14 de octubre de 2023

Una historia de fantasmas

 

Hace poco hablábamos en estas páginas de fantasmas; de esa época, en los años setenta, en que se contaba (y se recontaba) que un fantasma (una fantasma, decían algunos) se paseaba por las calles del pueblo, silenciosa, pálida… asustando a cuantos se cruzaban en su camino, y no por lo que hiciera, sino todo lo contrario: por lo que no hacía; la figura, erguida, oscura, no cruzaba su mirada con la tuya (si es que tenía una mirada), todo lo contrario, seguía su marcha sin verte o, por lo menos, sin querer verte; iba por las calles siguiendo una dirección, sin nada que la parase o que la estorbase… los perros se apartaban gimiendo de su camino, no osaban ladrar o enseñar los dientes, reconocían su derrota y, con el rabo entre las patas, huían hacia rincones oscuros donde no llegase la mirada de aquel ser. Los gatos, desde los tejados, se ovillaban como poseídos de un temor sobrenatural y bufaban bajito, casi sin abrir la boca, para que aquel ser no se enterase de su presencia.

Las personas que se cruzaron con ella, o con él, digamos mejor: con ello; confesaron que sintieron un frío gélido que les iba traspasando la piel hasta acomodarse en sus huesos y que sólo huyendo con la cabeza baja, apretando el paso para huir de su cercanía podían volver a sentir el calor en sus miembros.

Esta situación duró semanas, meses tal vez, con intervalos en que el “fantasma” desaparecía y, cuando el pueblo entero creía que se habían librado de él, retornaba, volvía a pasear por las oscuras calles, envuelto en una capa de misterio y miedo que se sentía hasta cuando uno estaba dentro de la casa, creyendo encontrarse al abrigo de todo mal. Su paso frente a la puerta de cualquier casa hacía que, quien se encontrara dentro, notase un hálito frío y un sentimiento de soledad, de tristeza, de…. muerte, que se adueñaba, lentamente de él y que sólo desaparecía, y no del todo, cuando aquella sombra maligna se alejaba.

Pues bien, en una de aquellas noches en que, al calor de la lumbre, la familia se reunía a cenar mientras la televisión desgranaba desganadamente las noticias del día, el cabeza de familia se paró, cuchara en mano, mientras decía:

-Recuerdo que hace muchos años, el abuelo me contó una historia parecida a lo que ahora está ocurriendo en el pueblo…

Todos pararon y se le quedaron mirando, pendientes de sus palabras…

-Entonces, en aquellos tiempos, los abuelos eran considerados como los más sabios de la familia, no en vano habían vivido más años que los demás y sus palabras eran tenidas como la verdad absoluta, así que todo lo que nos contaba era tenido muy en cuenta y no se dudaba de su autenticidad; como os decía, entonces aún no teníamos tele en el pueblo y, después de cenar, nos sentábamos todos alrededor de la lumbre a contarnos lo que nos había deparado el día y a escuchar los viejos cuentos o las extrañas historias que los mayores estaban deseando relatarnos… ¡acabemos de cenar y os contaré lo que el abuelo nos dijo!

Fue la cena más rápida del año, acabado el postre, todos se sentaron alrededor del padre, el cual, dándose importancia, pues era raro el día en que todos le prestaban tanta atención, encendió lentamente un pitillo y comenzó:

-El abuelo contaba que una noche, allá por el mes de mayo, estaba en el bar, en “Casa Pablo”, tomando la última copichuela antes de retirarse a casa, después de una dura jornada preparando la cercana siega de sus tierras…

-¿Ya te vas, Manuel?, aún es pronto, hombre, tómate otra…

-No, que ya voy tarde y se me va a enfadar la jefa…

-¡Anda este!, te tiene firmes… ¿eh?

-También estarías tú así… si tuvieras mujer.

-Y… ¿pa qué la quiero? ¿pa que no me deje ni tomar una copa?

-Yo me tomo las copas que quiero, y ya no quiero más.

-Vale, hombre, vale, no te enfades…

Manuel salió, todavía hacía fresco por las noches, y ya eran cerca de las once; se subió las solapas de la zamarra y echó a andar hacia la plaza.

Estaba muy oscuro, no había luna y la poca luz que salía por las ventanas de las casas apenas alumbraba la calle; se oía ladrar a un perro a lo lejos, hacia la Aceiterilla; al pasar por delante de la calleja que llevaba a la casa de Lucio lanzó una mirada temerosa, nunca le había gustado aquella oscuridad larga y espesa; un gato cruzó a la carrera por delante suyo y no pudo evitar un sobresalto…

-¡Vaya tontería, asustarse por un gato!

Siguió avanzando, ya estaba casi en la plaza cuando sintió pasos detrás suyo…

-Como sea el pesao de Matías, se va a enterar…

Sin pensarlo dos veces se metió en el hueco de la puerta del señor Rufino, era ancho y no le verían, así podría atisbar quien le seguía…

Un bulto oscuro se acercaba por medio de la calle, era alto, grande, caminaba muy erguido y, por su paso firme y pausado, no parecía nadie del pueblo…

Al llegar a su altura se abrió un ventanuco de una casa próxima y un poco de luz se proyectó en la cabeza de aquel ser…

-¡Dios!

