Este es un cuento que me
relató mi tío Federico, que fue médico en los pueblos de Monterrubio, Otero de
Herreros y Zarzuela del Monte, una noche de primavera, al calor de la lumbre,
en nuestra casa de Aldeavieja; él decía que había sucedido en el segoviano
pueblo de Valdeprados, muy cercano a los nombrados anteriormente, y que a él se
lo había relatado un pastor una tarde de verano, en lo que hacían un alto
durante una jornada de cacería; tengo que aclarar que mi tío era un excelente
cazador y que su maestría con la escopeta sólo era igualada con su ojo clínico
y sus ganas de embromar a todo el mundo, por lo que no puedo hacerme
responsable ni de la veracidad del relato ni de si ocurrió en tal o cual sitio
(alguno de mis hermanos me dijo, una vez, que él se lo había oído contar como
ocurrido en Aldeavieja, y otro de ellos como que sucedió en Ojos Albos, aunque
mi madre terciaba que pasó realmente en Tornadizos, de donde eran él y mi
abuela), pero dejemos ahora esto y vayamos al cuento:
“En el pueblo de Valdeprados había una vez un cura, que tenía a mucha
honra en que decía misa todas las mañanas y rezaba el rosario todas las tardes
y lo demás…
-Misa
por la mañana y rosario por la tarde, y al cura de Valdeprados lo demás… le
tiene sin cuidado.
Y
repetía esto tan ufano en cuanto tenía ocasión o alguien le preguntaba por sus
obligaciones para con el pueblo.
El
caso es que la gente se hartó de aquello, pues el cura no quería saber nada ni
de ayudar a los necesitados, ni de las necesidades de la parroquia, ni nada de
nada que no fuese aquella misa y aquel rosario; y mandaron una comisión para
que hablara con el obispo de Segovia para ver de arreglar aquella situación.
Y,
efectivamente, el obispo llamó al cura a palacio, éste acudió presuroso, con
algo de temor y sin saber el motivo, así que, cuando se encontró en el despacho
del prelado le preguntó:
-¿A
qué soy llamado aquí, eminencia?
Y
el obispo respondió:
-Sus
feligreses no están nada contentos con usted, pues dicen que los tiene
abandonados, no les administra los sacramentos, no los catequiza ni los ayuda
con sus consejos, sólo se dedica a su misa y a su rosario. ¿Tiene algo que
decir?
El
cura bajó la cabeza y no respondió, pues sabía que lo que oía era cierto y no
se le ocurría ninguna excusa que dar de su comportamiento.
-Pues
bien –continuó el obispo, después de esperar en vano a que respondiese algo- le
voy a dar a usted algo en lo que pensar. Si en el término de tres días no me
resuelve el problema que le voy a plantear, le retiraré su licencia y le
suspenderé “a divinis”. ¿Sabe lo que eso significa?.
El
cura asintió con la cabeza mientras un
temblor de miedo le recorría.
-Esta
es la cuestión: me tendrá que contestar a estas tres preguntas: primera, cuánto
pesa la tierra del mundo; segunda, cuánto vale mi persona y tercera, qué pensamiento tengo yo.
Ya puede retirarse.
El
cura de Valdeprados se volvió para su pueblo con el corazón encogido y
angustiado porque no se le ocurría qué podía contestar al obispo.
Cuando
llegó, se encerró en la casa rectoral y, durante dos días, para pasmo de los
aldeanos, no hubo ni misa ni rosario; las comadres se agrupaban a la puerta de
la iglesia y murmuraban entre ellas, haciéndose mil y unas cábalas sobre el
comportamiento del cura; ¿qué le habría dicho el señor obispo?, ¿le habría
prohibido decir misa? ¿le habrían castigado?; mil (o quizás más) conjeturas se
hicieron y se deshicieron, pero nada conseguían adivinar; le preguntaron al ama
y ésta sólo les pudo decir que estaba encerrado en su despacho, al que no
dejaba entrar a nadie y que sólo salía para almorzar cualquier cosa, dejando
los platos casi sin tocar… ¡con el buen apetito que había tenido siempre!
A
la noche del segundo día, salió por fin de su encierro, estaba tan desesperado
que había pensado en irse y abandonarlo todo, casualmente, en ese momento,
volvía el pastor del pueblo que iba encerrando las ovejas en cada casa…
-¿Qué
le pasa a usted, señor cura?; le veo con muy mala cara.
-¡Qué
me va a pasar, Tomás!; que estoy desesperado y si no fuera porque es pecado me
mataría aquí mismo.
-¿Pero,
cómo es ello, señor cura, si a usted todo le tiene sin cuidado y nada le ha
preocupado nunca, salvo su misa y su rosario?
-¡Ahí
está el problema!, pero… ¿qué adelanto yo con contarte lo que me pasa?
