Miércoles, 3 de agosto, a media tarde
llegan tropas desde Ávila, infantes del Primer Batallón de San Quintín, Guardia
Civil, Voluntarios falangistas, vienen al mando del coronel Eladio Velarde y
del capitán Jesús Peñas Gallego, que tiene el mando efectivo, tiene amigos
allí, casi familia, a los que visita y les promete que llegará hasta
Peguerinos; tiene orden de conquistar Navalperal cueste lo que cueste;
cualquier objetivo se le antoja posible al optimista de Jesús Peñas; grueso,
afable, profesional, viene de una larga dinastía de militares, todos de
Caballería, su padre perteneció al Regimiento de Alcántara, el mismo que,
gloriosamente, cubrió la retirada de los pocos que pudieron huir, hace poco más
de quince años, de las matanzas de Monte Arruit, el Barranco del Lobo... allí
quedó, jinete en su alazán, al mando de uno de los batallones, sable en mano...
Ahora pasa y repasa la columna con palabras de ánimo para aquel que va
taciturno, dando o pidiendo un cigarrillo al otro, preguntando al de más allá
por su mujer; conoce a sus hombres y a los que no conoce los trata como si los
conociera.
Son pocos, cuando, a la mañana
siguiente, la fuerza expedicionaria llega al Campo Azálvaro su suerte está
echada: la columna Mangada tiene efectivos suficientes para detenerlos y así lo
hacen ayudados, además, por la aviación; “copados
por nuestras fuerzas y atacados por nuestra aviación que arrojaba sus bombas
con precisión matemática, los enemigos se dispersaron, abandonando en el campo
36 camiones repletos de víveres y municiones, numeroso armamento y cerca de un
centenar de muertos…”, referirá dos día más tarde el diario “Milicia
Popular”. ; Jesús Peñas, herido por una bala fortuita, regresa hacia Aldeavieja
desangrándose y muere antes de encontrar refugio en ella, sus hombres le llevan
sobre uno de los pocos mulos que han podido retener.
El alto de la Cruz de Hierro en una fotografía antigua.
Martes, 18 de agosto, camiones
cargados de soldados, de munición, de víveres, están llegando durante todo el
día procedentes de Ávila; son muchos, cuatro compañías de infantería del 2º
batallón de San Quintín, dos escuadrones de caballería, una batería, grupos de
voluntarios falangistas y requetés…están bajo el mando del coronel Arturo
Cebrián; han llegado temprano para coordinar la llegada de las tropas y del
avituallamiento necesario; están eufóricos, seguros de su triunfo; han
aprendido del desastre de Doval y no les pasará lo que a aquel; además, ellos
son soldados profesionales… saldrán antes de amanecer y cuando el sol salga les
verá en las cimas que rodean Navalperal.
Así sucede, a las cuatro de la
madrugada la tropa es levantada y se pone en marcha por la, tan recorrida ya,
carretera del campo; los camiones van delante, pocos, con la munición y
arrastrando los cañones; detrás la caballería, los infantes que han podido se
han encaramado a los camiones de vanguardia, el resto va detrás de los jinetes;
pero el enemigo también ha aprendido de pasadas incursiones; una avanzada está
en lo alto de la Cruz de Hierro, no se puede permitir que el enemigo llegue a
sus líneas sin haber sido avistado con suficiente antelación; el puerto es
tierra de nadie y una patrulla, escondida en un puesto de caza abandonado,
vigila el pueblo y cuanto allí acontece; la llegada de tropas el día anterior
ha sido comunicado ya al cuartel general del teniente coronel Mangada y este ha
solicitado que la aviación esté disponible al día siguiente.
Ahora ven como la columna enemiga
enfila la carretera hacia ellos, van contando los camiones, estimando la fuerza
enemiga, y cuando comprueban que no hay más marchan hacia Navalperal con la
noticia, una motocicleta camuflada tras unas rocas les sirve para adelantarse a
uno de ellos.
Es de noche aún cuando la caballería
corona el puerto, allá, pasado el Campo Azálvaro se dibuja, como una masa
oscura, el puerto de Las Lanchas, su próximo objetivo; después Las Navas del
Marqués, Peguerinos, Guadarrama, San Lorenzo... Madrid. Ya han bajado el
puerto, ya cruzan el río Voltoya, la oscuridad les cubre aún cuando todo se
ilumina de improviso, bengalas descienden sobre ellos a la vez que la
artillería apostada en las montañas de enfrente comienza a vomitar hierro y
fuego sobre ellos; la distancia está milimétricamente calculada por los artilleros
republicanos y no hay espacio para el error; los hombres se aplastan contra el
suelo, buscan refugio en las peñas que siembran las laderas, los heridos
gritan, los camiones arden y decenas de caballos, algunos con las tripas fuera,
se alejan con los ojos desorbitados por el miedo, alguno arrastrando a su
jinete, los más solos, enloquecidos por el ruido y la sangre.
