6 de febrero de 2016

Aldeavieja: siglo XX. La guerra Civil I.

Voy a empezar, ahora, un capítulo dividido en varias entregas, relatando lo que fue la guerra civil en nuestro pueblo; los nombres, excepto los de los personajes históricos, son inventados, pero los hechos son reales y más de uno los habrá oído contar de una manera u otra; mi “versión” es un compendio de libros, periódicos y de la tradición oral trasmitida por mi madre y mis tías, que vivieron gran parte de esos años en el pueblo.


          El 21 de julio de 1936,  a los tres días de comenzar la rebelión militar se formó en Ávila capital una pequeña columna de voluntarios que, al mando del teniente coronel Serrador, se dirigió hacia el Puerto del León a fin de ejecutar los planes del general Mola de facilitar el acercamiento de sus tropas a Madrid y cumplimentar su ocupación; la columna pasó rápidamente por Aldeavieja, sin detenerse, era importante el factor sorpresa y no se podía perder tiempo.


                                                              El coronel Mangada en Navalperal.

          Tres días después otra columna, la del republicano teniente coronel Mangada, llega a la localidad, esta vez por la carretera que, cruzando las sierras, viene de Cebreros y Navalperal de Pinares; ha ocupado Las Navas del Marqués y las dos poblaciones anteriores, eliminando la poca resistencia (puestos de la Guardia Civil) que ha ido encontrando; una caravana de sesenta u ochenta vehículos variopintos serpentea despacio por las curvas de la carretera del campo, una carretera polvorienta, sin asfaltar que, desde Aldeavieja, sube al Puerto de la Cruz de Hierro, cruza la llanura del campo Azalvaro, sube el puerto de Las Lanchas y se dirige a Cebreros y Las Navas del Marqués; al acercarse a Aldeavieja, en una curva amplia sobre el depósito de agua del Arca Madre hay un vehículo que está parado en la cuneta, desde donde están han visto bajar la columna y han parado por precaución, la estrechez de la vía hace peligroso el cruce de dos vehículos y hace imposible dar la vuelta; sus ocupantes permanecen en pie a su lado; es rara la circulación de coches por esas carreteras secundarias, hay pocos y esos pocos o son de gente importante o son coches requisados por los militares de uno u otro bando; la columna pasa a su lado levantando nubes de polvo y saludando con gritos  y puños alzados; las banderas tricolores, rojinegras o solamente rojas, ondean encima de los camiones, desde la cuneta les saludan puño en alto mientras se tapan los ojos para evitar el polvo y el sol que comienza a asomar tras la sierra de Guadarrama; el último camión se para, un grupo de milicianos se baja de un salto y se acerca a ellos en actitud recelosa, arma en mano, junto al coche un hombre de unos cincuenta años y un mozalbete esperan; les saluda con la sonrisa en los labios mientras saca la petaca y les ofrece tabaco, el chico les mira asombrado y algo temeroso a la vista de fusiles y correajes:
          -¡Salud, camaradas! ¿A dónde vais?
          -A la finca del marqués de Peñafuente, a levantar a los aparceros contra los rebeldes.
          -¿Dónde está eso?
          -Allá, tras el puerto, lo habréis visto a la izquierda según subíais... ¿Nos acompañáis?, seguro que al veros no dudarían...
          -No podemos, el camarada Mangada nos lleva a la victoria... ¡Vamos a echar a los fascistas del Alto del León!.
          -Pues suerte, camaradas, espero que lo consigáis...
          Los milicianos, satisfechos, se dan la vuelta y se dirigen al camión, suben a la parte trasera y se despiden, puño en alto y la sonrisa en los labios de los compañeros que dejan en la carretera...
          -¡Salud!, -le gritan levantando los puños y enarbolando los fusiles-.
          -¡Salud!, -contesta el hombre, levantando el brazo en el saludo romano, mientras en su boca se dibuja una mueca de triunfo-.
          -Pero...¡señor conde, la mano... la mano! –grita el muchacho viendo la confusión de su compañero, mientras le tira de los faldones de la chaqueta-.
          No ha hecho falta más... los milicianos se ven burlados, engañados por aquel señorito que ha intentado hacerse pasar por uno de ellos, uno se encara el fusil y se oyen dos detonaciones... dos rosas rojas aparecen en el pecho del señor conde de Añover de Tormes mientras cae de espaldas sobre la tierra apisonada de la carretera... otras balas silban y persiguen al chico que, sin pensarlo dos veces, ha salido disparado por la cuesta que, salpicada de árboles, baja hasta el arroyo donde van a lavar la ropa las mujeres del pueblo; una le alcanza en la pierna derecha, pero se ha salvado... la penumbra que aún anida en la hondonada y la prisa de los milicianos por alcanzar a sus compañeros que continuaron hacia el pueblo, le han valido la vida... una cojera de la que se mostrará orgulloso le acompañará durante los largos años que le quedan de vida, otros no fueron tan afortunados.
          Es la primera víctima que la guerra civil se cobra en Aldeavieja, una víctima fortuita, no buscada; don Juan del Alcázar y Roca de Togores, cincuenta y un años casi recién cumplidos, volvía de su finca de Tabladillo al haber recibido un aviso de que sus jornaleros habían intentado hacerse con las tierras; regresaba a su casa de Ávila pasando por otras de sus propiedades, ya en la carretera de El Espinar, cuando la mala suerte se cruzó por su camino.
          Los disparos se han oído en Aldeavieja y también los campesinos de Villacastín, ocupados en la siega de los campos cercanos a la carretera nacional, los oyen; todos se vuelven y miran en dirección a la Cruz de Hierro, ven la polvareda levantada por los coches y camiones de la columna Mangada que bajan por la carretera, todos se preguntan qué pasará...
          Mientras, la cabeza de la columna ha llegado a la nacional 110; allí, en la unión de las dos carreteras los lugareños están en las eras trillando unos, preparando las parvas otros, todos dejan su trabajo y se acercan a las paredes de piedras a ver pasar a los milicianos, apoyados en las horcas saludan cerrando la mano a los que les saludan así desde los camiones...
          -¡Viva la República!.
          -¡Viva!, ¡Viva!.
          Niños y mujeres se acercan desde la plaza y desde la eras del otro lado de la carretera a ver a los soldados; todos sonríen y agitan las manos saludando; el coche que va en cabeza se para:
          -¿Por dónde se va a Villacastín?.
          Decenas de manos señalan la dirección adecuada.
          -¡Por allí!, ¡Por allí!.
          -¡Gracias!, ¡Salud, camaradas!.
          El vehículo arranca y tuerce a la derecha, en dirección al cercano pueblo de Villacastín, pasan uno tras otro los coches y camiones de la columna... banderas al viento, fusiles levantados, risas, saludos; alguno recordará su paso como el de los gitanos del circo (“los húngaros” los llamaban para distinguirlos de los otros, tratantes de ganado, soldadores, etc...).


