un Pimpollar (San Martin del), la moza más Bonilla de la Sierra, la flor de las Flores de Avila, ¡qué digo de Avila!, La flor de Castilla (Plato del día para mañana: Bocaditos de Viena. Como siempre.)

Al verse mozo y moza se dispararon en una gran risada.

-Chica, ¿qué te haces?

-Ya lo ves, Guisando, ¿A qué has venio?

-¿Me das Candeleda?—preguntó Perico sacando de la faja tabaco de Avéinte.

-Enciende en el El Hornillo.

-Pues he venio... porque sabía que estabas sola y no vivo sin verte.

-Mal hecho. Dongimeno y el señorito Diego Alvaro ya no pueden tardar. ¡Miá que si te ven!... De pensalo me da El Tiemblo.

-Que nos vean. Me importa una Avellaneda. Tú ya eres cosa mía. Nos casamos el domingo. Deseando estoy que nos echen las bendiciones Padiernos enseguida de aquí, no sin antes decirles:doña Mencia, señores míos ¡Cebreros de verles güenos!»

-Ya, ya... ¡Qué roñicas! ¡Ni un mal refajo de bayeta!...

-¡Buen par de Gabilanes! Estos señores Grandes se comportan a veces como Herreros de Cuso. En cambio miá tu primo qué reló ma regalao.

-Mengamuñóz... ¡Qué majo! Pedro Rodríguez es mu bueno; el Poveda lo que puede.

-¡Que aprendan los amos!

-¡Los amos!... ¡Cuántas veces Dongimeno se habrá sentao en ese poyo como tú a La Horcajada, pa decirme campanudo, mirándome con las dos Cabezas de Alambre de sus ojillos, que eran los míos un Madrigal de las Altas Torres.

-Miren el Papatrigo! Me tien más quemao esos dos Grajos que a un San Lorenzo.

-Pues aluego cuando se iba el uno, entraba el otro pa hablarme del Arenal de la vida dura y Espinosa de los Caballeros... ¡Y cómo miraba con aquel ojo reventón que se le sale de la Orbita!

-De la órbita, Mari-Pepa,

-Bueno, déjate de parlerías y vete ya, por San Juan del Molinillo... ¡Si te sienten arriba!...

-Me iré, me voy... Pero antes dame un beso.

-¿Un beso? ¡Avila María Purísima!

-¿Te asustas?

-¡Ja, ja! ¡Deja que me Mingorria!

-¿No quieres? Pero, Hija de Dios, si ya somos; vamos al decir, como marido y mujer.

-Pues cuando lo seamos, sin vamos al decir.

-¡To Maello ha de ser!

-Paciencia hasta que sea. No hagas El Oso. Más malo eres que Marlin. Vete, Zarza de aquí.

-Pero, ¿por qué no has de querer darme un beso'?

Velayos!

-Uno na más, gitana.

-Niharranca. Arévalo de ahí, ¡que te doy con El Fresno!...

—Uno na más, morenucha.

-¡Barraco!... digo... ¡borrico! Si te acercas Piedrahitabla te van a la cabeza,—gritó la serrana zahareña mirándole con ojos Brabos.

-Está bien, mujer... No te subas a La Parra. Perdono el Bohoyo por el coscorrón. ¡Pero te aseguro que cuando nos casemos!... cuando nos casemos, en nuestra Casasola, en nuestra Casavieja, hemos de vivir como dos Tortóles, y más besos he de darte que Arenas de San Pedro tiene el mar.

-¡Que hables siempre como el buey, pa decir ¡Mu!... ñogalindo! Si no te Langas, á La Carrera te doy con El Losar. Aquí estás de Salobral.

-¡Y decías de los amos!... ¡Tú sí que eres roñica! Paeces Urraca Miguel. ¡Casi estoy por no casarme!...

-No me extrañaría esa Malpartida de Corneja porque eres de los Tornadizos de Avila.

-Soy pa mi Mari-Pepa de mi Vita. Por ti desprecié a la Maruja. Con ella ni hubiá tenío que Pradosegar, ni que ir al monte a La Serrada; hubiá tenío de Valdecasa, de Valdemo- linos, y Pajares... hasta Palacios de Goda. Todo, sin penas y Sinlabajos.