-¡Hombre!,
pues hablando se entiende la gente; yo, no es que sea muy listo, pero algo sé,
pues llevo ya muchos años a la espalda y ya sabe lo que se dice: que más sabe
el diablo por viejo que por diablo…
Tanto
insistió que, el cura, se dijo -¿Qué pierdo con contárselo?, por lo menos me
desahogo…-
-Pues
es el caso que como sabrás me mandó llamar el señor obispo, que no le parece
bien que yo sólo me ocupe de mi misa y de mi rosario, y me ha planteado un
problema, y si no lo resuelvo en tres días… me echa del oficio; así que… ¡tú
verás!
-Caso
peliagudo sí que es, en verdad. Y… ¿puede decirme cuál es ese problema que
tanto le abruma, señor cura?
-Pues,
mira… me ha preguntado que cuánto pesa toda la tierra del mundo, cuánto vale su
persona y qué pensamiento tiene él.
El
pastor se echó a reir, mientras el señor cura le miraba con ojos asesinos.
-¿Te
hace gracia mi malaventura, desgraciado?
-No,
¡que va, señor cura!; me rio por verle a usted tan preocupado por una cosa tan
sencilla.
-¿Tan
sencilla?, ¿a ti te parecen sencillas esas preguntas?
-¡No
me lo van a parecer, si son las más simples del mundo!. Mire, vamos a hacer una
cosa, si usted quiere, claro; mañana se hace cargo de las ovejas y yo me pongo
su ropa de cura y voy a ver al señor obispo. Ya verá como lo arreglo todo.
-Pero…¡estás
loco! ¡cómo vas a poder tú, que sólo eres un pastor, poder contestar al señor
obispo!
-¿Sabe
usted otro remedio?
El
cura denegó con la cabeza lleno de impotencia.
-Pues
lo dicho, mañana a las siete vengo para acá, nos cambiamos de ropa, usted coge
mi cayado y mi morral y se va a la dehesa con los rebaños… y yo, me pongo la
sotana, me echo el manteo por los hombros, me pongo la teja en la cabeza y me
voy a la capital a lo del señor obispo.
Y
así lo hicieron, pues el cura pensó que nada peor le podía pasar y si aquel
mendrugo lo solucionaba… ¡pues mira qué bien!
Al
día siguiente, el pastor, vestido de cura, y a lomos de una buena mula llegaba
a la puerta del palacio del obispo y llamó a su despacho.
-Buenos
días, Eminencia, aquí está el cura de Valdeprados para contestar a usted las
preguntas que me hizo el otro día.
-Bueno-
sonrió para sí el obispo- vamos a ver… la primera: ¿Cuánto pesa la tierra del
mundo?
-¡Hombre,
su Ilustrísima!, si me quita usted los cantos… yo se lo dijo en un plis plas.
-Bien,
hombre, bien… has estado muy ingenioso; vamos a por la segunda: ¿Cuánto vale mi
persona?
El
pastor se le quedó mirando como si estuviera valorando sus ropas o su figura y
respondió:
-Vamos
a ver… si por Jesucristo dieron treinta duros de plata… pues usted, que es algo
menos que él, valdrá…. veintinueve duros.
-Muy
bien argumentado, eso ha estado bien; vamos, pues, a por la tercera: ¿Qué
pensamiento tengo yo ahora?
-¡Oh,
eso es lo más fácil de todo, señor obispo!
-¿Tú
crees? –preguntó el obispo un poco mosqueado-
-¡Pues
sí!, mire usted…. Su señoría está pensando que está hablando con el cura de
Valdeprados y, en realidad, está hablando con su pastor.
El
señor obispo se fijó un poco más, se caló las gafas y se quedó pensativo.
-¿Le
ha enviado a usted el señor cura?
-Sí
y no… yo le convencí para que me dejara venir por él.
El
obispo le miró asombrado, impresionado por la agudeza y la rapidez mental de
aquel pastor disfrazado…
-¿No
le gustaría a usted ser el nuevo cura de Valdeprados?
La
historia no nos dice si el pastor aceptó o no; pero sí que cuenta que al
antiguo cura le gustó mucho el oficio de pastor, y el estar todo el día en los
campos con las ovejas, sin pensar en otra cosa; así que escribió una carta al
señor obispo pidiéndole que le permitiera ocuparse de otro tipo de ovejas, que
se le daban mejor que las otras… y también cuenta que, al poco tiempo apareció
por Valdeprados otro cura, que se parecía extrañamente al antiguo pastor y que
andaba siempre hablando con los vecinos después de los oficios divinos y con el
que siempre podían contar si tenían algún problema espiritual… o material.”
hola me encanta tu blog, éste en particular pues estás hablando de mi abuelo Federico.
ResponderEliminarCuando pase esta cuarentena me gustaría contactar contigo, pues somos familia. Soy Encarnita hija de Charo. Un saludo