Manuel se encogió sobre sí mismo con los ojos muy abiertos, todo fue muy rápido, como un fogonazo, pero lo que vio fue algo que le perseguiría el resto de su vida.

Cuando, después de un buen rato, se tranquilizó y pudo volver a ponerse en camino, le pareció que habían pasado horas y horas, un frío tremendo se había apoderado de sus huesos y apuró el paso, tanto para intentar calentarse como para llegar lo más pronto posible a su casa.

Empujó la puerta y, más que entrar, se arrojó dentro de la sala donde su familia, reunida en torno a la mesa, daba cuenta de una frugal cena.

-¡Manuel, ¿qué te pasa?!

Se sentó pesadamente en una silla mientras sus ojos recorrían como enloquecidos a los presentes; la boca abierta, de la que escapaba un hilillo de saliva, intentando articular unas palabras; sólo un buen rato después pudo balbucear:

-¡No tenía cara!

Al día siguiente todo el pueblo sabía lo que le había pasado a Manuel; bueno, es un decir, se hablaba de que un fantasma le había atacado antes de llegar a casa; de que el fantasma le había perseguido por toda la plaza; de que si era un hombre, de que si era una mujer… de que no sonreía, de que le habló sin palabras; de que Manuel había quedado mudo después de la aparición; de que Manuel estaba tan borracho que no sabía ni lo que había visto… si había visto algo, claro.

La noche siguiente el bar estaba más vacío que nunca, quizás miedo, quizás precaución, el caso es que sólo uno o dos parroquianos se apoyaban en la barra ante un vaso de tinto y los dos vivían muy cerca.

-¿Tú crees que Manuel vio algo raro o es que iba ciego?

-No, no iba ciego, no llevaba más de tres chiquitos; yo sí creo que vio algo.

-Pero…. ¡un fantasma!

-No te digo yo que fuera eso, pero algo raro sí que vio.

Pablo, apoyado en la encimera de zinc, les escuchaba caviloso…

-Hace años pasó algo parecido, me lo contó una vez mi padre; seguro que vosotros recordaréis el caso…

-¿Qué fue ello?

-Más o menos lo mismo de ahora; alguien ve algo, algo anormal, se cruza con ese algo por la calle, lo saluda, no lo conoce y cuando le mira a la cara ve… ve que no tiene cara, que es como un borrón, un manchón gris, como un dibujo borrado del que, en un momento dado, sale un sonido, un intento de decir algo, algo peor que la voz de un animal, ni siquiera un gruñido, y ese alguien echa a correr, asustado, sin mirar atrás; con un frío en el cuerpo, a pesar de que es pleno verano, que le hace pararse en una esquina, aterido, con ganas de vomitar; sudando, a la vez, como si hubiera corrido por todo el pueblo; sin aliento… y que, cuando llega a su casa, tiene la mirada perdida, la cara sin color y dice que no tiene cara… que ha visto a una persona que no tiene cara y se mete en la cama y pasa así dos o tres semanas, y el médico no le encuentra nada raro y cuando, al fin, puede levantarse… se va del pueblo, se va para no volver.

-¿Eso pasó de verdad?

-Parece un cuento de viejas…

-Pero no lo es; ese alguien era mi tío Eulogio, vosotros me habéis oído hablar de él.

Callaron los tres, en la distancia se oyó al reloj de la iglesia que daba las doce.

-Voy a echar el cierre… ¿queréis el último?

-No, déjalo, ya se hace tarde.

Pablo se encogió de hombros y acompañó a los dos vecinos hasta la puerta…

-Mañana será otro día…

-Que durmáis bien…

Apagó la luz y echó el cerrojo a la puerta; con él en la mano se quedó pensativo… recordó la noche en que su padre les contó, a su hermano Emilio y a él, la historia del tío Eulogio, tampoco les pareció muy real, sin embargo… el tío se fue, y no volvió por el pueblo… ¡nunca!; meneó la cabeza con una media sonrisa y, después de echar una mirada en derredor, se dirigió a las habitaciones de atrás, donde Victoria le estaría esperando con la cena preparada.

Se oyó aullar a los perros aquella noche, más que de costumbre; en las casas hacían como que no lo oían, se miraban unos a otros y después agachaban la cabeza ensimismados en alguna tarea personal; se fumó mucho, también, aquella noche y mucha gente que ni siquiera iba a la iglesia, pasó bastantes momentos haciéndose cruces; los gatos desaparecieron de la vista; aquel minino que se calentaba al amor de la lumbre, o que se subía a tus rodillas para adormecerse en tu regazo, no lo veías, aunque le llamases con un plato de restos de pescado o un poquito de leche recién ordeñada; hasta las vacas mugían nerviosas en los establos y las mulas se revolvían inquietas…. fue una mala noche.

