11 de febrero de 2016

Aldeavieja: siglo XX. la Guerra Civil. 3.

          Hay demasiada gente deseosa de escucharle y, lo que es peor, de creerle; los valientes muchachos falangistas que pasean sus uniformes recién planchados, sus correajes de cuero brillantes y sus pistolas al cinto le escuchan asintiendo; han sido demasiado pacientes, hasta ahora no se habían acercado a esa parte de la provincia por “no molestar las operaciones militares”, pero hay que dejar a un lado precauciones e ir a limpiar de rojos y antiespañoles esos pueblos de la sierra.
          La suerte está echada; los camaradas de Valladolid, junto con sus compañeros de Ávila, limpian sus pistolas, recortan sus finos bigotillos, lustran sus botas de montar y después de meterse en el cuerpo unas copas de coñac, se suben a sus coches, esos coches requisados que pertenecieron al alcalde, al gobernador o a esos intelectuales podridos que ya “se han llevado lo suyo” y se dirigen, fiera sonrisa en el rostro, firme el ademán, sin que les tiemble el pulso ante el peligro del enemigo armado de horcates y calzado de abarcas, por la carretera nacional hacia esos pueblos que permiten que vivan entre la gente de bien las alimañas rojas.

          Han llegado a Aldeavieja de madrugada, no quieren que las presas huyan y se encuentren con el nido vacío; han traído listas de los pertenecientes a algún sindicato o algún partido político de izquierdas que han sustraído de las sedes de los mismos en la capital; pero quieren que la gente se moje; van directamente a la casa del alcalde, cuatro ó cinco coches más una camioneta; quince o veinte camaradas, camisa azul, correajes negros, gorrilla cuartelera negra, banderas rojinegras con el yugo y las flechas ondeando a los lados de la cabina del camión; paran ante la puerta y la golpean con el puño cerrado mientras dan grandes voces.
          -¡Abre, camarada!, ¡Han llegado las escuadras del amanecer!.
          Los perros ladran al olor de los extraños y al ruido que los ha despertado; algún vecino tiembla al oir los gritos, pues sabe lo que le puede esperar; está ya levantado, tomando sus sopas en el tazón con café y leche, y, por un momento sus ojos se paran en los de su mujer que le interrogan asustada… él intenta sonreir, como queriendo quitar importancia al asunto, pero no la puede engañar; los dos saben lo que puede pasar y su pensamiento vuela a sus dos hijos, casi recién destetados, que duermen en la alcoba del fondo; hacia allí se dirigen las miradas de los dos… ¡tendría que haber marchado…!, pero… ¿cómo dejar a la mujer y a los chicos solos?. Ya es tarde para lamentarse… la puerta se abre con violencia y unos desconocidos le encañonan con sus fusiles y pistolas, gritando, rompiendo los cántaros que reposan junto a la puerta con las culatas… Benita se echa a llorar mientras intenta agarrarse a él, la mira, la sonríe, va a besarla cuando una mano incivil le golpea en la boca llenándosela de sangre, empujado, golpeado, le hacen subir a la caja del camión, donde ve a tres o cuatro vecinos más, las manos atadas con las mismas cuerdas que utilizan para formar los haces; mira fíjamente su casa, como queriendo grabarla en su memoria… ¡si hubiese podido ver por última vez a sus hijos…!
          -¡Me cago en Dios!, ¡Hijos de puta!, -susurra entre sus dientes partidos, al ver a su mujer agarrada a la puerta para no caer, mientras el camión se aleja del pueblo, en dirección a Ávila.
          El firme bacheado de la carretera los mece en una macabra nana... dejan de ver el pueblo, pasan por delante de la carreterilla que lleva a Blascoeles y de la entrada al caserío de Tabladillo; a la izquierda Silla Jineta, a mitad de la cuesta se paran...
          -¡Abajo!, ¡venga, abajo todos! Que hay trabajo que hacer...
          Los hombres se miran en silencio, la boca reseca, bajan de un salto y se agrupan, juntos, como para darse valor,  debajo de una encina... hay poca luz aún, la sierra cercana no deja ver el sol que, en ese mismo instante, debe de asomar por encima de Siete Picos... tras las encinas unos centenos crecidos comienzan a agostarse... -Habría que haberlos segado ya- piensa más de uno.
          -¡Poneos en fila!, tenemos que veros las caras bien, rojos de mierda...
          Obedecen, ¡qué remedio!, se oye el ruido de los cerrojos de los fusiles; alguno empieza a rezar en silencio, otro siente que la tierra gira, uno más echa un vistazo rápido calculando la distancia a los centenos...
          No hay más tiempo, suena una descarga, los cuerpos caen sobre la tierra rojiza acentuando su color, agujereados por las balas cobardes, una sombra corre, corre... ha podido llegar al campo de cereal y se tira a él de cabeza...
          -¡Allí, allí, en el trigal!, ¡Disparad, disparad, que se escapa!.
          La rabia les ciega mientras vuelven a cargar los Mausers y disparan allí donde creen que se ha metido el campesino; corren y a los pocos metros se dan cuenta de lo inútil de su búsqueda; aquello es una selva intrincada imposible de explorar; de pronto les entra una prisa inexplicable; vuelven corriendo donde los fusilados han caído y disparan de nuevo sobre ellos con saña y miedo... los disparos se habrán oído en el cercano pueblo de Ojos Albos y temen algo... no saben qué... montan rápidos en los vehículos y marchan hacia Ávila con el alma cubierta de una niebla de muerte.
          Ángel oye los motores que se alejan y, con mucha precaución, va saliendo del centeno y se acerca al lugar del crimen... tiene que apoyarse en un árbol para no caer al ver a sus convecinos a sus pies, muertos, cubiertos de sangre, con el miedo y la incomprensión en los ojos muy abiertos...

          Escondiéndose entre los campos no segados, apagando su sed en los manantiales, como un animal, tarda más de dos días en volver al pueblo, lo hace de noche y golpea la puerta de su casa suavemente, con miedo y esperanza a la vez... pasará más de tres años escondido en el sobrao de su propia casa, temiendo cada mañana ser descubierto, casi sin respirar los interminables días en que las tropas franquistas pernoctaban en la aldea; todo el pueblo sabía que estaba allí y todo el pueblo callaba; acabada la guerra comenzó a salir, poco a poco, con precaución... nunca nadie preguntó por él, nadie fue a buscarle, pudo vivir por azar.

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