-Sé que me quies, Penco, y sabes que correspondo. Por eso nos casamos.

-¡Que viva mi serrana! Pa el temporal de la vida no hay Barco como el matrimonio... ¿No te paece?—dijo Pedro Bernardo apurando el cigarro y tirando La Colilla.

-Sí me paece... Anda, ¡veste de una vez por San.....

-Me voy. Antes deja que te ahuela, tomillo salsero.

-¿Qué husmeas, Mironcillo?

-Adiós, gloria pura.

-Salvadios, Pedro Bernardo.

-Mari-Pepa, hasta Mañana.

Y Mari-Pepa entonces a manera de mimo, tuvo un golpe de gracia. Con toda su fuerza, disparó, sobre la cabeza berroqueña de Perico una magnifica Cebolla de dos kilos y cuarterón.

-¡Navacepedilla de Corneja!—aulló Perico tapándose con ambas manos el izquierdo de sus miradores.

Quedáronse los dos petrificados, mirándose como dos bobos, y a un tiempo, con infantiles extremos, soltaron el chorro de su risa campesina, risa que fué creciendo, creciendo, hasta estallar en ruidosa carcajada de satisfacción que retumbó bajo la campaña del hogar con estremecimientos de relincho.

-¡Sanchidrián te acompañe. Mari-Pepa!

-¡San Esteban de los Patos sea contigo, Pedro Bernardo!

 

Federico P. Olarría

19 de noviembre de 2021

Otro cuento de José Zahonero:"El borriquito de Mingorría"

 

No sé si recordaréis que hace tiempo presenté en este bloc un cuento de José Zahonero “El santero de la Virgen del Cubillo”; hoy hago lo mismo pero con otro distinto: “El borriquillo de Mingorría”, aparecido en la revista “Blanco y Negro” el 27 de agosto de 1898. Ya os dije que este escritor era hijo de José Clariso Roque Zahonero de Robles Uzabal, nacido en Aldeavieja, y aquí se encuentran registrados antepasados suyos hasta, por lo menos, 1734 y, aún hoy, el apellido Zahonero se pasea orgullosamente por Aldeavieja; pues bien, estas raíces hicieron que el paisaje y las costumbres de nuestro pueblo aparecieran en numerosos relatos y cuentos suyos, como este.

En Mingorría, pueblo de panaderos, que se halla a no mucha distancia de la ciudad de Ávila; en Mingorría, pueblo de hornos profundos, casi siempre encendidos, que lanzan al espacio negras columnas de humo y exhalan un gratísimo olorcillo de pan caliente, vivían un viejo vendedor de pan y su hija, mozuela de dieciocho años muy floridos.

Señor Pascual, ó tío Moraña, y Gabriela habitaban en las afueras del pueblo. Una covachita ó madriguera con honores de casa, y sólo ésta y un espacio reducidísimo, cercado de piedra y que servía de corral eran los bienes que poseían..... Es decir, hay que hablar de un asno, al cual no sabemos si comprenderle entre las propiedades o si contarle en el número de las personas como la tercera de la familia. Años hace (aún vivía la mujer del tío Pascual) llegó al pueblo un gitano con un asna y un buchecillo. Aquélla se murió a las pocas horas de llegar a Mingorría, y el gitano enfermó de pena; y gracias a la caridad de la madre dé Gabriela, se vio asistido durante la enfermedad y curado, y por esto al despedirse el pobre zíngaro de la buena mujer la dijo con lengua muy ceceante y palabrera:

- “Comarita de mi arma y de miz clisos, ¡premita Dioz que ozté y tooz loz de ozté tengan zalú y güeña monea en ezta bía y dimpuéz ze vean oztéz en laz mezmaz camaritaz de la gloria a la vera de Dioz y de loz angelicoz, porque lo que ozté ha jecho por mí… la va á trae á ozté toaz laz bendisiones der sielo!. No tengo guita ni máz que un queré y un aquél que ziento por ozté de la mucha ley que lai tomao por zaz güenoz proseeres pa conmigo. La burra que ze me murió era una Matusalena, y no lo poía dezimulá eya, por máz que la habían pintao eztaz manoz y retocao mejó que puea dir una vieja de lo mejó der zefiorío de la corte de Madrid, y azina como eztaba iba yo a endirgárzela ar primé pipi que ze babiea dejao pezcá. Aquéya, manque viviera no ze la hubiea dejao á ozté; pero er buche ez máz fino cun prínsipe rial, y como he guipao que á la chavaliya de ozté le jase grasia er angélico, ahí ze lo dejo pa ricuerdo de un hombre agradesío”.