Lo curioso es que durante todo el mes siguiente nadie dio cuenta de haberse encontrado con aquel vecino no deseado; al principio se entendía porque muy pocos se atrevían a salir, una vez que se ponía el sol, a la calle; pero la falta de noticias sobre “el fantasma” animó a la gente a recobrar su vida anterior; ya empezaba a hacer calor y el salir a charlar a las puertas de las casas, con la fresca, se hizo mayoritario. También las conversaciones fueron cambiando, los primeros días sólo de hablaba de la aparición, pero esto fue dejando de ser novedad, ¿a quién le importaba ya?, y así, los días pasaban y los chicos jugaban en las calles hasta que sus madres les llamaban para ir a la cama; los mayores hablaban de sus años jóvenes mientras liaban sus cigarrillos de picadura y, como toda la vida, cada uno entretenía las horas como mejor le parecía.

-Esta ronda la pago yo.

-Que sea la última.

-¡Hombre… la última…!

-Mañana hay que madrugar…

-¡Venga, Pablo, sirve esa ronda!

Fuera una hermosa luna llena pintaba luces y sombras en las calles del pueblo; las hojas de los árboles brillaban como de plata y una brisa que bajaba de la sierra refrescaba el ambiente dejando una temperatura muy agradable… un olor a mies trillada llenaba todo…y de vez en cuando, el ulular de una lechuza cortaba el aire.

Ángel bajaba por la calleja del Mediodía en dirección a la iglesia, dejando a su izquierda las eras llenas de haces de centeno y trigo y los montones ya trillados que se alzaban como pequeñas montañas y brillaban, bajo la luna, como oro.

Los cuatro caños dejaban oir la música del agua al caer, ya empezaban a ser menos caudalosos, más abajo el pilón de las vacas también sonaba con un tono más grueso; la masa pétrea de la iglesia se alzaba ante él; echó un vistazo a la veleta que le indicaba que el aire llegaba desde el Campo Azálvaro; al cobijo del Juego de Pelota se paró mientras liaba un pitillo y ahuecaba las manos para intentar encenderlo con un fósforo…

Irguió la cabeza, a la vez que soltaba el humo por la nariz, cuando se quedó quieto, helado… ante él, a menos de un metro, una sombra más oscura que las piedras de la iglesia le cortaba el paso.

-Hola, ¿qué pasó?

La sombra no respondió, sólo alzó una mano, señaló el campanario y, entonces, el reloj empezó a desgranar doce campanadas… una a una, Ángel dejó caer el cigarrillo de sus labios mientras intentaba ver, a través de la oscuridad, la identidad del que estaba frente a él; a cada campanada, aquel ser parecía que aumentaba de tamaño, no, no era eso, es que se le iba acercando y cuando sonó la última… una mano, fría como el invierno, cogió la suya y dejó en ella un papel; entonces se volvió y la luna iluminó, por un instante, su rostro: efectivamente, no tenía rostro, sólo una palidez amarillenta, pareja a la de la luna, ni boca, ni ojos, ni nariz… sólo una especie de máscara emborronada…

Ángel sintió un desfallecimiento que hizo que se le doblaran las rodillas y acabara en el suelo; desde allí vio cómo la aparición se iba alejando, lentamente, hasta perderse tras uno de los grandes olmos que crecían alrededor de la iglesia; entonces, sólo entonces, miró su mano… y la abrió… la luz de la luna iluminaba claramente el papel que tenía en ella y, al alzarla, vio lo que ponía en ella… sus ojos se abrieron, enloquecidos, y su cuerpo dejó de sostenerle.

A la mañana siguiente encontraron su cuerpo tirado al pie del muro del Juego de Pelota. Le encontraron un papel agarrado fuertemente en la mano derecha; no estaba muerto, no, sólo conmocionado; el médico diagnosticó que había sufrido una gran impresión que había causado una pérdida de conocimiento; le recetó reposo y tranquilidad; su mujer decía que por las noches musitaba: “ha llegado mi día, ha llegado mi día…”; el doctor sonrió al escuchar aquello y miró el papel que había sacado de la mano de Ángel, en él se podía leer: “ESTUDIA”…

-El muy tonto ha leído “ES TU DIA”.

Y una carcajada salió de su garganta.

El padre miró en torno suyo con una sonrisa en la cara.

-¿Pues qué os creíais? ¿Qué existía un fantasma de verdad? Fue una broma de algún gracioso que quiso jugársela al inocente de Ángel. Los fantasmas no existen.

-¡Vaya tontería!

-¿Tanto rollo para esto?

Y se fueron marchando, cabizbajos, a sus cuartos, echando una mirada ofendida a su padre que les miraba salir con cara de cachondeo.

Cuando todos se hubieron ido su cara cambió; se acercó a la pequeña estantería que había a su derecha y de una caja antigua de habanos sacó un papel; lo desdobló y leyó: “ES TU DIA” y debajo, casi ilegible, en letra muy pequeña: “morirás”.

¿Los fantasmas no existen?

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