                              Milicianos en la carretera de Ávila, junto a la ermita del Cristo de la Luz

          El último camión, el que se quedó rezagado en una curva tras el cerro del Calvario, pasa también, sus ocupantes también saludan, también levantan los puños, pero su sonrisa no es tan franca como la de los que los preceden; detrás dejan un muerto...
          Ninguno sospecha que han sido observados, vigilados desde el alto donde está la fuente de Meamulos, en la separación de los términos de Aldeavieja y Blascoeles; una pequeña fuerza de voluntarios que había salido de Ávila, compuesta de alumnos del Colegio Preparatorio Militar y Guardias Civiles, se ha detenido al ver los vehículos que bajan desde la Cruz de Hierro, les han visto pararse en Aldeavieja, han oído los disparos, oyen cómo se aleja el ruido de los motores, pero ignoran si han dejado centinelas, lo ignoran todo y no quieren arriesgarse, su tentativa de marchar hacia San Rafael ha quedado truncada; el temor a lo desconocido les hace regresar; ellos darán el primer aviso de que una numerosa columna enemiga se ha internado tras sus líneas.
          Entretanto, los vecinos de Aldeavieja que han oído los disparos, una vez que se han asegurado que ha pasado el último camión, marchan carretera arriba a ver qué ha ocurrido; alguno lo presiente, no hacía ni media hora que el dueño de la finca de Tabladillo había pasado en su coche, acompañado por el hijo de uno de sus administradores, en dirección a la finca de El Alamillo; se temen lo peor.
          También en ese momento, desde la casa en que está instalado el único teléfono del pueblo, se llama con urgencia al teléfono que hay en Villacastín, en una pastelería instalada en una de las calles que desembocan en la Plaza Mayor.
          -¡Cuidado!, soldados del Gobierno van para allá.
          Sorprendentemente, y dado que en el pueblo hay, en ese momento, soldados rebeldes, no se da la voz de alarma; sólo unos pocos se enterarán de que una columna de milicianos se dirige hacia ellos; alguno manda a su mujer e hijos hacia la ermita de la Virgen del Cubillo para que se refugien allí hasta que pase lo peor; el miedo hace presa de otros que se marchan a esconder a la cercana Fresneda.
          Mientras, los vecinos de Aldeavieja han llegado al punto de la carretera donde se encuentra el cadáver del conde de Añover junto a su coche, lo cargan encima de una de las caballerías que han traído y dan la vuelta de nuevo hacia el pueblo, otros buscan por los alrededores y llaman a gritos al muchacho que saben que iba en el coche.
          -¡Zagal!, ¡Zagal!
          -¡Chico! ¿Dónde estás?
          El muchacho les oye y sale de detrás de un árbol, la pierna le duele y le sangra.
          -¡Aquí, ayuda, estoy aquí, junto al arroyo…!
          Bajan corriendo y le encuentran apoyado en un tronco, está pálido, asustado… ha visto la muerte y no olvidará nunca su rostro; pero al ver a los campesinos, al sentirse entre los suyos, sonríe y se deja vencer por la tensión, pierde el sentido y es llevado entre dos hombres hasta el pueblo.
          A nadie en el pueblo le gusta lo que ha pasado; hay socialistas y conservadores; retrógrados y exaltados, pero todos sienten la muerte del conde; unos porque cualquier muerte violenta les parece mal, otros por miedo de ser culpados de ella, porque una cosa es gritar contra los señores y otra pegarlos un tiro; otros por amistad. En la casa del médico se hace la cura del chico: una bala le ha partido limpiamente el hueso de la pierna, sólo necesita que se la entablillen y podrá volver a andar; lo del otro no tiene arreglo, el cura le administra las sacramentos a la vez que se llama a Ávila, a la casa del administrador del conde, para comunicar la noticia.

          Este primer contacto de los vecinos con la guerra marca las posiciones y la conducta de casi todos.

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