 Esto dijo él gitano, y el buchecillo quedó en la casa y se crió con Gabriela, así como los potros sé crian con los niños en las tiendas de las kabilas del Sahara. En Gabriela fundaban Pascual y su mujer sus esperanzas, pues andando el tiempo se haría moza y podría casar bien y prestar remedio a la pobreza de sus padres; y no menos risueño sería el porvenir cuando el buchecillo se hiciese todo un burro, y entonces Pascual no tendría que alquilar una mula para llevar el pan a la ciudad en los días de mercado

 Corrieron, saltaron, jugaron como dos hermanitos Gabriela y Maruso, que tal nombre dio la muchacha al asnuelo, y así, dulce é insensiblemente, la niña y el borriquillo fueron creciendo. Al año de ocurrir la muerte de la madre de Gabriela, ésta era una moza hecha, pero muy bien hecha, y derecha como el más gallardo pino de Miraflores de la Sierra. Maruso, el buche, era ya un soberbio burro (es decir, soberbio precisamente no; queremos decir que era un burro de valía); y como tío Pascual estaba ya viejo y a Gabriela, según ella decía, “nadie la iba á comer”, aunque pensamos que no sería por falta de gana en los muchos que al verla admiraban la bizarría de la moza, sino que no intentarían comérsela por temor a los buenos puños de la panadera; y en fin, cómo se hacía necesario ganar la vida, Gabriela se encargó de llevar el pan a la ciudad, y era un contento verla entrar por las magníficas puertas de la venerable muralla jinete en el borrico, gallardamente erguida entre los dos anchos serones cargados de las grandes hogazas, y con su blanco cuello y sus hermosos brazos y su rostro lozano despertando más apetito que la sabrosa mercancía que ella importaba a la noble ciudad de los Caballeros.

 Bien abrigada por el invierno, con los recios refajos en la cabeza, iba y venía Gabriela del pueblo a la ciudad con gran rapidez.

 Llevaba Maruso un trote muy vivo e iba despidiendo por sus dilatadas narices nubecillas de vapor del cálido aliento, como si caminara fumando con una pipa en la boca, o más bien como si con el resoplido, la celeridad y el vaho hubiese querido parodiar, a una locomotora. No necesitaba Maruso ni vara ni espolín. Bastábale que Gabriela le hablase. Se entendían. “Arre, Maruso. Pus no te entontas tú por naa, que se diga”, exclamaba Gabriela; o bien: “|Sóo! ¡para, Maruso! Pus no estás tú hoy poco alocao! Lo menos que se te figura es que todos los días vamos a la romería del Cubillo o de feria a la Moraña”.

 Aquel viaje de la ciudad al pueblo y del pueblo a la ciudad, era agradabilísimo en primavera; a Maruso érale dado hartarse de verde, en tanto que Gabriela se detenía a lavar en algún arroyo el pobre hatillo de ropa blanca.

 El burro era listo y astuto cuanto Gabriela algo torpona y terca. jDime con quién andas…!

 La poca civilidad de Gabriela parecía que se la había llevado el asno; ésta, sin querer, se la había transmitido al Maruso, porque Maruso era doctísimo en malicias. Asno de buen pelo gris oscuro, que, como peto, en pecho y panza tenía una franja blanca; avispados ojos, inquieta y significativa cola (que no merece, por lo muy intelectual y expresiva, el grotesco nombre de rabo), y orejas magníficas; no hay otra manera de decirlo, ¡magnificas! amplias y agudas, admirablemente acaracoladas en su base, y muy afiladas en sus puntas; eran sensibles, y habíalas dotado Naturaleza de movilidad tan fácil, que servían para revelar el gozo cómico de igual manera que la emoción dramática.

 Moza y asno vivían alegres.