Cuando el fuego artillero cesa los
supervivientes se enderezan con precaución y echan a correr por el camino que
han traído, alguno prefiere seguir la carretera que va desde El Espinar a
Ávila, es llana y les costará menos encontrar refugio, pero ya amanece y otro
ruido, otro rugido más bien, les llena el corazón de espanto, la aviación
llega, los Breguet XIX de Getafe han despegado siguiendo el requerimiento de
Mangada y abren fuego sobre los soldados que huyen, persiguiéndoles por la
llanura hasta que van tomando el refugio de las laderas de la sierra, entonces
pasan por encima y se dedican a ametrallar el pueblo de Aldeavieja, las pocas
tropas que en ese momento permanecen allí; los soldados se suben a los bancos
de piedra de la plaza y disparan con sus Mauseres hacia esos aviones que
siembran el terror entre la población; niños, hombres y mujeres se esconden en
la bodega de la casa, quien la tiene, o bajo la pila de fregar o simplemente
bajo la mesa camilla; en la torre de la iglesia quedan, para siempre, los
impactos de las balas.
Mientras, bajan desde Navalperal
cinco camiones blindados para terminar con los que quedan por el Campo
Azalvaro, decenas de cuerpos quedan tendidos entre las dos sierras, decenas de
prisioneros son conducidos hacia Madrid.
En Ávila se ha conocido rápidamente
la noticia, en ella está el coronel Serrador, convaleciente de las heridas sufridas
en la toma del Alto del León; se hace cargo en seguida de la situación y se
hace llevar a Aldeavieja, donde retiene a los soldados que huyen, les hace
volver sobre sus pasos para ocupar el puerto de la Cruz de Hierro y organiza
allí una línea de defensa y contención; van llegando rápidamente refuerzos de
Ávila y de Valladolid, artillería de Medina del Campo e infantería desde
Villacastín, hay que taponar aquella brecha antes de que los republicanos se
den cuenta del desastre, y lo consiguen.
Durante cuatro o cinco días más la aviación
gubernamental vuela sobre Aldeavieja; se ha llegado a la conclusión de que allí
se agrupan las fuerzas que después intentan dar el salto hacia Navalperal y
cruzar la sierra; desde allí se les abastece y allí tienen su centro logístico;
los aviones pasan y repasan, ametrallando, soltando sus pequeñas bombas; el
daño no es mucho, pero el impacto en las gentes es grande; se decide que las
mujeres y los niños evacuen el pueblo, y así se hace; durante lo que queda del
mes de agosto las familias marchan a pueblos cercanos donde tienen parientes
que los acojan; a principios de septiembre la mayoría vuelve, va a ser la
fiesta de la Patrona y los frentes se han estabilizado; no se han vuelto a
repetir las incursiones de las columnas republicanas y las fortificaciones de
la Cruz de Hierro parecen detener cualquier tentativa enemiga; pronto
Navalperal y sus alrededores caerán en manos de los sublevados y Aldeavieja se
convertirá en lugar de paso de las tropas, lugar de descanso, campo de
adiestramiento.
La guerra terminará sin más
sobresaltos, pero la paz, la posguerra, traerá todavía, más amargura,
deportaciones, alejamientos; todos aquellos a los que se pudo demostrar que
habían sentido, de una manera u otra, simpatía por la República, fueron
deportados a las provincias del norte de España durante meses, incluso años,
para lavar su culpa realizando trabajos de reconstrucción.
Aldeavieja no guarda muchos recuerdos
físicos de la guerra, aparte de los agujeros de bala en el chapitel de pizarra
y plomo de la iglesia y los restos de las trincheras en lo alto de la Cruz de
Hierro. Heridas morales las hubo, curiosamente los perseguidos, los fusilados,
los denunciados, pertenecieron todos a la “izquierda”; pero esas heridas
curaron… después de muchos años.
Que buenos ratos me paso leyendo estos relatos, sigue asi Eliseo.
ResponderEliminarYo no soy Eliseo, él lo que debe de hacer es compartir este blog. Lo siento.
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