 Pues bien; un día notó Gabriela que el asno se asustaba demasiado, poco después que no caminaba de prisa ni con la seguridad de costumbre, y al cabo de algún tiempo, cogiendo Gabriela el cuello de Maruso y poniendo su cara frente a frente de la cabeza de su burro, le miró a los ojos y exclamó aterrada:

-Tié dragón! Es el mal que tié: ¡dragón! ¡Tié dragón! Apuesto á que tié dragón.

Diciendo ésto, se echó a llorar, gimoteando con hipo y lamentos recios, con fuerza, que en todo la ponía su robusta naturaleza. ¡Enfermo el burro, sostén de la casa, sostén del pobre viejo...!

-¡Estas sí que son, estas sí que son penas! gritaba Gabriela inconsolable. ¡Pobretico Maruso, ¡puede quedarse ciego¡

 Viole el veterinario, y se encogió de hombros; podía ser que fuera dragón, esa larga nubécilla que aparece a veces en los ojos de las bestias, o podía ser que no fuese dragón, sino que le atacaran cataratas, y entonces no tendría cura.

 De esto no entendía el veterinario.

 Nada dijo Gabriela. Arte se dio buena para ocultar a padre la semiceguera de Maruso; salía de casa, cargaba los serones de hogazas, montaba airosamente, y canta que canta, muy alegre, emprendía el camino, conduciendo con la vara y el ronzal diestramente al asno; pero después tenía que desmontar, la mayor parte de las veces para servir de guía y llevar ella al burro como un lazarillo a un ciego.

Padre llegó a preguntar qué era lo que le acaecía al Maruso, y al saber que éste estaba ya medio cegato, echóse también a llorar, más de desesperación que de pena, y dijo:

-Ya no habrá más sino matarle y sacar lo que nos dieren por el pellejo. Palabras que hicieron que Gabriela se estremeciese de espanto tal, que concibió un pensamiento, y fué el de irse a la ermita del Cubillo, allá en Aldivieja; y en efecto, fuese en un carro de labradores, y llegó á la ermita, postróse ante la linda imagen de la Virgen de los pastores, de los rudos labriegos, de los pobres y humildes.



-¡Virgen mía, da vista al burro! ¡Sabes, soberana Señora, que él es nuestro sostén; sin el burro no podremos vender en la ciudad, no tenemos dineros para mercar otra bestia; padre es viejo, y yo, madre mía, no sabré remediarme!

 Lloró, rezó, y llena de santa fe, de esa dulce confianza que en las almas puras deja la oración, salió de la ermita, tranquila, pero aún con lágrimas en los ojos.

 -Calle, dijo el señor vicario, que se hallaba a la puerta de la ermita. ¡Gabriela la mingorriana! ¿Qué te trae por aquí? ¿está enfermo tu padre?

 Contóle Gabriela al señor vicario lo que la ocurría, y grande fué el asombro de ésta cuando oyó decir al anciano:

-Pues mira, no te apenes. ¿Ciego? Mejor que mejor. Se murió el burro que teníamos; así pues, te merco yo el vuestro para ponerlo en la noria de la huerta, y ya está todo acabado. Con el dinero mercáis otro, y listos.

 ¡Milagro, sí, milagro! Loca de alegría tornóse al pueblo Gabriela, y a los pocos días hallábase el burro en el huertecito del Cubillo. ¡Ah! ¡Pero qué aflicción sintió Gabriela al despedirse de él! Ya atado se hallaba el pobre Maruso a la noria, cuando sintió que a su cuello se prendían los brazos de su amiga. ¡Lástima es que no hubiera podido comprender las palabras que Gabriela le dirigió!

-Maruso, estás ciego, ¡pobrecico! pero te quedas aquí, aquí, para servir a la Virgen, a la misma Virgen, que por nosotros ha hecho un milagro. ¡Servir a la Virgen! ¡Por ella daría los ojos, por ella he hecho una promesa: venir descalza todos los años a la romería!

 Luego, ya lejos de la ermita, camino del pueblo, volvió la cabeza y vio en el huerto al burro, ciego, que daba vueltas y más vueltas a la noria, y sintió la moza una profunda pena, el apenamiento mayor que hasta entonces había sentido.

 -Mia tú; después de todo, asina vivimos los pobres; tira que tira, cegatos y sin salir de lo mesmo-, pensó sin ella hacerse cargo de lo profundo de su pensamiento.